El viento otoñal barría las vastas llanuras de Wyoming, trayendo consigo el aroma del salvia y el polvo que se había convertido en la marca del viejo oeste. Era el año 1887, y el pequeño pueblo de Redemption Creek se asentaba como una cicatriz desgastada sobre aquella tierra abierta y sin fin. Sus edificios eran simples estructuras de madera, apoyadas unas contra otras para resistir los vientos interminables de la pradera. La calle principal no era más que tierra, flanqueada por tres pilares de supervivencia: el salón, la tienda general y la casa de subastas.

En el porche del Salón Silver Dollar, Jacob Harlo descansaba con una bota apoyada en la barandilla, observando el pueblo como si le perteneciera. Y en muchos sentidos, así era. A sus 35 años, Jacob era uno de los rancheros más ricos del territorio, dueño del extenso rancho Double H que se extendía más allá del horizonte. Su rostro mostraba las marcas de años duros, con una mandíbula fuerte y una expresión de determinación inquebrantable.

Sus ojos grises y profundos no se perdían ni un detalle, y su reputación de orgullo y terquedad era tan parte de él como el ganado que criaba. Los hombres del pueblo lo respetaban, inclinando el sombrero al pasar. Sin embargo, las mujeres mantenían distancia, percibiendo algo frío bajo su encanto rudo. Un hombre moldeado por la tierra, la guerra y la ambición.

 

—Otra subasta hoy —murmuró Tom Brennan, el capataz de Jacob y su compañero más cercano para beber, uniéndose a él en el porche.

Jacob gruñó mientras bebía un sorbo de whisky. Tom escupió tabaco al suelo.

—Escuché que llegó una viuda nueva —dijo—. Vino en la diligencia de ayer, vestida de negro de pies a cabeza. Ya la llaman la viuda misteriosa.

El ceño de Jacob se tensó. Aquellas subastas otoñales se habían convertido en un ritual sombrío. Viudas y mujeres abandonadas se ponían en una plataforma mientras los hombres pujaban por el derecho a llevarlas a casa. Esposas compradas como ganado. Vidas intercambiadas por seguridad. Le revolvía el estómago, aunque nunca lo admitiría en voz alta. En el Oeste, la supervivencia dejaba poco espacio para los sentimientos.

Dentro del salón, las risas ásperas crecían. Los hombres ya apostaban sobre qué mujer alcanzaría el precio más alto. La subasta no comenzaría hasta dentro de una hora, pero la anticipación zumbaba como una tormenta a punto de estallar.

Jacob nunca había participado. No tenía necesidad. Su rancho funcionaba sin problemas, y su cama nunca estaba vacía cuando quería compañía. Las complicaciones, especialmente en forma de esposa, eran cosas que evitaba.

Pero cuando el juez Morrison, el magistrado autoproclamado y subastador, levantó su mazo, la mirada de Jacob se posó en la plataforma. Primero subieron mujeres que conocía: Sarah Mills, viuda por un derrumbe minero; Betty Donovan, abandonada con tres hijos cuando su marido desapareció en busca de oro; y la joven Annie Peterson, aún sin cumplir 20 años, ya desgastada por la vida en la frontera.

Entonces apareció ella. El público quedó en silencio cuando la viuda misteriosa subió a la plataforma. Se movía con una gracia extraña, envuelta de pies a cabeza en negro. Un grueso velo ocultaba su rostro. Guantes negros cubrían sus manos. ¿Las otras mujeres estaban encorvadas, avergonzadas? Ella se mantuvo erguida, completamente inmóvil, como una sombra tallada en la medianoche.

Incluso el juez Morrison vaciló antes de recuperar su arrogancia.

—Caballeros, esta viuda prefiere su privacidad. Es educada, letrada, capaz de manejar un hogar. Su nombre se reservará hasta que se hagan los arreglos.

Un murmullo recorrió la multitud.

—¿Qué estará ocultando? —gritó alguien.

