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Nadie podría haber imaginado lo que aquel árbol ocultaba. Cuando finalmente reveló su secreto, no solo se desveló un misterio, sino que surgieron aún más preguntas, inquietudes que marcarían para siempre mi vida y la de quienes compartieron conmigo aquellos días.

Era el 23 de agosto de 2020. El Parque Nacional Secuoya, en el norte de California, acababa de sobrevivir a una de las peores tormentas de los últimos años. El viento había azotado sin piedad, arrancando ramas, tumbando árboles y dejando el bosque cubierto de cicatrices frescas. Junto a mi compañera Sara, ambos guardabosques con años de experiencia en aquel parque, emprendimos una patrulla rutinaria para evaluar los daños y garantizar la seguridad de los senderos. Habíamos visto de todo: incendios, inundaciones, encuentros con animales salvajes y hasta turistas perdidos. Pero aquel día, sin saberlo, sería el último de nuestras antiguas vidas.

Recuerdo cómo nos desviamos del sendero principal, guiados por una corazonada, adentrándonos en una zona del parque que rara vez recibía visitantes. El aire estaba cargado, húmedo, impregnado del olor a tierra mojada y agujas de pino. Delante de nosotros, imponente, se alzaba una secuoya milenaria, el rey del bosque como la llamaban todos los guardabosques. Aquel árbol era un gigante silencioso, testigo de dos mil años de historia. La tormenta no lo había derribado, pero sí dejado huellas profundas: una grieta reciente a diez metros del suelo, un gran trozo de corteza desprendido en la base, revelando un vacío oscuro en su interior.

Las secuoyas suelen estar huecas por dentro, el resultado de incendios que queman el núcleo sin acabar con la vida del árbol. Era algo habitual. Nos acercamos para evaluar el daño y determinar si el árbol representaba un peligro para los pocos visitantes que llegaban hasta allí. Dave, siempre precavido, iluminó el agujero en las raíces con su linterna. No era muy grande, apenas un metro de alto, pero lo suficiente para que la oscuridad y la humedad se apoderaran del espacio.

Fue entonces cuando lo olimos. No era el aroma habitual de podredumbre del bosque, sino algo distinto, nauseabundo y dulzón, inconfundible: el olor de la descomposición. Al principio pensamos que algún animal grande, tal vez un oso, había muerto dentro. No sería la primera vez. Dave me pidió que iluminara también con mi linterna. Juntos, dirigimos los haces de luz hacia el interior y lo que vimos nos dejó helados.

Entre trapos viejos, basura y ramas, la luz se posó sobre algo blanco y liso, demasiado regular y redondo para ser una simple piedra. Dave se quedó paralizado. Era un cráneo humano. Me indicó que retrocediera y llamara al sheriff por radio. Me quedé junto al árbol, incapaz de apartar la mirada. A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra, distinguí otros detalles: huesos, muchos huesos, costillas, vértebras, huesos largos de brazos y piernas mezclados con restos de ropa, una camisa de franela descolorida, un trozo de tela vaquera, una bota podrida. Quedó claro que había más de una persona allí.

El pánico amenazó con apoderarse de mí, pero me obligué a mantener la calma. Sabía que estábamos ante la escena de un crimen y no debíamos tocar nada. Una hora más tarde llegaron los primeros agentes de la oficina del sheriff del condado de Tulare. Acordonaron la zona. La noticia del hallazgo llegó rápidamente a la dirección del parque y luego al FBI, ya que el crimen se había cometido en terrenos federales. El lugar se convirtió en un hervidero de policías, agentes y científicos forenses.

El trabajo era arduo. Extraer los restos del estrecho espacio dentro del árbol sin dañarlos ni destruir pruebas era casi imposible. Los forenses trabajaron durante horas en posiciones incómodas, centímetro a centímetro, desmantelando el horror contenido en la secuoya gigante. Utilizaron herramientas especiales para enganchar huesos y fragmentos de ropa. El proceso duró casi dos días. Cuando terminaron, los resultados del examen preliminar dejaron a todos atónitos: dentro del árbol había restos de cuatro personas.

