“Trajeron a un vagabundo, así que practica con él”, le lanzó la jefa de enfermeras a la nueva… Y cuando abrió los ojos, quedó claro que no era una persona común.

—¿Qué pasa ahora, Ivanova? —se oyó la voz disgustada de la jefa de enfermeras, Liliya Sergeyevna.

Nastya suspiró. Sabía que, como recién llegada, le tocarían todas las tareas desagradables. Pero no esperaba que fuera tanto.

—¡Hice todo honestamente! —se quejó, mirando a su colega con esperanza.

—Ya veo lo “honestamente” que haces todo —bufó Liliya, cruzándose de brazos—. Ahora encárgate de esto… ya sabes.

Señaló con la mirada la sala más lejana, de donde, por el olor y el ruido, se notaba que la rutina del hospital ya estaba en marcha.

Nastya asintió y se dirigió allí. Había soñado con ser enfermera desde niña. Su madre siempre la desanimaba:

—Eres demasiado buena para este trabajo. Deberías estar sentada en un escritorio, leyendo libros, no poniendo agujas a nadie.

Pero Nastya era terca. Quería ayudar a la gente, ver cómo mejoraban gracias a sus esfuerzos. Sin embargo, la realidad era más dura que sus ideas de la escuela.

La sala de emergencias era un caos habitual: pacientes ebrios, familiares histéricos, gritos, gemidos. En una esquina, un hombre sin documentos ni idea de dónde estaba hacía un escándalo. Alguien lloraba, otro cantaba, otro simplemente yacía envuelto en una manta, aislándose del mundo.

—¿Lista, novata? —se acercó una enfermera experimentada—. ¿Preparada para tu primer reto real?

Nastya asintió, aunque sentía cierta tensión. No le asustaba la sangre ni el dolor, pero a veces la debilidad humana sí.

La enviaron con un paciente con una herida profunda en la cabeza. Estaba semiconsciente pero sentía dolor. Nastya trató la herida con cuidado, puso un vendaje y calmó al hombre. Trabajó rápido pero con delicadeza. El paciente incluso asintió agradecido al final.

—Tienes mano ligera —comentó la jefa de enfermeras—. Tal vez sí seas una buena enfermera.

Nastya sonrió. Era el primer día que se sentía parte de algo más grande. No solo una practicante, no solo una extra, sino una verdadera participante en el proceso.

Más tarde, cuando la entrada de pacientes disminuyó, Nastya escuchó a Liliya Sergeyevna susurrando con alguien en el pasillo. Al verla acercarse, callaron. El ambiente era tenso.

—¿Querías decirme algo? —preguntó Nastya directamente.

Liliya Sergeyevna sonrió:

—Considérate afortunada. A veces las novatas solo observan un mes entero y no hacen nada.

Nastya no dijo nada. Sabía desde hacía tiempo que Liliya era de las que aman el poder y saben usarlo. También era famosa por sus celos: todos sabían que soñaba con casarse con Ivan Konstantinovich, el jefe de médicos. Pero él, como a propósito, no le prestaba atención.

Cuando Ivan Konstantinovich entró en la sala, todos se enderezaron. Era una autoridad. No era alto ni estricto, pero cada mirada suya decía: «Aquí mando yo».

—Hola, novata —le dirigió una leve sonrisa a Nastya—. ¿Qué te parece nuestro mundo?

—Más difícil de lo que pensaba —admitió con sinceridad—. Pero también más interesante.

—Buena respuesta —asintió—. Bienvenida a la medicina. Ahora eres una de nosotros.

Por alguna razón, esas palabras significaron mucho. Nastya sintió que de verdad era parte del equipo.

Un par de días después, Liliya Sergeyevna volvió a acercarse.

—¿Conoces a Ivan Konstantinovich? —preguntó con desconfianza.

—Solo profesionalmente —respondió Nastya.

—Ajá… —murmuró la jefa, mirándola fijamente—. Solo que sepas, niña, él tiene otros planes. Mejor mantente lejos.

Nastya quiso discutir, pero se contuvo. ¿Para qué explicar a quien ya decidió todo?

El trabajo siguió. Por las noches, como siempre, llegaban nuevos casos: heridas, alcohol, peleas, incidentes domésticos. Cada paciente era una pequeña prueba de resistencia y compasión.

