
El sol de la tarde caía sobre el desierto de Sonora como una plancha encendida, dispuesto a borrar a los vivos. La carretera estaba desierta cuando la vi: una mujer vestida de blanco, el rostro cubierto de polvo, los ojos perdidos en el horizonte. No corría; avanzaba como quien huye de algo que no se ve. Su vestido de novia, rasgado, y en sus manos, un ramo de flores marchitas de una boda que no había terminado. Frené el camión y sentí que el tiempo se detenía. No supe por qué lo hice. Tal vez porque aquella mirada atravesó mi alma. No sabía quién era ni adónde iba, pero entendí que, desde ese momento, mi vida ya no sería la misma. Dicen que en la carretera uno encuentra de todo: almas perdidas, amores imposibles, verdades que deberían quedar enterradas. Esa noche, entre el rugido del motor y el silencio del desierto, descubrí algo que aún hoy me quita el sueño.
El asfalto parecía derretirse frente al parabrisas y el aire caliente se colaba por las rendijas del Kenworth como si el infierno respirara dentro de la cabina. Llevaba horas manejando con los ojos cansados y el corazón más cansado todavía. Pensaba en mi hijo, en promesas rotas, en esas cosas que uno intenta dejar atrás, pero la carretera se encarga de devolvértelas. Salí de Hermosillo al alba, cuando el cielo aún tenía un azul profundo antes del calor infernal. En la caja, nada especial: repuestos para una maquiladora en Nogales. Otra ruta, otro día, otro intento de olvidar. Pero el desierto no permite olvidar; cada kilómetro es una página de un libro que no quieres leer, y sin embargo pasas.
El tablero marcaba 43º. El aire acondicionado había muerto dos días atrás y yo no lo había arreglado; quizá no quise. A veces el calor recuerda que estás vivo, aunque duela. La radio escupía estática entre canciones viejas de Vicente Fernández y Los Tigres del Norte: historias de pérdidas, traiciones, hijos que no regresan. La apagué. El silencio me hacía mejor compañía.
Entonces la vi. Al principio creí que era un espejismo: una mancha blanca bailando en la reverberación. Pero al acercarme, reduje velocidad y entrecerré los ojos: era una mujer. Caminaba descalza, al borde del asfalto, con el vestido de novia hecho trizas y el velo cubriéndole el rostro. El polvo la rodeaba como una nube, como si fuese parte del paisaje, hija de la tierra. Frené sin pensar. Los frenos chillaron y el camión se detuvo con un gemido que se perdió en el silencio.
Me quedé con las manos en el volante, sin saber qué hacer. En esa carretera uno ve de todo: coyotes llevando gente al otro lado, mercancías de narcos, familias huyendo hacia una vida mejor. Pero nunca una novia sola a pleno sol. Me asomé por la ventana y grité: “¡Está bien, señorita!”. Ella levantó la vista: labios partidos por la sed, ojos rojos de tanto llorar, un ramo de flores secas en las manos, tan secas que parecían de papel. No tenía miedo, pero su tristeza me atravesó como una navaja. Era una tristeza que uno reconoce cuando la ha cargado demasiado tiempo.
“Solo necesito llegar a alguna parte”, dijo con una voz frágil, a punto de romperse. Abrí la puerta. Subió despacio, agarrándose al marco con manos temblorosas, arrastrando el vestido por los escalones. Se sentó a mi lado, todavía con el velo sobre el rostro. El silencio pesó más que el calor. Puse el camión en marcha. El motor rugió y avanzamos. El cielo se pintaba de naranja y las sombras del desierto se alargaban como fantasmas. La miré de reojo: las manos cruzadas en el regazo, apretando el ramo muerto como si fuera lo único que la ataba al mundo.
Recorrimos kilómetros sin hablar. El desierto, infinito e implacable, se extendía a ambos lados: cactus con los brazos al cielo pidiendo clemencia; rocas enormes dibujando sombras afiladas. Todo quieto, como si el mundo contuviera la respiración.