Cuatro. Habían sido metidos allí unos encima de otros. Los expertos forenses determinaron que los restos eran antiguos. A juzgar por el estado de los huesos y la ausencia total de tejido blando, no llevaban allí uno o dos años, sino mucho más: quizá 10, 15, incluso 20 años. Los restos fueron enviados al laboratorio. Comenzó un largo y minucioso proceso de identificación.

Los antropólogos determinaron que se trataba de dos hombres y dos mujeres, todos jóvenes, de entre 20 y 25 años aproximadamente. El siguiente paso era averiguar cómo habían muerto. La respuesta se encontró rápidamente: tres cráneos mostraban signos claros de traumatismo contuso infligido por un objeto pesado. El cuarto cráneo estaba más dañado, pero la naturaleza de las lesiones apuntaba a la misma conclusión. No había duda: aquellas personas habían sido brutalmente asesinadas con golpes en la cabeza. Sus muertes no fueron accidentales. Se trataba de un asesinato a sangre fría. Cuatro vidas arrebatadas y ocultas en el corazón de un árbol centenario.

El asesino, quienquiera que fuese, debía conocer bien el bosque. Sabía de la existencia de esa secuoya y conocía su interior hueco. Sabía que en ese remoto rincón del parque probablemente nunca serían encontrados. Y casi acertó.

Ahora los investigadores se enfrentaban a la tarea principal: descubrir quiénes eran esas cuatro personas. Tenían que revisar todos los casos de personas desaparecidas de las últimas décadas, un trabajo titánico. Comenzaron a revisar las bases de datos de California y luego de todo el país, buscando grupos de cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, que hubieran desaparecido en la zona. Pasaron las semanas, una tras otra, y las pistas se agotaron.

Entonces, tras casi dos meses de trabajo en los archivos, uno de los analistas del FBI se topó con un viejo y polvoriento expediente. Septiembre de 1997. Cuatro amigos de San Francisco: Mark Williams, de 22 años; su novia Jennifer Davis, de 21; y sus amigos Eric Müller, de 23, y Chloe Banning, de 22, se fueron de acampada un fin de semana al Parque Nacional Secuoya. Tenían previsto hacer una ruta de senderismo por uno de los senderos más populares y volver el domingo por la tarde. Nunca regresaron.

El lunes, cuando ninguno acudió al trabajo ni se puso en contacto con sus familias, se dio la voz de alarma. Se puso en marcha una operación de búsqueda a gran escala. Cientos de voluntarios, guardabosques, policías y helicópteros con cámaras térmicas peinaron el bosque semana tras semana. Lo único que encontraron fue su coche, un viejo Ford Explorer aparcado en el inicio de la ruta de senderismo. Dentro del vehículo había carteras, algo de comida, mapas, todo lo que no se habían llevado en su breve excursión. Esto indicaba que tenían intención de volver, pero nunca lo hicieron.

La búsqueda continuó durante varios meses, pero no dio ningún resultado. Ni tiendas de campaña, ni mochilas, ni el más mínimo rastro. Era como si cuatro personas se hubieran desvanecido en el aire en medio de un vasto bosque. Finalmente se suspendió la búsqueda. El caso se clasificó como sin resolver. Los padres de los desaparecidos gastaron años y todos sus ahorros en investigadores privados, pero fue en vano. Para el resto del mundo, Mark, Jennifer, Eric y Chloe habían desaparecido. Y entonces, 23 años después, fueron encontrados.

Los investigadores solicitaron los registros dentales de los desaparecidos y muestras de ADN de sus envejecidos padres. El examen confirmó lo que todos ya sospechaban: los restos encontrados en el tronco de la secuoya pertenecían a los cuatro amigos de San Francisco. El misterio de su desaparición había sido resuelto, pero en su lugar surgió uno nuevo, aún más aterrador.