Ivan Konstantinovich se acercaba a Nastya de vez en cuando, daba consejos, a veces solo revisaba cómo iba. A veces ella captaba su mirada, pero nada más. Ninguna insinuación, palabra ni gesto. Solo profesionalismo.

Una tarde, cuando el turno casi terminaba, Liliya Sergeyevna se le acercó mucho.

—Escucha, eres lista —empezó con tono pegajoso—. Sabes que Ivan Konstantinovich tiene preferencias. Le gustan las mujeres… mayores, experimentadas. Tú no eres eso. Así que no sueñes, querida. No eres su tipo.

Nastya la miró y por primera vez sintió que algo se despertaba dentro. No rabia, no ofensa, sino una defensa: «No dejaré que me rompas».

—No pretendo nada —respondió tranquila—. Estoy aquí para trabajar. Si tienes quejas, dilo claro. Si no, no me hagas perder el tiempo.

Liliya retrocedió. No de inmediato, pero sí lo hizo. Y Nastya entendió: se estaba volviendo más fuerte. No porque quisiera conflicto, sino porque sabía por qué estaba allí. Y nadie, ni siquiera alguien como Liliya Sergeyevna, le quitaría ese objetivo.

Desde entonces, el trabajo fue un poco más fácil. Claro, Liliya seguía igual, pero Nastya aprendió a ignorar los juegos. Ivan Konstantinovich seguía siendo justo y amable. Y lo más importante: cada día sentía que avanzaba.

Aunque seguía siendo solo practicante, aunque le dolían las miradas y palabras de otros. Algún día sería doctora. Y entonces elegiría por sí misma: ser una fría ambiciosa o alguien que cura el cuerpo y el alma.

Ella rió fuerte—aguda, amarga, como si ganara una pequeña batalla. Luego se giró y se fue, dejando a Nastya sola.

Sin dudar, Nastya fue a la sala indicada. En la esquina, efectivamente, había un hombre tirado. Sucio, harapiento, lleno de moretones y raspones. Parecía un vagabundo que había sufrido mucho. Gemía bajo de dolor. Parecía que lo habían tirado de un techo.

Nastya lo examinó rápido. Le pareció que había caído de un acantilado. Empezó a trabajar: trató las heridas, revisó el pulso, preparó antiséptico. En ese momento, Ivan Konstantinovich se acercó.

—¿Cómo está el paciente? —preguntó con la historia clínica en mano.

Nastya asintió, sin dejar de trabajar. El médico se agachó, escuchó la respiración, revisó las pupilas. Detrás, apareció Liliya Sergeyevna. Su mirada era de triunfo mal disimulado.

—¿Por qué no está vendado aún? ¿Por qué no ha empezado el tratamiento? —le exigió a Nastya.

—Acaba de llegar —respondió Ivan Konstantinovich tranquilo—. Y llegó anoche. Así que la pregunta es para usted, Liliya Sergeyevna.

La jefa se sonrojó, pero no dijo nada. Se fue, dejando solo tensión.

Nastya, junto a una asistente, le quitó la ropa rota al hombre. Esperaba ver un cuerpo demacrado, pero era fuerte, musculoso, claramente entrenado. Solo el rostro estaba hinchado y era casi imposible adivinar su edad.

Todo el día le curó las heridas, puso inyecciones, untó pomadas. Lo trató como a cualquier paciente—con cuidado y compasión. Cerca de la noche, Liliya Sergeyevna volvió.

—Pierdes el tiempo —susurró—. Ni te recordará.

—No necesito que me recuerde —respondió Nastya sorprendida.

—Todos lo necesitan —añadió misteriosa la jefa, y se fue con una última mirada venenosa.

Nastya solo sonrió. El matrimonio no estaba en sus planes. Sus metas eran otras.

Cerca de la medianoche, el hombre gimió. Abrió los ojos, intentó incorporarse. Nastya se acercó rápido, le sostuvo la cabeza, le dio agua, lo ayudó a beber. Luego lo recostó.

—¿Dónde estoy? —murmuró.

—En el hospital. Tranquilo, te están ayudando.

