Un joven camillero del hospital recibió una petición inusual: fingir ser el nieto perdido de una anciana moribunda. Lo que no esperaba era encontrar el rostro de su propia madre entre las fotografías de la desconocida.

Dima había soñado con ser médico desde que tenía memoria. No era una fantasía infantil: sentía que era su vocación. Sin embargo, la vida parecía empeñada en cerrar cada uno de sus caminos. Primero, la muerte repentina de su padre, que le hizo perder el suelo bajo los pies. Luego, la salud de su madre empezó a deteriorarse; los nervios y el agotamiento de dos trabajos la desgastaron. Cuando llegó el momento de presentarse al examen de ingreso a la facultad de medicina, Dima simplemente no tenía fuerzas… y fracasó.

Ahora, por segundo año consecutivo, trabajaba como camillero en el hospital regional. Fregaba suelos, empujaba pacientes por pasillos resonantes, hacía recados desde el amanecer hasta el anochecer. Aun así, en lo más profundo de su ser, alimentaba la esperanza frágil de que algún día se ganaría el derecho a llevar la bata blanca.

Ese día comenzó como cualquier otro: limpiar, fregar, cargar. Pero después del almuerzo, sucedió algo inusual: el jefe del departamento terapéutico, Andrey Pavlovich, lo mandó llamar.

—Dima, hay un asunto delicado —comenzó el doctor sin rodeos, estudiándolo con atención—. Tenemos una paciente, Lidiya Semyónovna. Está muy enferma. Tiene un nieto, también llamado Dima. Solo que… no lo ha visto en años, y su mayor deseo es verlo una última vez antes de partir. Pensamos… tal vez podrías fingir ser él. Para que ella tenga paz, aunque sea solo eso.

Dima se quedó helado. ¿Fingir? ¿Engañar a una anciana en su lecho de muerte?

—Andrey Pavlovich, yo… no estoy seguro. ¿No está mal? —preguntó en voz baja.

La voz del médico se suavizó:

—A veces, una mentira puede ser misericordiosa. Para ella, sería un último consuelo. No te aprovecharías de nada, solo ayudarías a alguien a irse de este mundo con un poco menos de dolor.

Dima dudó. Su conciencia le decía que era incorrecto, pero la idea de una mujer frágil esperando a su nieto le desgarraba el corazón. Finalmente, asintió. Las enfermeras lo pusieron al tanto rápidamente: lo que le gustaba al verdadero Dima de niño, dónde estudió, las frases que solía decir. El extraño acto —con una sola espectadora— estaba listo.

Esa tarde, agotado tras su turno y la charla con Andrey Pavlovich, Dima pasó por la tienda a comprar pan y leche. Su madre aún lo necesitaba. Camino a casa, se topó inesperadamente con Marina, la chica del edificio vecino que siempre le había llamado la atención. Alegre, cálida, con una sonrisa capaz de iluminar el día más gris.

—¡Hola, Dima! ¿Dónde te has estado escondiendo? —rió ella.

Conversaron con facilidad, sobre nada en particular, una nueva película en el cine. Por impulso, Dima le propuso ir juntos. Para su asombro, los ojos de Marina brillaron.

—¿El sábado? Perfecto.

Mientras caminaba a casa, una rara sonrisa asomó en sus labios. Solo pensar en la cita hacía que el día pareciera más brillante. Tal vez era el comienzo de algo nuevo; tal vez la felicidad no estaba tan lejos después de todo.

Al día siguiente, tras su turno, Dima se cambió de ropa y entró cautelosamente en la habitación de Lidiya Semyónovna. Su corazón latía como si fuera a estallar. ¿Y si ella lo descubría de inmediato? Pero la anciana, pequeña y delgada, con ojos vivaces, lo estudió y sonrió levemente.

—Dimochka… viniste, querido mío…

El alivio lo invadió. Ella le creyó. Se sentó a su lado y, para su sorpresa, la primera conversación fluyó fácil, casi naturalmente. Esperaba sentirse como un actor en escena, pero en cambio se descubrió escuchando… de verdad. Lidiya Semyónovna hablaba de su vida, del pasado, incluso de la muerte, con una serenidad que lo conmovió.