—Probablemente esté enferma —respondió otro con desprecio.

Jacob sintió que lo empujaban a través de la multitud, aunque no había querido moverse. Llegó al frente y, por un instante, juró que ella lo miró directamente. No pudo ver sus ojos, pero algo en su postura, orgullosa pero frágil, lo atrapó.

El juez carraspeó.

—¿Empezamos en 20 dólares?

Silencio. Diez. El sudor perlaba la frente de Morrison. Nadie quería arriesgar dinero en una mujer que podría ser una belleza arruinada o algo peor. Las manos enguantadas de la viuda temblaban a sus lados. La primera grieta en su compostura helada.

Entonces una voz resonó desde el salón.

—¡Hey, Harlo!

Era Buck Watson, un ranchero rival con más gusto por el whisky y las cartas que por el ganado. Avanzó con dos compinches a su espalda, sonriendo como un lobo.

—Te apuesto 100 dólares a que no puedes hacer que ese cuervo suelte sus plumas —se burló—. 200 si la apuestas antes del amanecer.

La multitud estalló en abucheos y silbidos. La viuda se tensó, retrocediendo medio paso.

—Estás borracho, Watson —replicó Jacob con brusquedad.

—Puede ser, pero mi dinero es bueno. A menos que el gran Jacob Harlo se haya ablandado.

El orgullo de Jacob se encendió. Sabía que debía alejarse, pero la multitud observaba, esperando ver si se echaba atrás. Nunca lo hacía.

—No llegué a 300 —dijo Jacob con calma—. Y tienes una apuesta.

La multitud rugió.

Antes de que pudiera reconsiderar, Jacob se volvió hacia Morrison.

—75 por la mujer de negro.

—Vendido.

El mazo golpeó rápido. Morrison, ansioso por terminar el incómodo silencio.

Jacob subió a la plataforma.

—Señora —dijo en voz baja, extendiendo la mano.

Ella dudó, luego colocó sus dedos enguantados en los suyos. Temblaban.

—Me llamo Clara —susurró desde detrás del velo—. Clara Thornton.

Mientras Jacob la ayudaba a subir a su carreta, sintió el peso de todas las miradas del pueblo sobre ellos. El sol de Wyoming sangraba rojo en el horizonte mientras cabalgaban hacia el rancho Double H.

Clara permaneció en silencio a su lado, un misterio envuelto en luto y negro. Jacob no podía sacudirse el pensamiento inquietante que lo presionaba: ¿había tomado la mejor o la peor decisión de su vida?

 

Las ruedas del carreta crujían sobre el sendero rocoso que conducía al rancho. El cielo se había oscurecido en un púrpura profundo, con estrellas punteando el firmamento una a una. Los coyotes aullaban a lo lejos, sus llamadas resonando en las llanuras vacías.

Jacob mantuvo el ritmo del caballo, pero sus pensamientos se enredaban como alambre de púas. A su lado, Clara Thornton permanecía en silencio, su velo negro ondeando suavemente con el viento nocturno. No había pronunciado una palabra desde que susurró su nombre. Mantenía el rostro vuelto hacia otro lado, ojos ocultos, secretos guardados celosamente.

Cuando la casa del rancho apareció a lo lejos, con la luz de las linternas brillando débilmente en las ventanas, Jacob sintió una mezcla extraña de alivio y desasosiego. La casa era grande para la frontera: dos pisos, vigas de madera fuertes, un porche que rodeaba la casa como brazos acogedores. Era el orgullo de sus tierras, construido con su propio sudor y dinero.

Ató los caballos y se volvió hacia ella.

—Esta es tu casa ahora.

La voz de Clara fue suave, casi temblorosa.

—Una casa no siempre es un hogar, señor Harlo.

Sus palabras lo golpearon más fuerte de lo que quería admitir.

Él cargó con sus maletas hacia el interior, donde persistía el leve aroma del humo de roble del fuego. El salón estaba silencioso, salvo por el tic tac de un reloj.