Entonces habló sin mirarme: “Hoy debía casarme, pero no pude”. Su vestido ardía con el brillo del atardecer, como fuego blanco. “¿Por qué?”, pregunté, temiendo la respuesta. Respiró hondo, un suspiro que venía de un sitio donde el tiempo ya no significa nada. “Porque hay promesas que no se rompen, ni siquiera después de la muerte”.
Un escalofrío me corrió pese al bochorno. Sus dedos jugaron con un anillo colgado de una cadena en su cuello: plata sencilla, una piedra pequeña que encendía la luz. “Hace tres años”, continuó, “debía casarme con el amor de mi vida. Se llamaba Adrián. Era trailero, como usted. Hacía la ruta Hermosillo–Nogales sin parar. Decía que ahorraríamos, que tendríamos una casa, que dejaríamos todo esto atrás. Pero nunca llegó a la iglesia. Tuvo un accidente en esta misma carretera”. Bajó la mirada y apretó tanto las manos que se le pusieron blancos los nudillos. “Y lo peor —susurró— es que fue por mi culpa”.
Tragué en seco. “¿Qué pasó?”, logré preguntar. “Discutimos la noche antes. Tonterías. Yo estaba nerviosa, asustada. Le dije cosas horribles. Le rogué que no manejara, que se quedara. Se fue furioso: ‘Necesito aire, pensar’. Lo seguí en mi carro. Iba borracha, llorando. No vi las luces a tiempo…”. Su voz se quebró, pero no lloró: parecía que ya no le quedaban lágrimas. “Desperté en el hospital. Me dijeron que su camión ardió, que no pudieron sacarlo, que murió gritando mi nombre. Desde entonces no duermo. Desde entonces no me siento viva”.
En su tono no había locura, solo un cansancio antiguo, de hueso. “Hoy iba a casarme con otro hombre —dijo con una sonrisa amarga—. Un buen hombre, que me quiere. Mi familia insistió: que debía seguir, que Adrián habría querido mi felicidad. Pero al verme esta mañana con este maldito vestido, lo sentí detrás de mí. Vi su reflejo en el espejo. Me dijo que no lo hiciera. Que lo esperara”. Miraba el horizonte, como si aguardara que alguien apareciera de polvo y luz. “Por eso corrí. Salí de la iglesia con todos gritando mi nombre. Corrí sin mirar atrás. No sé cuánto caminé. Horas, tal vez días. Y terminé aquí, donde él murió”.
Encendí la radio para romper el silencio, pero solo chisporroteó y murió. Golpeé el tablero. Nada. Seguimos en silencio. Las estrellas asomaron una a una, agujeros en una manta negra. El desierto se volvió mar oscuro, y las luces del camión, cuchillos abriendo la noche. La iluminación del tablero dibujaba sombras en su rostro, dejándolo más pálido, más irreal. Cerró los ojos y sonrió apenas: una sonrisa triste que no alcanza a los ojos. “¿Sabe, don? No hay castigo más grande que seguir viva cuando por dentro ya te fuiste. El corazón late; ya no sientes. Respiras; el aire no sabe a nada”.
Sus palabras me tocaron donde más duele. Yo también cargaba culpas. Mi hijo murió años atrás en un accidente, en la misma ruta que yo, queriendo ser trailero como su padre. Tenía 19. Le supliqué que estudiara, que hiciera algo mejor, pero no me escuchó. Quiso demostrarme que podía. Una noche, en una curva cerca de Magdalena, se durmió al volante. Nunca pude perdonarme no haberlo detenido, no haber sido mejor padre, haberle enseñado a amar una carretera que mata a quienes la aman. “Tal vez nadie muere del todo mientras alguien lo recuerda”, dije, más para mí que para ella. Me miró con ternura, como entendiendo cada palabra. “Entonces quizá él sigue aquí”, respondió. “Y quizá yo llevo tres años muerta sin darme cuenta”.
La noche se cerró deprisa, como una boca. “¿A dónde va?”, le pregunté. “A ninguna parte. Solo lejos. A donde sea que me lleve esta carretera”. Pensé decir que todas las carreteras llevan a algún sitio. No era verdad: algunas giran en círculos y te devuelven siempre al lugar del que huyes.