Día tras día, la visitaba más seguido. Le llevaba agua, le acomodaba la almohada, o simplemente se sentaba a tomarle la mano. Una tarde, ella le preguntó si tenía novia. Dima pensó en Marina y se sonrojó. La anciana sonrió con picardía.

—Cuéntame después cómo te fue en la cita. Todavía me gusta escuchar historias de amor joven.

Pero el sábado no resultó como esperaba. Tras la película, pasearon por el parque cuando Marina, de repente, se puso seria.

—Dima, eres un buen chico. De verdad. Pero somos diferentes. Yo quiero viajar, hacer carrera, ver el mundo. Y tú… eres camillero. Es un trabajo importante, claro, pero… no es la vida que quiero.

No necesitó terminar; él lo entendió. Su salario escaso, sus luchas, su futuro incierto: todo se interponía como un muro invisible entre ellos.

La acompañó a casa en silencio. Al regresar, su madre le preguntó cómo le había ido. Dima solo hizo un gesto.

—No pasó nada.

Ella suspiró. Nunca había aprobado la farsa del “nieto” tampoco.

—Dima, sé que solo querías ayudar. Pero no puedes cargar siempre con las esperanzas y expectativas de los demás sobre tus hombros. Hay cargas que no te corresponden.

Se quedó en silencio, vacío por dentro. Las palabras de Marina le recordaron lo lejos que su vida estaba de sus sueños, y el reproche silencioso de su madre solo aumentó su culpa hacia Lidiya Semyónovna.

Al día siguiente, Dima volvió a la cabecera de la anciana. Forzó una sonrisa, pero ella lo notó de inmediato.

—¿Qué pasa, nieto? ¿Te lastimó esa chica? —preguntó con dulzura.

Y entonces le contó todo: sus sueños, sus fracasos, lo lejos que había caído de aquel futuro que imaginó. Lidiya Semyónovna lo escuchó en silencio, asintiendo, y luego dijo:

—El amor, Dimochka, viene de muchas formas. No persigas a quien solo deslumbra. Busca a quien te da calor.

Luego sacó un viejo álbum de fotos de la mesita de noche.

—Toma esto. Son fotos de mi hijo, Alexey, tu padre. Guárdalas. Los recuerdos ahora te pertenecen; yo ya no los necesito.

Su voz temblaba. Dima entendió: era una despedida, no solo de ella, sino de parte de sus ilusiones.

Esa noche en casa, hojeó el álbum. Un joven sonriente lo miraba desde las fotos desvaídas: Alexey, el padre que solo conocía por historias. De repente, sus ojos se detuvieron en una imagen: una foto grupal de lo que parecía un evento universitario. Entre los rostros estaba una joven de sonrisa radiante. Dima se quedó helado. Era su madre.

Se le cortó la respiración. No podía ser coincidencia. Sus padres se habían conocido. ¿Pero por qué nunca le contó nada? ¿Por qué guardar ese secreto tantos años?

Las preguntas giraban en su mente. Necesitaba respuestas ya. Se levantó de un salto y volvió corriendo a casa.

Al salir del hospital, aún sin saber qué diría, escuchó una conversación apagada cerca de la sala de médicos. La puerta estaba entreabierta, y reconoció la voz de Andrey Pavlovich:

—…sí, aumentaremos la dosis poco a poco; nadie sospechará nada. Echaremos la culpa al avance de la enfermedad. Tiene una buena herencia, y ese ‘nieto oficial’ ya está impaciente porque se resuelva todo.

Otra voz, áspera, sonó por el altavoz:

—Date prisa, Pavlovich. Ya me cansé de esperar. Esa vieja debió haberse ido hace tiempo.

El corazón de Dima se aceleró. ¡Una conspiración! Estaban acelerando deliberadamente la muerte de la anciana… por dinero. Su propia abuela, a quien acababa de encontrar, estaba en peligro. El pánico lo invadió, pero no había tiempo para el miedo: tenía que actuar.

