El peso del cariño y el vuelo del alma

En los salones dorados de la mansión Vázquez de Coronado en 1847, bajo la luz incierta de los candelabros de cristal, vivía Jimena, una joven de veinticuatro años llamada así en honor a su abuela, aunque su nombre parecía encerrar una desgracia más que una promesa. Sus mejillas redondas, su figura robusta y sus ojos color miel, que hubieran sido toques de belleza en otro contexto, se convirtieron en cadenas. Desde que cumplió quince años y no logró atraer siquiera una mirada de algún pretencioso en su debut social, fue convertida en un espectáculo de compasión —o burla— en la alta sociedad.

—Mira cómo vuelve a servirse de los dulces —susurró su madre, Doña Guadalupe, observándola desde el balcón de mármol que dominaba el jardín principal, tan bello y severo como ella misma—. Una dama de su categoría debería tener más autocontrol.

Jimena sintió aquellas palabras como cuchillos al rojo vivo hiriendo su corazón ya vulnerable. Se refugiaba entonces entre los volúmenes polvorientos de la biblioteca de su abuela y en los dulces que robaba por la noche, cuando nadie la veía.

Su padre, Don Patricio Vázquez de Coronado, un hombre de sesenta años con canas que narraban décadas de poder, la observaba con desaprobación desde su despacho, rodeado de mapas y libros. Sus otros cinco hijos se habían casado estratégicamente y habían multiplicado la fortuna y poder político de la familia. Jimena, en cambio, era una carga que se agrandaba con los años sin matrimonio.

La noche del gran baile fue la apuesta final. Doña Guadalupe había invertido una fortuna en un vestido azul real bordado en hilo dorado, creyendo que así desviarían las miradas de su cuerpo. Pero al bajar por la escalinata de mármol, los cuchicheos fueron puñales:

—¿Quién querría bailar con una ballena?

Jimena aferró su abanico, escondiendo el temblor. Se sentó junto a las matronas mayores, viendo a jóvenes bailar con pretendientes sin que uno se acercara siquiera. Ella sonrió con dignidad, aunque por dentro se desmoronaba.

Al regresar a la carruaje dorada, el silencio hablaba más que cualquier reproche.

Al día siguiente, Don Patricio la citó en su despacho, ante los muros repletos de volúmenes jurídicos y planos de los latifundios familiares.

—Jimena —comenzó, sin mirarla—. No puedes continuar siendo el lastre que retrasa el avance de esta familia.

El puño del hombre golpeó la tarima con furia. Jimena contuvo el llanto y pronunció las palabras que cambiarían su destino:

—Padre, si este cuerpo es una vergüenza para usted… lo doy en castigo. Y quiero hacerlo donde mi corazón pueda encontrarse realmente con su sol.

Don Patricio, perplejo, oyó que frente a la puerta estaba un guerrero apache, enviado por él para corregir con severidad el desdén hacia la sangre indígena de su linaje. La presencia del apache hizo que Jimena sintiera un fuego extraño en el pecho.

El guerrero miró a Jimena sin juzgar, con ojos que le hablaban de libertad. No era castigo. Era más bien una prueba, como si la tierra misma la tomara de la mano para recordarle que el amor puede surgir en la adversidad. Lo supo cuando él no alzó la espada, sino que se inclinó ante ella con respeto.

Después de esa noche, Jimena desapareció de los salones dorados, pero no de la historia de su gente. Aprendió la lengua y las costumbres del Apache, y con el tiempo se convirtió en puente entre dos mundos: el blanco de su linaje aristocrático y el indio de su espíritu libre.

Regresó años después, no como la joven despreciada, sino con el valor tranquilo de quien conoce su propia fuerza. No llevaba joyas, solo su actitud renovada. Su padre la reconoció no como una carga, sino como la hija que había sido siempre, aunque los demás no lo veían: digna, fuerte, con un amor por la vida más puro y auténtico que cualquier ostentación.

Y así, sin nada más que su alma en paz, se plantó frente a los viejos espejos de la mansión y sonrió. La alta sociedad siguió murmurando, pero sus palabras ya no eran puñales, sino ecos que rebotaban en el vacío de la condescendencia.