Una extraña fobia de una niña de 8 años a su armario lleva a su madre a investigar — lo que encuentra está lejos de ser imaginario

La mañana comenzó como cualquier otra en el tranquilo suburbio de Medford, Oregón. Emily Carter, madre soltera de 35 años, estaba terminando su segunda taza de café mientras intentaba que su hija, Claire, se pusiera el uniforme escolar. Claire, de 8 años, normalmente alegre y vivaz, había estado inusualmente retraída durante la última semana.

—Vamos, cariño. Te quedan cinco minutos —llamó Emily desde la cocina.

Claire no respondió. Estaba de pie en el pasillo, frente a la puerta cerrada de su dormitorio, mirando fijamente su armario. Sus pequeñas manos estaban apretadas a los costados.

Emily frunció el ceño y se acercó. —¿Claire? ¿Qué pasa?

Claire se giró lentamente, con los ojos muy abiertos. —No quiero abrirlo.

Emily se agachó a la altura de su hija. —¿Por qué no?

Claire se encogió de hombros, pero no apartó la vista de la puerta. —Solo… no me gusta. No quiero que esté abierto.

Emily dudó. —¿Pasó algo?

Otro encogimiento de hombros. Entonces Claire dijo: —¿Podemos dejarlo cerrado?

Emily asintió lentamente. —Está bien. Pero necesitas tu cárdigan. Probablemente está ahí dentro.

La voz de Claire tembló. —Puedo ponerme otra cosa.

Emily no insistió. Pensó que quizá Claire había visto algo en Internet que la asustó, o que era una fase. Los niños de su edad desarrollan miedos extraños todo el tiempo. Sin embargo, al mirar el armario pintado de blanco—uno que ella misma había armado tres años antes, cuando Claire superó los muebles de la guardería—sintió una ligera inquietud.

Esa noche, Emily le contó lo del armario a su hermana por teléfono.

—Se niega a acercarse —dijo Emily—. Como si le diera miedo de verdad.

—¿Quizá vio algo en la escuela? Ya sabes cómo hablan los niños —respondió su hermana—. O quizá está escondiendo algo ahí dentro que no quiere que veas.

Emily no lo había pensado. A la mañana siguiente, después de que Claire se fue a la escuela, entró en la habitación de su hija. La luz del sol se filtraba por las cortinas, proyectando sombras suaves sobre los juguetes y libros de Claire. Todo parecía normal—excepto el armario. Sus dos puertas estaban bien cerradas, los simples pomos redondos brillando con la luz.

Emily abrió las puertas.

Dentro, no había nada extraño. Ropa doblada a un lado. Chaquetas y vestidos colgados al otro. En el suelo, un par de zapatillas, un peluche de mapache y algunos crayones.

Entonces, algo extraño llamó su atención: una camiseta doblada—una que nunca había comprado. Era de adulto. De color gris desvaído. La recogió y la inspeccionó. La etiqueta estaba parcialmente arrancada, pero el olor era inconfundible: colonia. No el aroma afrutado del detergente que ella usaba.

Su corazón latió más rápido.

Retrocedió y miró el armario de nuevo. ¿Alguien había estado en la casa? ¿Alguien había usado el armario? ¿Pero cómo? Siempre mantenía las puertas cerradas con llave, tenía un sistema de seguridad y Claire no había mencionado a nadie.

Emily llamó a su vecino, Mike, que vivía al lado y a veces cuidaba de Claire cuando ella trabajaba hasta tarde. Él aceptó venir a echar un vistazo.

Juntos revisaron el armario de nuevo. Mike examinó el panel trasero y golpeó las tablas de madera.

—Aquí hay un hueco —dijo, agachándose—. Este panel no está alineado con la pared.

Emily se arrodilló junto a él. Palparon el interior del armario. Finalmente, Mike encontró un pequeño pestillo—un seguro imperceptible entre dos tablas. Lo presionó, y el panel trasero crujió.

Se movió.

Lo jaló un poco, revelando un espacio oscuro. No era grande, pero se adentraba lo suficiente en la pared para resultar alarmante.

—Dios mío —susurró Mike—. Esto no debería estar aquí.

A Emily se le cayó el alma al suelo. —¿Qué demonios es esto?

Dentro del espacio había latas vacías de refresco, una manta sucia y una linterna.

Los pensamientos de Emily se arremolinaron—alguien había estado escondiéndose ahí. Alguien tenía acceso a su casa. Y Claire lo sabía. Claire había visto algo, o a alguien, y había tenido demasiado miedo para contárselo.

Y ahora lo entendía.