¿Quién mató a los cuatro jóvenes y por qué? ¿Cómo consiguió el asesino cometer un crimen tan monstruoso y ocultar los cadáveres de forma tan ingeniosa que no pudieron ser encontrados durante más de 20 años? La investigación, que había llegado a un punto muerto en 1997, se reanudó. Pero ahora los investigadores tenían algo que antes no tenían: los cadáveres y la escena del crimen. Empezaron desde el principio, entrevistando a todas las personas que pudieran haber visto o escuchado algo inusual durante aquellos días de septiembre de hacía 23 años.

Desenterraron viejos informes, encontraron los nombres de los guardabosques que trabajaban en el parque en aquella época y de los turistas que se habían registrado en las fechas exactas. La mayoría ya se habían jubilado o se habían mudado, pero los investigadores estaban decididos a encontrar cualquier pista. Empezaron a llamar a gente y una de las primeras llamadas fue a un antiguo guardabosques que había sido supervisor de turno en 1997 y uno de los primeros en participar en la búsqueda. Les contó algo que no había aparecido en los informes oficiales: un pequeño pero extraño detalle.

Recordaba que durante la semana en que desaparecieron los turistas había habido cierta tensión en el bosque. Los animales estaban inquietos. También recordaba a uno de sus empleados, un guardabosques que vivía solo en una pequeña casa al borde del parque. Era poco sociable y reservado, pero conocía su trabajo a la perfección. Conocía las partes más salvajes y remotas del bosque mejor que nadie. El guardabosques se llamaba Robert Hawkins.

En 2020, los investigadores solicitaron inmediatamente su expediente a los archivos del servicio de parques. Lo que encontraron allí les hizo darse cuenta de que iban por buen camino. Robert Hawkins, de 48 años en el momento de los acontecimientos de 1997, había sido contratado cinco años antes. Sus evaluaciones de rendimiento eran normales: eficiente, conocedor, prefería trabajar solo, sin medidas disciplinarias, sin problemas. Pero el detalle más interesante era la fecha de su despido. Hawkins no había sido despedido. Figuraba como ausente sin permiso. La fecha de su último turno era el viernes 12 de septiembre de 1997.

Ese fue el día en que los cuatro amigos llegaron al parque y dejaron su coche en el aparcamiento. Según los registros, Hawkins debía presentarse a trabajar el lunes siguiente, pero no apareció. Intentaron llamarlo por radio, pero no hubo respuesta. Dos días después, como seguía sin aparecer, dos guardabosques se dirigieron a la cabaña de la empresa situada en una zona remota, a varios kilómetros de las principales rutas turísticas. La puerta estaba abierta. Dentro todo parecía como si el propietario hubiera salido cinco minutos y estuviera a punto de volver. Había un plato con comida a medio comer sobre la mesa junto a un libro abierto. Su ropa estaba cuidadosamente doblada sobre una silla, pero Hawkins no estaba por ninguna parte. Su camioneta, que solía estar aparcada fuera de la casa, también había desaparecido.

Faltaban algunas de sus pertenencias: su mochila, su rifle y varias mudas de ropa. En aquel entonces, en 1997, la dirección del parque decidió que Hawkins, ese hombre extraño y poco sociable, había decidido dejarlo todo y marcharse sin decir adiós. Estas cosas pasan. Su desaparición y la de los turistas no tenían ninguna relación. Eran dos sucesos independientes que ocurrieron al mismo tiempo en un bosque enorme. Pero ahora, 23 años después, la coincidencia parecía demasiado siniestra.

Los investigadores del FBI comenzaron a indagar más a fondo quién era Robert Hawkins. Había muy poca información. Había llegado a California desde Oregón. No tenía esposa ni hijos. Su expediente no contenía información de contacto de ningún familiar, era un auténtico fantasma.

Los agentes enviaron una solicitud a los archivos de las fuerzas armadas. La respuesta llegó una semana después. Sí, Robert Hawkins había servido en el ejército, en el cuerpo de ingenieros, y había pasado dos periodos en Vietnam. Había sido condecorado por su excelente servicio, pero había dimitido por voluntad propia. Había un detalle notable en su expediente militar: sus compañeros lo describían como un hombre de carácter inestable, propenso a arrebatos de ira, pero al mismo tiempo increíblemente sereno en situaciones estresantes.