—¿Por qué está tan silencioso?

—Es tarde. Todos duermen. Estás seguro —respondió suave—. El médico está cerca, y yo estoy de guardia.

—Señorita… ayúdeme… ¿Cómo se llama?

—Nastya.

—Nastya… Escúcheme, por favor… No le diga a nadie, ¿sí?

Ella asintió y se acercó para oír cada palabra. El hombre hablaba con pausas, le costaba respirar. Nastya escuchó atenta, sin interrumpir.

Cuando terminó, la chica le tocó la mano con suavidad:

—Entiendo todo. No se preocupe, haré lo que sea necesario. Lo principal es descansar. Le prometo que mejorará.

Apenas lo recostó y fue al puesto de enfermeras, Ivan Konstantinovich se acercó.

—Lo hiciste bien —dijo, notando su cansancio—. Ahora me encargo yo. Puedes descansar un poco.

Nastya asintió agradecida, pero apenas él entró a la sala, ella tomó el teléfono: tenía que informar urgentemente a alguien. Diez minutos después, aparecieron personas desconocidas en el pasillo. Pronto llegó Liliya Sergeyevna, recién salida.

—¿Sigues preocupándote por ese vagabundo? —bufó—. ¿Por qué no trabajas con pacientes normales?

—Todos aquí necesitan ayuda —respondió Nastya tranquila, levantándose—. Yo la doy a todos. Sin excepción.

—Eres tan santa —se burló la jefa—. Solo no esperes gratitud de alguien así.

Nastya no discutió. Solo la miró y guardó silencio. En ese momento, Liliya Sergeyevna se quedó helada: hombres serios de bata blanca entraron a la sala. Detrás de ellos, un hombre alto y seguro, cuya postura y mirada lo decían todo: no era un visitante común.

Se acercó a la cama y de pronto abrazó al paciente:

—¡Hijo! ¿Eres tú?… Perdóname, hijo. No te creí cuando me lo dijiste… Pero ahora veo, decías la verdad…

Mientras preparaban al paciente para trasladarlo, el hombre—el padre—se acercó a Nastya. Su voz temblaba, pero había gratitud en su mirada.

—Gracias… Si no fuera por ti, nunca nos habríamos reencontrado. Nos volveremos a ver, seguro —le estrechó la mano y se fue con su hijo.

Liliya Sergeyevna, que miraba todo, no pudo evitar decir:

—Ni sueñes. En cinco minutos, se olvidará de ti.

Pasó un mes. En ese tiempo, Nastya pensó en cambiar de departamento. Liliya Sergeyevna no la dejaba en paz. Ante todos, la ridiculizaba:

—¿Ya te premió tu millonario? ¿O se casó con otra?

Al principio, Nastya intentó explicar que solo era un paciente. Luego vio que era inútil. Desde entonces, la jefa la llamaba “la prometida del oligarca”, incluso al pedirle traer medicinas o cambiar un suero.

Y entonces, un día cualquiera, Nastya salió al pasillo a tomar té. Pero no dio dos pasos cuando oyó una voz familiar:

—¡Nastya! ¿Eres tú?

Se giró rápido. Allí estaba el mismo joven por quien había pasado tantas horas junto a la cama. Ahora vestía un traje caro, bien arreglado, con un ramo. Detrás de él, dos guardaespaldas.

—Recién volví de Alemania, me trataron allá —dijo sonriendo—. Lo primero que hice fue venir aquí. Quería verte. Darte las gracias. No solo me salvaste la vida… Eres la persona más bondadosa que he conocido.

Nastya se sonrojó. La curiosidad de todo el personal era palpable. Hasta Liliya Sergeyevna salió, boquiabierta.

—Te ves completamente diferente —dijo Nastya.

—La diferente eres tú —respondió suave—. No eres lo que pareces. Eres increíblemente bella por dentro y por fuera. ¿Puedo invitarte a algún lado? ¿A un restaurante, o solo a pasear por la ciudad?

La miró con esperanza, como si hubiera esperado ese momento toda su vida.

Nastya lo miró a los ojos. En ellos vio no solo gratitud; vio a una persona que valoraba sinceramente la bondad.

—Está bien —dijo al fin—. Mañana. Después del almuerzo.