Cruzamos un poblado dormido. Luces tenues en ventanas pequeñas, un perro cruzando en carrera, y en la esquina, un letrero oxidado: “Caborca 5 km”. Ella se enderezó y susurró apenas: “Ahí me bajo”. “¿Segura? No hay nada, solo desierto”. “Lo sé. Pero es donde necesito estar”.
Frené en un cruce vacío. Sin luces ni casas: solo la carretera perdiéndose en la oscuridad. El viento levantaba remolinos de arena que danzaban como espíritus. Abrió la puerta despacio. Antes de bajar, se quitó el velo y me lo entregó. “Gracias por detenerse”, dijo. “No todos lo hacen. La mayoría pasa de largo, como si no me vieran”. Intenté preguntarle su nombre, pero ya estaba descendiendo. Caminó hacia la negrura. El vestido flotaba como humo blanco, y parecía no dejar huellas en la arena. La vi alejarse hasta volverse sombra, mancha, nada.
Me quedé con el velo en las manos, sin saber qué hacer. Parte de mí quiso seguirla; la otra, curtida por demasiadas cosas extrañas en esa carretera, me pidió dejarla ir. Arranqué y avancé unos kilómetros hasta una gasolinera vieja de dos bombas y un neón parpadeante de “ABIERTO”. Necesitaba un café para creer que todo había sido real. Adentro, un viejo con lentes gruesos y camisa a cuadros. Pedí café y me senté en un taburete rojo. Estaba horrible: amargo y frío. Igual lo bebí.
Entró un policía robusto, unos cincuenta, bigote, placa que decía RAMÍREZ. Pidió un refresco y me miró de reojo, esa mirada de quien presiente que algo no cuadra. “¿Todo bien, amigo?”. “Sí”, respondí, sin estar seguro. “Recogí a una muchacha vestida de novia en la carretera. La dejé en el cruce hace unos minutos”. El hombre se quedó inmóvil, el refresco a medio camino. Entró otro policía y ambos me miraron con una expresión indescifrable. “¿Una novia?”, preguntó Ramírez, tenso. “Sí. Joven, de blanco, descalza. Llevaba flores muertas”. Dejó el refresco, se acercó. Su compañero cerró la puerta. “Señor —dijo en voz baja—, esa historia no puede ser. Esa mujer murió hace tres años, en ese cruce”.
Reí nervioso; sonó falso incluso para mí. “No. Yo la vi. Hablé con ella. Subió a mi camión. Me contó su historia: murió el día de su boda”. Me interrumpió: “Se llamaba Elena Márquez. Iba a casarse con un trailero llamado Adrián Soto. Él murió en un accidente dos noches antes. Ella no lo soportó. Se vistió de novia y se lanzó frente a un camión en ese cruce. Murió al instante”.
Hizo una pausa, con algo parecido a la compasión. “Dicen que aparece cada año, buscando al trailero que la esperaba. Algunos dicen que busca a Adrián, otros que busca perdón. No lo sabemos. Pero usted no es el primero en verla, ni será el último”.
La taza se me resbaló. El café se esparció como sangre en el linóleo. Salí corriendo al camión con el corazón golpeándome el pecho. Abrí la puerta y subí de un salto. El asiento del copiloto estaba vacío. El cinturón torcido, como recién usado, pero ningún rastro: ni huella, ni pelo. Solo el velo, doblado con cuidado sobre la alfombra, como dejado a propósito. Lo tomé entre las manos: limpio, sin polvo. A pesar del desierto, olía a flores, a lluvia vieja, a algo que no pertenece a este mundo.
Entonces lo entendí: la carretera no solo carga mercancías; también transporta almas que buscan destino. Almas sin reposo por asuntos pendientes, palabras no dichas, perdones nunca pedidos. Me quedé temblando, mirando la negrura más allá del parabrisas. Las luces de la gasolinera parpadeaban atrás; adelante, nada. Los policías se acercaron y golpearon la ventana. Bajé el cristal. “¿Está bien?”, preguntó Ramírez. “No lo sé”, respondí. “Pasa seguido —dijo el otro—. Esta carretera tiene demasiadas historias, demasiados muertos. A veces parece que vivos y muertos comparten el mismo camino”. Ramírez asintió: “Lo mejor es seguir. No mire atrás. Y si pasa de nuevo por ahí, no se detenga en ese cruce”.