Después del ejército, desapareció durante varios años. No trabajó oficialmente en ningún sitio y llevó una vida recluida. Luego apareció en California y consiguió un trabajo en el parque nacional. Ahora la investigación tenía una teoría viable: cuatro jóvenes ruidosos de la ciudad podrían haberse topado accidentalmente con Robert Hawkins mientras hacían senderismo. Quizás entraron en su propiedad y violaron su privacidad. Podría haber pasado cualquier cosa. Una cosa llevó a la otra y estalló un conflicto.

Hawkins, con su pasado militar y su psique inestable, podía perder fácilmente los estribos. Era un hombre fuerte y resistente, acostumbrado al trabajo físico duro. Lidiar con cuatro turistas desprevenidos no sería ningún problema para él. Entonces entró en acción la sangre fría del veterano. Se dio cuenta de lo que había hecho y supo que tenía que deshacerse de los cadáveres. Y se le ocurrió el plan perfecto. Conocía ese bosque como la palma de su mano. Conocía cada árbol, cada cueva. Sabía de una vieja secuoya con un hueco en su interior. El agujero en su base era pequeño, pero lo suficientemente grande como para arrastrar los cuerpos al interior. Fue un trabajo infernal, pero tenía tiempo. Nadie vio ni oyó lo que sucedió en aquella zona remota. Después de esconder los cuerpos, regresó a su cabaña, reunió con calma los artículos más necesarios, se subió a su camioneta y se marchó. Desapareció.

En 23 años nunca volvió a aparecer por ningún sitio. No utilizó su nombre, no recibió multas ni buscó atención médica. O murió poco después de su fuga o vivió todos estos años con otro nombre, llevando la misma vida tranquila y discreta que antes.

El FBI incluyó a Robert Hawkins en la lista federal de personas buscadas por cuatro asesinatos. Su foto, tomada a mediados de la década de 1990, fue enviada a todas las comisarías del país. Los expertos elaboraron un retrato robot de cómo podría ser ahora, con más de 70 años. El caso, que durante décadas se había considerado una trágica desaparición, se convirtió en una persecución.

Los investigadores volvieron una y otra vez al lugar del crimen, al gigante secuoya. Intentaban comprender con precisión cómo había sucedido todo, dónde había atacado Hawkins a los turistas, dónde estaban sus pertenencias, su tienda de campaña, sus mochilas. Lo más probable es que lo quemara todo o lo enterrara en algún lugar del bosque, haciendo imposible encontrarlo después de tantos años.

Entrevistaron a otros turistas que estaban en el parque ese fin de semana. Muchos recordaban haber visto a un grupo de dos chicos y dos chicas. Reían, hacían fotos y parecían felices. Nadie los vio con el hosco guardabosques. Nadie oyó gritos. El bosque guardó el secreto de aquel día.

Durante la investigación surgió otro detalle. Uno de los antiguos compañeros de Hawkins recordó que estaba obsesionado con el orden en su territorio. Odiaba que los turistas dejaran basura, hicieran ruido o se salieran de los senderos. Podía observar a la gente desde la distancia durante horas sin decir una palabra y su mirada les hacía sentir incómodos. Consideraba el bosque como suyo y a la gente como invitados no deseados. Podía algo tan insignificante como la música alta o una lata vacía abandonada en un claro provocar una ira tan monstruosa. Para una persona normal, no. Pero para alguien con trastorno de estrés postraumático que había vivido aislado durante muchos años, cualquier cosa podía ser un detonante.

Esta versión parecía la más probable: una simple coincidencia. Cuatro amigos se encontraron en el lugar equivocado, en el momento equivocado, y se toparon con un hombre que era como una bomba de relojería. Los padres de las víctimas, que habían vivido con una agonizante incertidumbre durante todos esos años, finalmente conocieron la verdad sobre el destino de sus hijos. Pero ese conocimiento no les trajo alivio, solo les causó un nuevo dolor. Sus hijos habían sido asesinados y el asesino seguía libre.

