Un millonario se casa con una mujer pobre y gorda por una apuesta… Pero lo que sucede después lo deja en shock
—Cincuenta mil a que no lo haces —se burló el amigo de Brandon, girando su whisky.
Brandon Cole, el heredero multimillonario de 32 años de Cole Enterprises, se recostó en su silla de cuero.
—Haz que sean cien mil, y me caso con ella en un mes.
Se suponía que era una broma, un reto entre tragos. La “ella” en cuestión era Olivia Bennett, una asistente de florista a la que solo había visto una vez en una gala benéfica. No era glamurosa como las mujeres que solían orbitar su vida. Era callada, de rostro redondo y cuerpo suave, no el tipo de mujer que los tabloides pondrían en portada junto a su nombre.
Al día siguiente, Brandon entró en la pequeña floristería. Olivia estaba detrás del mostrador, arreglando rosas con tal concentración que no notó su presencia hasta que él habló.
—¿Un café? —preguntó él.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—Disculpa, ¿te conozco?
—Me conocerás —respondió él con una sonrisa encantadora.
Al principio, Olivia pensó que era una broma. Los multimillonarios no la invitaban a salir. Pero Brandon fue persistente: cenas, paseos por el parque, pequeños regalos atentos. Ella empezó a creer que realmente le gustaba.
Dos semanas después, él le propuso matrimonio.
Olivia se quedó helada.
—Brandon, apenas nos conocemos.
—Sé lo suficiente —dijo él, deslizándole un anillo en el dedo. Su mirada era intensa, casi urgente.
Al final del mes, estaban de pie en una gran iglesia, con rosas blancas a lo largo del pasillo. Olivia llevaba un sencillo vestido de encaje, el cabello en suaves rizos. Los padrinos de Brandon sonreían con complicidad, pero Olivia, sosteniendo su ramo, solo veía a su nuevo esposo.
La noche de bodas fue educada, casi distante. Brandon parecía distraído, evitando su mirada. Pero en público, interpretaba al esposo devoto, tomándole la mano en eventos benéficos, besándole la mejilla para las cámaras.
Lo que Olivia no sabía era que Brandon había cobrado sus $100,000 de la apuesta apenas unas horas después de la ceremonia. Y sin embargo… algo no encajaba.
Porque cada vez que Olivia reía —de verdad reía— algo se movía dentro de él.
Porque la forma en que cuidaba a un gato callejero fuera del ático le hacía doler el pecho.
Porque el aroma de flores frescas en la cocina cada mañana le recordaba que ella pensaba en él antes que en sí misma.
Una noche, la encontró dormida en el sofá, con un cuaderno abierto en el regazo. Dentro había bocetos de su futuro jardín, su letra cuidadosa marcando qué flores florecerían cada estación. Cerró el cuaderno en silencio, contemplando su rostro apacible.
Por primera vez, la palabra “apuesta” le revolvió el estómago.
Pero la verdad era una bomba de tiempo. Y el hombre que había apostado por su corazón sabía que, tarde o temprano, explotaría.
Tres meses después de la boda, el mundo de Olivia había cambiado. Había pasado de compartir un pequeño apartamento con su prima a vivir en un ático de cristal con vistas a la ciudad. Pero ella seguía siendo la misma: cocinando la cena, cuidando las plantas de la azotea y recibiendo a Brandon cada noche con una sonrisa.
Sin embargo, Brandon había cambiado.
El hombre que la trató como un proyecto ahora buscaba su compañía. Se quedaba más tiempo en el desayuno para escuchar sus historias. Preguntaba por su día —y realmente escuchaba. En algún punto entre fingir y vivir, su actuación se volvió realidad.
Una tarde lluviosa, Brandon estaba en su oficina cuando su amigo y cómplice original, Mason, entró sin tocar.
—Aún no puedo creer que lo lograste —se rió Mason, lanzando una pelota de golf al aire—. El cien mil más fácil de tu vida.
Brandon se tensó.
—No—
—Relájate, ella nunca lo sabrá —lo interrumpió Mason—. Aunque, verte jugar a la casita es hilarante.
Ninguno de los dos notó a Olivia en la puerta, con un termo de café que había llevado para Brandon. Sus dedos se apretaron tanto que el metal caliente le quemó la piel. Lo dejó en silencio y se marchó.
Esa noche, Brandon llegó a un ático vacío. En la encimera de la cocina estaba su anillo de bodas, junto a una nota escrita con su letra ordenada:
Pensé que era tu esposa. Resulta que solo fui una apuesta. No me busques.
El pecho de Brandon se contrajo. Por primera vez en su vida, el dinero no podía arreglar lo que había roto. Pasó la semana siguiente buscándola: llamando a sus amigas, visitando la floristería. Pero Olivia había desaparecido.
Pasaron dos meses antes de que la encontrara, trabajando en una pequeña posada costera lejos de la ciudad. Ella estaba arreglando lirios frescos en el vestíbulo cuando él entró, empapado de lluvia y exhausto.
—Olivia —susurró él.
Ella no lo miró.
—Los huéspedes no deben quedarse en el vestíbulo.
Él se acercó.
—Fui un idiota. Pensé que era solo un juego, pero en algún momento te volviste… todo. Te amo.
Finalmente, ella lo miró, y en sus ojos había dolor, pero también algo más.
—Me humillaste, Brandon. ¿Sabes lo que es preguntarte si algo de eso fue real?
—Sí —respondió suavemente—. Porque ahora me pregunto lo mismo sobre ti: si alguna vez podrías volver a amarme.
El silencio se extendió entre ellos, roto solo por el sonido de las olas afuera. Entonces Olivia suspiró y dejó el jarrón.
—¿Quieres demostrarlo? Vuelve aquí cada fin de semana durante un año. Sin trajes. Sin autos. Sin dinero. Solo tú.
Y lo hizo. Lloviera o hiciera sol, Brandon tomaba el autobús hasta el pueblo costero cada sábado por la mañana, ayudándola en la posada, barriendo pisos, arreglando grifos. Poco a poco, la sonrisa cautelosa de Olivia volvió.
Un año después, en la misma iglesia donde se casaron por primera vez, Brandon estaba de nuevo en el altar —sin apuesta, sin amigos engreídos, sin mentiras.
Cuando Olivia caminó hacia él esta vez, la mirada en sus ojos le dijo que no se estaba casando con un millonario.
Se casaba con el hombre que había ganado su amor.
Y para Brandon, eso valía mucho más que cualquier apuesta que hubiera ganado.
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