Emily se quedó paralizada, mirando el hueco detrás del armario de Claire. La realidad de lo que estaban viendo se le vino encima—esto no era un miedo infantil. Claire no se lo estaba imaginando. Alguien…

Mike se detuvo.

Emily asintió, apenas escuchándolo. Sus manos temblaban mientras marcaba el 911 y daba una breve explicación a la operadora. Los oficiales llegaron en diez minutos.

Los oficiales—uno mayor, otro más joven—inspeccionaron el armario y luego el compartimento oculto.

—No es un espacio de acceso terminado —dijo el mayor, iluminando la pared con una linterna—. Parece que alguien quitó el aislamiento entre las paredes y creó una cavidad. Probablemente usó herramientas de la casa para cortar el panel de yeso.

A Emily se le secó la garganta. —¿Entonces esto fue… reciente?

—Muy reciente —confirmó el más joven—. ¿Su hija nunca mencionó haber escuchado algo? ¿O haber visto a alguien?

Emily negó con la cabeza, luego se corrigió. —Dijo que no quería abrirlo. Eso es todo. Y… ha estado teniendo pesadillas. No duerme con la luz apagada.

Los oficiales intercambiaron una mirada.

—Señora —dijo el mayor con cuidado—, necesitamos preguntarle algo difícil. ¿Conoce a alguien que pudiera tener motivos para entrar a su casa sin permiso? ¿Alguien con una llave? ¿Un ex, un vecino, un contratista?

Emily parpadeó. —No. O sea… cambié las cerraduras hace un año. Después del divorcio. Mi exesposo—Mark—se mudó a otro estado. No hemos hablado en meses.

—¿Podría haber regresado? —preguntó el oficial—. ¿Quizá vino sin que usted lo supiera?

Ella dudó. —No lo creo. Pero lo comprobaré.

Tras revisar el espacio, la policía confirmó que había señales de ocupación reciente—envoltorios de comida rápida, un cargador de teléfono roto enchufado a una extensión eléctrica oculta detrás del calentador de zócalo. Quien se había estado escondiendo allí tenía electricidad, comida y acceso.

Pero lo que más heló la sangre de Emily fue un dibujo infantil, medio arrugado bajo la manta. Era de Claire. Un muñeco de palo con mandíbula cuadrada y manos grandes, de pie dentro de una caja. A su lado, una figura más pequeña—Claire—con una mueca dibujada en crayón rojo. Encima de ellos: No hables. No mires. No digas.

A Emily se le doblaron las rodillas. Se sentó en la cama, incapaz de respirar.

Esa tarde, Claire llegó a casa y vio dos patrullas afuera. Miró a su madre, con los ojos muy abiertos.

—¿Ya se fue? —susurró.

Emily se arrodilló y la abrazó con fuerza. —Cariño, ¿por qué no me dijiste que había alguien en la casa?

Claire bajó la mirada. —Dijo que si te lo decía, te haría daño. Dijo que estaba mirando. Todas las noches.

Emily la abrazó más fuerte, esforzándose por mantener la calma. —¿Sabes quién era?

Claire asintió. —Dijo que se llamaba Chris. Me dijo que no gritara.

Emily se congeló.

Chris era el nombre del hermano mayor de Mark—el tío de Claire—a quien no había visto en años. Un vagabundo, exconvicto, y alguien que siempre le había causado mucha incomodidad las pocas veces que lo conoció. Después del divorcio, Mark mencionó que Chris había vuelto a rehabilitación.

Se levantó y llamó al oficial. —Creo que sé quién fue.

Días después, las autoridades confirmaron que las huellas dactilares del espacio oculto coincidían con las de Christopher Carter. Tenía un largo historial—allanamiento, posesión de drogas, y una orden de restricción que Emily había olvidado que interpuso años atrás tras un incidente amenazante. Había salido recientemente de una casa de rehabilitación en Medford. Nadie había sabido de él desde entonces.

Había estado viviendo en sus paredes.

Se emitió una orden de arresto. La policía recorrió el vecindario, pero Chris había desaparecido.

Se cambiaron las cerraduras de nuevo. Se retiró el armario. Se selló el espacio oculto.

Claire comenzó a ver a una terapeuta infantil, y poco a poco, volvió a dormir. Pero el miedo persistía. Miraba por encima del hombro en habitaciones vacías. Se congelaba ante el crujido de una tabla del suelo.

Emily nunca se perdonó no haber visto las señales antes.

Un mes después, llegó una postal por correo. Sin remitente. En el frente, una foto de la costa de Oregón. Al reverso, una sola frase, escrita en letras de imprenta:

“Dile a Claire que extraño nuestras pequeñas charlas.”