Salió disparado del hospital y corrió a casa. Al entrar, le mostró la foto a su madre.

—¡Mamá, ¿quién es esta?! ¿Quién es realmente Alexey?

Ella vio la foto y palideció. Entonces las palabras brotaron como un torrente.

Alexey había sido su primer y único amor. Planeaban casarse, pero la madre de él, Lidiya Semyónovna, se opuso ferozmente. Creía que su hijo merecía a alguien “mejor” que una chica pobre de las afueras.

Cuando ella quedó embarazada, Alexey quiso protegerla y le sugirió irse juntos. Pero la tragedia llegó: él murió en un accidente antes de que Dima cumpliera un año. Sola y sin dinero, no tuvo más remedio que dejar a su hijo en un orfanato temporalmente mientras buscaba trabajo y fuerzas para rehacer su vida.

Le escribió a Lidiya Semyónovna, suplicándole que reconociera a su nieto, pero la mujer, orgullosa y de luto, nunca respondió.

Mientras Dima escuchaba, el suelo se movía bajo sus pies. La mujer del hospital no era solo una paciente solitaria: era su abuela. Y ahora alguien quería matarla.

—Mamá, tenemos que salvarla —dijo, decidido.

Esa noche, cuando el hospital estaba en silencio, Dima y su madre entraron en la habitación de Lidiya Semyónovna. Ella estaba débil, pero lúcida.

—Dimochka… ¿y quién es esta contigo? —susurró.

—Lidiya Semyónovna… soy yo… Katya —la voz de su madre temblaba—. ¿No me recuerdas? Yo amaba a tu Alyosha. Y este es tu verdadero nieto: nuestro Dima.

En minutos, soltaron toda la verdad: su pasado, la conspiración, el peligro mortal. Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas.

—Mi querido nieto… y tú aquí, Katyenka…

Pero no había tiempo para emociones.

—Abuela, tenemos que irnos. ¡Ahora! —urgió Dima.

Rápidamente empacaron algunas cosas y la ayudaron a levantarse. De la mano, salieron por la puerta de servicio, donde un taxi los esperaba. Durante todo el trayecto, Lidiya Semyónovna no soltó la mano de Dima, temerosa de perderlo otra vez.

Esa noche fue caótica y milagrosa a la vez: una familia, rota por el orgullo y la tragedia, se reunía al fin.

Pasaron los meses. Gracias a una enfermera en quien Dima confió, Andrey Pavlovich y su cómplice enfrentaron la justicia. Lidiya Semyónovna se recuperó poco a poco, rodeada de amor en el pequeño apartamento de su nuera y su nieto. Por primera vez en años, sentía calor, cuidado y pertenencia. Y por primera vez, Dima entendió lo que realmente significa “familia”.

Las noches se volvieron sagradas: los relatos de su abuela sobre su padre, las fotos de la infancia, la risa de su madre, al fin libre de secretos. El hombre de las fotos, antes solo una leyenda, cobraba vida de nuevo.

Una tarde, sonó el teléfono. En la pantalla: Marina.

—Hola, Dima —su voz era titubeante—. Pensaba… ¿quizás podríamos vernos?

Dima sonrió levemente.

—Lo siento, Marina, estoy ocupado. Ahora tengo otra vida.

Y era verdad. Había encontrado a alguien que lo veía tal como era: Katya, una amable estudiante de medicina que solo pedía estar a su lado.

Alrededor de la mesa familiar, con el té humeante, su abuela contando chistes y la mirada cálida de Katya, Dima por fin lo sintió: la verdadera felicidad.

No, aún no era médico, y la bata blanca en su armario seguía siendo solo un símbolo. Pero ahora entendía: el propósito no es un título ni una carrera, sino las personas que te aman. Y había encontrado su camino: el camino de la familia, la fe y la verdad.

Ya no era el niño perdido de antes. Había crecido, se había hecho fuerte y firme, listo para enfrentar cada nuevo día con esperanza, amor y el corazón abierto.