Aparecieron en televisión pidiendo a cualquiera que supiera algo sobre Robert Hawkins que se pusiera en contacto con la policía. Solo querían una cosa: justicia. Querían que el hombre que les había arrebatado lo más preciado fuera llevado ante la justicia. Pero pasaron los meses y no hubo noticias de Hawkins. Era como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

Los agentes del FBI siguieron todas las pistas, comprobaron todas las informaciones. Llegaron llamadas de diferentes estados, gente que afirmaba haber visto a un hombre que se parecía a él, pero ninguna vez era él. La búsqueda había llegado a un punto muerto. La única esperanza era que Hawkins cometiera un error en algún lugar o que alguien que lo conociera con otro nombre viera su foto en la televisión y reconociera a uno de los asesinos más buscados de Estados Unidos en su tranquilo vecino. Pero era demasiado inteligente y demasiado cauteloso. Había aprendido a ser invisible en las selvas de Vietnam y utilizaba esa habilidad en su nueva vida.

La casa del fantasma continuó. Los asesinatos de Secuoya Park siguieron siendo noticia de primera plana, convirtiéndose poco a poco en una de esas oscuras leyendas americanas. Robert Hawkins se convirtió en una figura casi mítica, un fantasma que todo el mundo buscaba, pero que nadie podía encontrar.

El FBI nunca dejó de trabajar. Los agentes utilizaron toda la tecnología disponible, pasaron su antigua foto por un software de envejecimiento y la compararon con millones de imágenes de cámaras de vigilancia, fotos de redes sociales y bases de datos de permisos de conducir. No hubo resultados. Recuperaron varios objetos de la antigua casa de Hawkins de los archivos, de los que pudieron extraer ADN, y lo subieron a bases de datos genealógicas con la esperanza de encontrar parientes lejanos que pudieran llevarlos hasta él. De nuevo, nada. Era un hombre sin raíces, sin conexiones, el candidato perfecto para desaparecer para siempre.

Los investigadores y periodistas que trabajaban en el caso se dividieron en dos bandos. Algunos creían que Hawkins llevaba mucho tiempo muerto, probablemente se había suicidado poco después de los asesinatos, incapaz de soportar el peso de sus crímenes, o simplemente había muerto en un accidente. Otros estaban convencidos de que estaba vivo, que un hombre como él, astuto, cauteloso y con habilidades para la supervivencia, podía crearse una nueva identidad y ahora vivía en algún lugar de un pueblo tranquilo, sin que ninguno de sus vecinos sospechara siquiera que el simpático anciano que iba a la tienda era un asesino a sangre fría de cuatro personas.

El FBI recibía llamadas periódicamente. Alguien había visto a un hombre que se parecía a él en México, mientras que otros lo habían visto en Canadá y Alaska. Todos los informes se comprobaban minuciosamente, pero todos resultaban ser falsos. La esperanza se desvanecía con el paso de los años. Parecía que el mundo nunca sabría qué había sido de Robert Hawkins.

A principios de 2024, casi cuatro años después del hallazgo de los cadáveres, se produjo un repunte de la actividad. La Real Policía Montada de Canadá recibió un informe de un cazador de Columbia Británica. Les habló de un viejo recluso que vivía en el bosque a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana. Este hombre se hacía llamar por otro nombre, pero su aspecto, edad y hábitos eran sorprendentemente similares a la descripción de Robert Hawkins. Rara vez interactuaba con la gente, era poco sociable y se rumoreaba que era un veterano de Vietnam.

