“Lo que el silencio no pudo ocultar”
Andrea Martínez despertó ese martes con el olor a café recalentado y el silencio habitual en la casa. Desde hacía meses, su esposo, Julián, salía temprano sin decir adiós. Solo el portazo marcaba su ausencia. Ella, como siempre, recogía los platos de la noche anterior, preparaba su lonche y encendía su computadora para trabajar desde casa. Era contadora en una pequeña firma en Guadalajara.
Llevaban casi cinco años casados. Los primeros dos, llenos de planes y promesas. Los siguientes tres, una rutina sin palabras. Julián, chofer de tráiler, pasaba más tiempo en carretera que en casa, y cuando regresaba, parecía llevar consigo una nube de desinterés que se extendía por todo el departamento.
Andrea había aprendido a no exigir. En vez de discutir, se enfocaba en su proyecto personal: comprar un departamento. Llevaba dos años ahorrando cada peso que podía, soñando con dejar atrás el alquiler, con tener algo propio, algo suyo.
—Ya casi, solo unos meses más y podremos dar el enganche —le dijo a Julián una noche, mostrando en su tablet los planos de un departamento en Zapopan.
—Ajá —murmuró él sin levantar la vista del celular—. Tú dime cuándo firmamos.
Andrea sintió una punzada en el estómago. No por la falta de entusiasmo, sino por la costumbre que ya tenía de no esperar nada de él.
Todo cambió un miércoles. Julián, en su apuro por llegar a la central, dejó su teléfono en la mesa del comedor. Andrea lo notó, pero no lo tocó. No tenía por qué hacerlo. Hasta que sonó tres veces seguidas. El nombre en la pantalla: “Leo R”.
Conocía a Leo. Era el mejor amigo de Julián desde la secundaria. Bromista, siempre con un tono entre sarcástico y arrogante. Andrea dejó sonar. Luego una notificación de mensaje iluminó la pantalla:
“¿Y cuándo firmas? No puedo creer que te saldrá gratis media propiedad, bro jajaja”.
Andrea sintió que el piso bajo sus pies se movía. Se acercó al teléfono. No, no iba a mirar. No era su estilo.
Pero leyó.
“Mi esposa está a punto de comprar el depa. En cuanto lo ponga a nuestro nombre, pido el divorcio. Mitad es mía por ley”.
El aire se fue de sus pulmones. Leyó el resto de la conversación. Planes detallados. Fechas. Incluso la burla de que Andrea “ni se imaginaba que trabajaba para él”.
Lloró en silencio. No de tristeza. De rabia. De humillación.
No dijo nada esa noche. Julián regresó tarde, cansado, se metió a la regadera y luego se tiró en el sofá. Andrea lo observaba como si fuera un extraño. Y en su cabeza, el plan empezó a tomar forma.
Pasaron tres semanas. Andrea fingió normalidad. Incluso le pidió ayuda a Julián para firmar unos documentos para el crédito. Él, confiado, firmó sin mirar, creyendo que eran papeles para avanzar con la compra.
Lo que firmó, en realidad, fue una renuncia a cualquier derecho sobre el inmueble, redactada con la ayuda de un abogado amigo de Andrea. También firmó un documento donde cedía su parte del ahorro conjunto como “donación voluntaria”.
—¿Ya estás emocionado por tener nuestro lugar? —le dijo Andrea una noche mientras cenaban tortas ahogadas.
—Claro. Ya me urge tener algo que valga la pena —respondió él, sin saber cuán cierto era… pero no como pensaba.
El día que Andrea firmó la compra del departamento, fue sola. Llevaba el documento con la firma de Julián, validado ante notario. El inmueble quedó a su nombre único y exclusivo. Se sintió libre por primera vez en años.
Esa noche, celebró sola con una copa de vino.
Una semana después, Julián llegó con una sonrisa extraña.
—Tengo que decirte algo —le dijo—. Últimamente he estado pensando mucho. Ya que el depa está comprado, creo que lo mejor es que cada quien siga su camino.
Andrea respiró hondo.
—¿Estás seguro?
—Sí. Lo nuestro ya no da para más.
—Perfecto. Yo también quería hablar contigo. Mañana vienen los de la mudanza. Me voy al departamento. Tú te puedes quedar aquí hasta fin de mes. Lo pagué por adelantado.
—¿Cómo que “te vas”? El depa es de los dos…
Andrea se levantó, fue al cajón y sacó una carpeta. Dentro, copias de todos los documentos firmados.
—Leí tus mensajes con Leo —dijo, mirándolo a los ojos—. Gracias por firmar todo sin leer.
Julián palideció.
—Eso no… tú no puedes…
—Puedo. Y lo hice. El departamento está a mi nombre. Tú no tienes derecho a nada. Pero tranquilo… no te voy a demandar. Solo te pido que no me busques más.
Julián no dijo nada. Por primera vez en años, no tuvo una respuesta lista.
Andrea se mudó ese fin de semana. El departamento olía a pintura fresca y promesas nuevas. Desde el balcón, vio cómo el sol se colaba entre los edificios, iluminando su nueva vida.
Puso una maceta en la ventana, sirvió café y sonrió.
Ya no estaba sola.
Estaba consigo misma.
Y eso bastaba.
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