Clara se movía como un fantasma, sin tocar nada, su velo aún cubriendo su rostro.

—¿Quieres cenar? —preguntó Jacob, torpe en su propia cocina. No estaba acostumbrado a ofrecer hospitalidad.

Ella negó con la cabeza.

—Estoy cansada. Si me lo permites, me gustaría descansar.

La condujo a la habitación de arriba, la que tenía cortinas de encaje que su difunta madre había colgado años atrás. Se detuvo en el umbral, con las manos enguantadas apretadas.

—Gracias —susurró.

Jacob asintió y la dejó allí. Pero mientras bajaba al pasillo hacia su propia habitación, la voz burlona de Buck Watson volvió a sus oídos.

—300 dólares si la apuestas antes del amanecer.

Apretó los puños. No se trataba de dinero, sino de orgullo, de no dejar que Watson se burlara de él.

Sin embargo, cuando cerró los ojos esa noche, no encontró paz. La presencia silenciosa de Clara lo perseguía. ¿Quién era ella? ¿Por qué había venido aquí? ¿Y por qué detrás de ese velo sentía una tristeza más profunda que las propias llanuras?

 

Al amanecer, Jacob ensilló su caballo y cabalgó por el rancho. El aire era fresco, el ganado pastaba contra un horizonte dorado. El trabajo calmó su mente. Pero cuando regresó, Clara ya estaba despierta.

Se encontraba en el jardín cerca de la casa, con el velo aún puesto, las manos entrelazadas como en oración.

—Buenos días —saludó Jacob.

Ella inclinó la cabeza pero no lo miró a los ojos.

—Sabes —dijo él mientras desmontaba—, la gente tiene curiosidad sobre ti. Una viuda que aparece en una subasta sin nombre genera preguntas.

Las manos enguantadas de Clara se apretaron.

—Prefiero no hablar del pasado.

—Descubrirás que el pasado tiene una forma de seguir a la gente aquí afuera —dijo Jacob.

Por primera vez, ella se volvió hacia él. Incluso a través del velo, Jacob sintió que sus ojos lo atravesaban, afilados y desafiantes.

—Entonces quizás sea mejor que no preguntes —su tono lo silenció.

Debería haber insistido, pero en cambio asintió. Él, Jacob Harlo, un hombre temido por su terquedad, se había echado atrás.

Esa noche, Tom Brennan llegó con noticias.

—Buck Watson anda hablando por todo el pueblo —advirtió Tom, sentado en la mesa de la cocina—. Dice que compraste a la viuda por una apuesta. La gente está apostando ahora, Jacob. Todos esperan ver si te haces respetar o si te retiras. Qué vergüenza.

Jacob apretó la mandíbula. Clara entró en la habitación justo entonces, llevando una bandeja de té que había preparado ella misma. Se congeló al escuchar a Tom, sus manos temblaban tanto que las tazas tintinearon.

—¿Una apuesta? —preguntó en voz baja.

Tom miró a Jacob, incómodo.

—Quizás dije demasiado.

Pero los ojos de Clara se fijaron en Jacob, aunque el velo aún cubría su rostro. Él sintió el calor de su mirada como fuego.

—¿Es cierto?

El pecho de Jacob se apretó. Quiso negarlo, borrar la vergüenza que lo quemaba por dentro. Pero la verdad colgaba entre ellos como una soga.

—Sí —admitió.

La bandeja cayó cuando Clara la dejó sobre la mesa, sus manos temblando.

—Entonces no soy más que una apuesta para ti. Un juego entre hombres.

Jacob dio un paso adelante.

—No es así.

—Entonces dime qué es, señor Harlo. Porque crucé esta casa pensando que quizás era una oportunidad para la dignidad. Pero si estoy aquí solo por una apuesta de borrachos —su voz se quebró, aunque trató de mantenerla firme—, entonces no soy mejor que el ganado en la plaza.

