Cuando recién se casó, Marisol creía que era la mujer más feliz del mundo.
Su esposo, Diego, era un hombre tranquilo, trabajador, responsable.
Salía temprano a la oficina y regresaba siempre a casa, callado, amable, sin alzar la voz.
Pero apenas pasaron unas semanas cuando Marisol comenzó a notar algo extraño.

Cada noche, Diego esperaba a que ella se durmiera profundamente,
y entonces se levantaba con sigilo, salía del dormitorio
y se iba al cuarto de su madre, doña Teresa,
que vivía en la habitación contigua.
Al principio, Marisol intentó tranquilizarse.
“Seguro va a verla porque está mayor, o enferma”, se decía.
Pero noche tras noche era igual.
Incluso cuando llovía, hacía frío o tronaba la tormenta,
él seguía cruzando el pasillo para dormir con su madre,
mientras ella quedaba sola, encogida en la cama.
Un día le preguntó directamente,
y él respondió con serenidad:
—Mamá tiene miedo de dormir sola.
Tres años pasaron así.
Marisol ya no protestaba, pero por dentro se consumía.
Se sentía una extraña en su propio hogar.
A veces doña Teresa dejaba caer comentarios en tono amable pero punzante:
“Un hombre que ama a su madre es una bendición para su esposa.”
Marisol solo sonreía débilmente, sin replicar.
Todos alrededor la felicitaban: “Tu esposo es muy bueno, muy devoto.”
Pero ella sabía que algo no estaba bien.
Tres años, cada noche, con su madre… eso no podía ser normal.
Aquella noche, incapaz de dormir,
Marisol vio el reloj marcar las dos de la madrugada.
Diego se movió suavemente, se levantó, y como siempre,
salió del cuarto.
El corazón de ella se agitó.
Esta vez, la curiosidad y el dolor pudieron más que el miedo.
Apagó la luz, abrió la puerta despacio y lo siguió,
pisando con cuidado el suelo del pasillo.
Vio cómo Diego abría la puerta del cuarto de su madre
y la cerraba detrás de sí.
Marisol se acercó, conteniendo la respiración,
y apoyó el oído contra la madera.
Desde dentro, se escuchó la voz cansada de doña Teresa:
—Hijo, tráeme la pomada, por favor… me arde mucho la espalda.
La voz de Diego respondió con ternura:
—Sí, mamá, recuéstese un poco, yo se la aplicaré.
Marisol sintió un nudo en la garganta.
Empujó la puerta apenas un poco y miró.
Diego estaba sentado al borde de la cama,
con guantes puestos, aplicando pomada en la espalda de su madre.
La piel de doña Teresa estaba llena de erupciones rojas,
y su expresión mostraba dolor.
Marisol se cubrió la boca para no sollozar.
No lo podía creer.
Durante todo ese tiempo, su suegra había disimulado,
usando siempre ropa de manga larga,
hablando y riendo como si nada le pasara.
Pero por las noches, las heridas le dolían tanto
que no podía dormir sola.
Diego, incapaz de dejarla sufrir,
llevaba tres años cuidándola en silencio.
—Perdón, mamá… por no poder aliviarle el dolor —dijo Diego con voz temblorosa.
—Hijo, ya estás casado. No quiero que tu esposa se sienta mal… —susurró ella.
—Ella lo entenderá. Solo quiero que esté bien.
Afuera, Marisol cayó de rodillas.
Las lágrimas le corrieron por las mejillas sin control.
Tres años pensando mal de su esposo,
tres años de dolor y desconfianza…
y él solo había sido un hijo amoroso.
Volvió a su habitación sin hacer ruido.
A la mañana siguiente, cuando Diego salió a trabajar,
Marisol fue a la farmacia, compró una pomada suave y toallas limpias,
y tocó la puerta de doña Teresa.
—Mamá, déjeme ayudarla —dijo con voz temblorosa—.
Desde hoy, yo le pondré la pomada,
para que Diego pueda descansar.
Doña Teresa la miró en silencio,
los ojos llenos de lágrimas.
Luego asintió despacio.
—Gracias, hija… gracias.
Esa noche, por primera vez en tres años,
Diego durmió toda la noche al lado de Marisol.
Le tomó la mano con fuerza y murmuró:
—Gracias por entenderme.
Ella sonrió entre lágrimas.
—Perdóname por no haberte entendido antes.
Él la abrazó.
Y en ese momento, el pequeño dormitorio se llenó de paz.
Marisol comprendió que la felicidad no siempre está en ser amada sin medida,
sino en entender y compartir el peso silencioso del amor verdadero.
Desde aquel día, cada noche,
Marisol preparaba agua tibia y pomada para cuidar a doña Teresa.
La salud de la mujer mejoró poco a poco,
su sonrisa volvió a iluminar la casa,
y Diego, liberado del peso de la culpa,
se convirtió en un esposo aún más cariñoso.
Todas las dudas se disiparon,
dejando solo gratitud, ternura y comprensión.
Marisol pensó entonces:
“Si aquella noche no lo hubiera seguido,
quizás habría pasado mi vida entera sin saber
cuán grande era, en verdad, el corazón del hombre con quien me casé.”
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