Yo supe que no haría caso. Cada vez que cruzara por allí, bajaría la velocidad. Miraría al desierto esperando verla otra vez.
Conduje toda la noche. No quería dormir: al cerrar los ojos, la veía sentada a mi lado con su blanco desgarrado y su tristeza insondable. Llegué a Nogales al amanecer. Descargué y me quedé mirando el velo sobre el tablero. Lo doblé y lo guardé en mi caja de metal bajo el asiento, donde pongo lo que importa: la foto de mi hijo, una medalla de San Cristóbal de mi madre, y ahora el velo de Elena. Desde esa noche, al pasar por el kilómetro 247, aflojo el pie, bajo la velocidad y dejo la puerta del copiloto entreabierta por si decide volver, por si necesita que alguien escuche. Hay fantasmas que no asustan: buscan perdón, compañía, o solo que alguien les recuerde que fueron reales.
A veces, cuando el motor calla y la noche me envuelve, juro sentir su perfume: suave y dulce, como flores después de la lluvia. No tengo miedo. Solo una tristeza mansa que me acompaña como vieja amiga, sentada a mi lado, recordándome que todos llevamos nuestros propios fantasmas. Dicen que los traileros somos de hierro, sin miedo. Nadie sabe cuánto pesa el silencio después de hablar con un alma que no pertenece a este mundo. Nadie entiende la carga de historias que nadie cree, de secretos que arden por dentro y no puedes compartir.
El velo sigue en la caja. A veces lo saco y lo miro bajo la luna, y siempre vuelven sus ojos tristes, su voz quebrada, su amor que ni la muerte borró. He hablado con otros traileros en paradas y comedores nocturnos; varios dicen haberla visto. Un hombre de Chihuahua asegura que la recogió en una noche de lluvia: ella lloró todo el camino y, al dejarla en el cruce, desapareció ante sus ojos. Otro cuenta que la vio en medio de la carretera, frenó, bajó… y ya no estaba. Cada quien tiene su versión, pero todos coincidimos: Elena Márquez sigue buscando. A Adrián. El perdón. Una paz que no halló en vida ni en muerte.
Yo ya no temo morir en esta carretera. He visto demasiado; he perdido demasiado. Mi hijo murió. Mi esposa me dejó. Me queda este camión y esta cinta infinita que a veces no lleva a ninguna parte. Si un día tengo un accidente y ardo como Adrián, sé que alguien me recordará. Sé que mi historia se contará en las paradas de camiones, en gasolineras solitarias, entre hombres que entienden que la carretera es más que asfalto y líneas: es un cementerio largo, lleno de quienes no llegaron a casa, de sueños que murieron en curvas, de amores apagados con el último aliento. Cada ruta guarda un secreto; cada curva, una historia. La mía se viste de blanco y camina sola por el desierto, esperando a alguien que no volverá.
Esa noche, frente al cruce donde la dejé, supe que no era un espejismo ni una locura: era Elena, la novia que murió hace tres años lanzándose contra un camión tras la muerte de Adrián. Su velo limpio, su perfume imposible, la confirmación de los policías, la forma en que desapareció de mi cabina sin dejar rastro. La carretera, esa línea interminable, se abrió como un umbral donde vivos y muertos comparten el mismo carril, separados apenas por una puerta entreabierta y la voluntad de quien decide detenerse.
Sigo pasando por el kilómetro 247. Sigo bajando la velocidad. Sigo dejando la puerta del copiloto abierta por si acaso. Porque en esta carretera nunca se sabe cuándo uno necesitará compañía, o cuándo se convertirá en el fantasma que otro trailero recogerá en una noche de calor, cuando el desierto arde y las sombras bailan sobre el asfalto. La carretera nos espera a todos, y tarde o temprano terminamos siendo parte de ella: otra historia contada en la oscuridad, cuando los vivos y los muertos comparten el camino. Y si la vuelvo a ver, la subiré de nuevo. Escucharé su voz. Y el velo, en mi caja, seguirá diciendo que fue real. Que lo sigue siendo. Que hay promesas que ni siquiera la muerte puede romper.
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