Para el FBI, esta era la pista más prometedora de toda la investigación. Se organizó una operación conjunta. Un grupo de agentes del FBI voló a Canadá durante varios días. Trabajaron con la policía canadiense para vigilar la casa del recluso. Todo coincidía, tenía que ser él. Se tomó la decisión de capturarlo con vida. A primera hora de la mañana, cuando la niebla comenzaba a levantarse sobre el bosque, las fuerzas especiales rodearon la pequeña casa. La operación se llevó a cabo rápidamente y sin que se disparara un solo tiro. El anciano somnoliento fue sacado de la casa. No opuso resistencia, pero miró en silencio y con asombro a los hombres armados. Fue trasladado inmediatamente a la base más cercana, donde le tomaron las huellas dactilares y una muestra de ADN.

Todos esperaban con suspense. ¿Había llegado por fin a su fin esta larga persecución? La respuesta llegó unas horas más tarde y fue un jarro de agua fría para todos. No era Robert Hawkins. Las huellas no coincidían. El análisis de ADN también dio negativo. Se trataba de otro hombre, también con una vida difícil, que había decidido escapar del mundo a la selva canadiense. Para la investigación, fue un golpe devastador. Tras este revés, el caso volvió a estancarse. El interés público comenzó a decaer. Se estaba convirtiendo en otro caso sin resolver, un crimen sin esclarecer que seguiría siendo una cicatriz en la historia del parque.

Y entonces, en otoño de ese mismo año 2024, la respuesta llegó de donde nadie la esperaba. En Nevada, lejos de los bosques de California, dos jóvenes practicaban turismo extremo. Estaban explorando un cañón remoto y casi inexplorado. Cuando llegaron al fondo, se toparon con un montón de metal oxidado incrustado en el suelo y casi totalmente oculto por la maleza. Al acercarse se dieron cuenta de que se trataba de los restos de una antigua camioneta. El vehículo se había caído por el borde del cañón hacía muchos años y se había estrellado.

Era un hallazgo interesante, pero no tan inusual en esos lugares salvajes. Tomaron algunas fotos y estaban a punto de marcharse cuando uno de ellos vio algo blanco bajo las raíces de un árbol a pocos metros del coche. Eran huesos, huesos humanos. Informaron de su hallazgo a las autoridades. El sheriff y su equipo llegaron al lugar. Examinaron el lugar del accidente. La camioneta llevaba allí mucho tiempo, al menos 20 años, quizá 25. Aunque casi todas las marcas de identificación se habían descompuesto, los expertos forenses lograron encontrar el número de bastidor estampado en el metal. Lo buscaron en la base de datos nacional.

Unas horas más tarde llegó una respuesta que heló la sangre a todos. La camioneta Ford, fabricada en 1989, estaba registrada a nombre de Robert Hawkins. Era su coche. Los expertos forenses recogieron cuidadosamente todos los huesos esparcidos por el suelo. Entre los restos se encontraban una hebilla de cinturón, varios botones y un viejo cuchillo oxidado. Todo apuntaba a que se trataba de él. El análisis de ADN realizado con material óseo confirmó finalmente que los restos pertenecían a Robert Hawkins.

Los expertos forenses reconstruyeron la escena del crimen. Lo más probable es que a finales de septiembre o en octubre de 1997, pocas semanas después de los asesinatos, Hawkins condujera por esa carretera desierta de montaña tratando de escapar. Quizás fue descuidado o tal vez perdió el control del coche en un tramo peligroso de la carretera. El coche se precipitó al abismo, sobrevivió a la caída, pero probablemente resultó gravemente herido y no pudo salir del cañón. Murió allí, solo, en el mismo paraje salvaje donde había cometido su crimen.

El hombre que se había escondido tan hábilmente de la justicia fue encontrado por casualidad. El caso del asesinato de cuatro turistas en el Parque Nacional Secuoya quedó oficialmente cerrado. El asesino había sido encontrado y estaba muerto. Se había hecho justicia, la justicia que las familias de las víctimas habían esperado durante tanto tiempo, pero no en un tribunal. No había respuestas a la pregunta por qué. No hubo confesión ni remordimiento, solo huesos en un cañón sin nombre. El bosque que había guardado el secreto de sus víctimas durante tanto tiempo, finalmente se lo había llevado también a él, enterrando con él la verdad sobre lo que había sucedido aquel fatídico día de septiembre.

Aleluya.