Sus palabras hirieron profundo, más afiladas que cualquier cuchilla. Jacob intentó tomar su brazo, pero ella se apartó, retirándose escaleras arriba, su vestido negro susurrando contra la madera.

Él quedó paralizado en la cocina, con la vergüenza y la ira retorciéndose dentro de él.

Tom exhaló.

—Has metido el pie en algo profundo esta vez, Jacob.

Jacob sabía que su capataz tenía razón, y mientras se sentaba en el silencio de su propia casa, un pensamiento no lo abandonaba: el velo.

Clara Thornton escondía su rostro del mundo. Pero ¿por qué? ¿Qué secreto esperaba bajo esa tela oscura que temía mostrar?

El reloj de pie dio la hora. Jacob Harlo no había pegado ojo. Su mente daba vueltas en torno a la apuesta con Buck Watson, la viuda velada en la habitación azul, y el peso incómodo del orgullo que le oprimía el pecho.

Entonces, un suave golpe en la puerta. Jacob bajó las piernas de la cama, la luz de la lámpara proyectando su sombra larga sobre el suelo.

—Pasa —dijo.

La puerta chirrió, y Clara entró. Seguía vestida de negro, pero había en ella una fragilidad, un temblor que él no había visto antes.

—No te haré perder el tiempo, señor Harlo —dijo con voz baja pero firme—. Esta apuesta tuya, la resolveré esta noche.

Jacob se levantó de inmediato.

—No tienes que hacerlo.

Pero ella ya estaba desanudando el velo exterior. Este se deslizó, revelando una malla más fina debajo. Sus manos, enguantadas pero temblorosas, quitaron alfiler tras alfiler. Cada uno caía como un clavo en el silencio.

—Mi esposo y mi hijo murieron en un incendio —susurró, sin apartar la mirada de él.

Levantó el último velo. La peluca cayó, y Jacob se congeló.

Donde debería haber cabello suave, había un cuero cabelludo marcado por cicatrices. Donde debería haber piel lisa, había parches quemados por el cruel beso del fuego. Pero detrás de las cicatrices, había ojos, grises como un horizonte tormentoso, fieros con desafío y crudos de dolor.

—Esta es la verdad —dijo Clara, levantando el mentón, aunque sus manos temblaban—. Esto es lo que tu pueblo llamaría un horror. Esto es lo que tu Buck Watson pagó por ver.

—Así que ahora, señor, cobre sus ganancias.

El silencio que siguió fue más pesado que el humo de los cañones tras una batalla.

Jacob avanzó, lento, deliberado, hasta estar tan cerca que pudo ver las pecas que aún sobrevivían en su mejilla bajo las cicatrices.

—No —dijo con voz áspera por la convicción—. Watson apostó a la vergüenza.

—Pero aquí no hay vergüenza. Has resistido el fuego y la pérdida, y sigues en pie, más fuerte que la mayoría de los hombres que conozco.

Sus ojos buscaron en su rostro, desesperados por encontrar la risa cruel, el rechazo, el desprecio que esperaba.

No encontró ninguno.

En cambio, Jacob extendió la mano, cuidadoso, firme, y tocó su mejilla marcada con la delicadeza de quien sostiene algo precioso.

—Preguntaste si estabas maldita —dijo—. Te lo diré claro.

—Eres un milagro, Clara Thornton.

Y mañana, cuando Buck venga husmeando por su entretenimiento, le pagaré cada centavo y le diré que perdí.

Porque la verdad de ti se queda conmigo, y ningún hombre tiene derecho a usarla como un juego.

Sus labios se entreabrieron, temblorosos.

—¿Por qué?

—Porque te veo —dijo Jacob con sencillez—. No lo que perdiste. No lo que te quitaron. A ti.

Por primera vez en catorce meses, la compostura de Clara se rompió. Una sola lágrima recorrió la línea de su cicatriz y cayó sobre la mano de Jacob.

La tormenta afuera sacudía la ventana. Pero en ese momento, dentro del rancho Double H, dos almas marcadas encontraron un inesperado refugio.