Una joven con el hábito roto corría bajo el sol implacable, sin saber que su huida la llevaba directamente al hombre que cambiaría su vida para siempre. Él, un pistolero retirado que solo buscaba paz, encontraría en su desesperación una razón para volver a luchar. Un acto brutal y desesperado los uniría, forjando un lazo inquebrantable para protegerla de un malo peor que se acercaba.
El Sol de Texas en 1901 no tenía piedad. Castigaba la tierra agrietada, las plantas espinosas y a cualquier insensato que se atreviera a desafiar su dominio al mediodía. El ara corría y cada bocanada de aire era como tragar fuego.
Sus pulmones ardían, sus piernas temblaban por un agotamiento que iba más allá de lo físico, adentrándose en el alma. El tosco tejido de su hábito de novicia, rasgado en las rodillas y manchado de polvo rojo, se pegaba a su piel sudorosa, una jaula de tela que le recordaba la prisión de la que acababa de escapar.
El convento de la Santa Misericordia. Qué nombre tan cruelmente irónico. No había misericordia en los ojos fríos de la madre superior a Annelice, ni en las raciones de pan duro y agua, ni en los encierros en la despensa oscura por la más mínima infracción.
Elara había aguantado el hambre, las humillaciones y el trabajo agotador, aferrándose a la fe que su madre le había inculcado antes de morir. Pero la noche anterior había cruzado un umbral del que no había retorno. El serif Thompson, un hombre corpulento con ojos de cerdo y un aliento que olía a whisky barato, había visitado el convento. Sus visitas eran cada vez más frecuentes y sus miradas sobre las novicias más jóvenes sobre ella, se habían vuelto más lascivas, más depredadoras.

La madre superiora no solo lo permitía, sino que parecía alentarlo, susurrando sobre las contribuciones generosas del serif al convento. Anoche, elara lo había escuchado reír con la superiora una risa gracienta y conspiradora. escuchó su nombre, entendió que su tiempo de protección se había acabado. No la querían por su devoción. La estaban preparando para ser vendida, para ser entregada a aquel hombre.
El pánico, frío y afilado, había superado su fe. Había escalado el muro del jardín durante el rezo de la madrugada, con las manos y las rodillas desolladas por la piedra áspera, y había corrido. Corrió sin rumbo, solo alejándose, con los latidos de su corazón martillando en sus oídos, ahogando los sonidos de los perros, que estaba segura, ya estarían buscando su rastro.
Ahora, horas después, el mundo se había convertido en un infierno borroso de calor y polvo. Su garganta era lija, sus labios estaban partidos, cada paso era una agonía. Tropezó con una raíz oculta y cayó de bruces. El impacto le sacó el poco aire que le quedaba. Se quedó allí en el suelo polvoriento, demasiado exhausta para moverse, demasiado asustada para rendirse.
Las lágrimas se mezclaron con el sudor y la tierra en su rostro. “Dios, ayúdame”, susurró con la voz shota. “Por favor, un milagro.” Y entonces lo oyó. El lento y pesado batir de cascos de caballo acercándose no era el galope frenético de una partida de búsqueda, era un paso mesurado, controlado.
Levantó la cabeza con un esfuerzo herculio, sus ojos desenfocados por el sol. Una silueta oscura se recortaba contra el cielo brillante, un hombre a caballo, grande e imponente como una montaña. El pánico volvió a atenazarla. Era uno de ellos. La habían encontrado. Se arrastró hacia atrás como un animal herido, buscando refugio detrás de un arbusto de mezquite.
Joaquín de la Rosa detuvo a su semental un robusto animal de color vallo llamado Sus ojos, acostumbrados a escrutar las vastas llanuras en busca de ganado descarriado o coyotes, se entrecerraron. No esperaba encontrar a nadie en esta parte de su rancho, la más alejada de la casa principal. Al principio pensó que era un espejismo del calor, pero la figura era real.
Una mujer joven vestida con los arapos de un hábito, acurrucada como un gorrión con el ala rota. Su rostro estaba oculto por una maraña de cabello castaño pegado a su frente, pero podía ver el temblor que sacudía su pequeño cuerpo. Joaquín no era un hombre de milagros, sino de realidades duras y verdades simples. A sus 34 años había visto suficiente violencia y traición como para llenar varias vidas.
Había sido un pistolero, uno de los buenos o de los malos, dependiendo de quien contara la historia. Pero esa vida de pólvora y sangre la había dejado atrás. Había comprado este rancho con el dinero ganado a pulso y a balazos, buscando el silencio, la redención en el trabajo honesto de la tierra, la paz.
Y esa mujer, esa imagen de pura desesperación, olía a problemas, el tipo de problemas que había jurado evitar. Desmontó con un movimiento fluido que desmentía su corpulencia. Sus botas levantaron pequeñas nubes de polvo mientras se acercaba lentamente con las manos a la vista para no asustarla más.
“Señorita”, dijo, su voz era un murmullo grave y áspero como piedras rodando. “¿Está usted bien?” El ara se encogió aún más. El hombre era alto, de hombros anchos. Llevaba una camisa gastada, pantalones de montar y un sombrero de ala ancha que ensombrecía su rostro. Pero incluso en la sombra pudo ver una mandíbula cuadrada cubierta por una barba de varios días, unos pómulos altos y unos ojos oscuros e intensos que parecían ver a través de ella.
Tenía una cicatriz delgada y blanca que cruzaba su ceja izquierda y desaparecía en la línea del cabello. Un mapa de una vida que ella no podía ni imaginar. Y colgado en su cadera bajo y amenazador había un revólver. Era un hombre peligroso. Lo sentía en la médula de sus huesos. Aléjese de mí, gimió, su voz apenas un susurro. Joaquín se detuvo a unos metros de distancia.
No voy a hacerle daño dijo con una paciencia que no sentía. Pero no puede quedarse aquí. El sol la matará antes del anochecer. Escaneó el horizonte. Una acción instintiva. Nadie la vista, pero eso no significaba nada. viene de alguna parte. La están buscando. El terror en los ojos de ella fue toda la respuesta que necesitaba. Eran ojos de un color avellana sorprendente, ahora dilatados por el pánico. Hizo un cálculo rápido.
Llevarla al pueblo era exponerla. Dejarla aquí era sentenciarla a мυerte. Solo quedaba una opción, una que le revolvía el estómago, llevarla a su casa, traer los problemas a su puerta. Suspiró un sonido áspero. Vamos. La llevaré a mi casa. Le daré agua y algo de comida. Luego decidiremos qué hacer.
se acercó y antes de que ella pudiera protestar, la levantó del suelo. Elara soltó un grito ahogado. Era asombrosamente ligera, como si no pesara más que un fardo de eno. Sus brazos la rodearon con una facilidad que la asustó y extrañamente la hizo sentir segura por un instante. Estaba demasiado débil para luchar. Apoyó la cabeza en su pecho, un muro de músculo duro bajo la tela de la camisa.
Olía a sudor, a cuero y a tierra, un olor abrumadoramente masculino que contrastaba con el incienso y la cera de velas del convento. La subió a su caballo y montó detrás de ella su cuerpo rodeándola, atrapándola. se movió a un paso lento y constante, y el ara sintió que el mundo se desvanecía en una neblina de calor, agotamiento y el ritmo constante del corazón del hombre a su espalda.
La cabaña de Joaquín era como él, sólida, austera y sin adornos innecesarios. Las paredes eran de troncos gruesos y oscuros, el suelo de tablones anchos de madera. Había una gran chimenea de piedra en un extremo, un catre de hierro en otro, una mesa robusta con dos sillas y una pequeña área de cocina.
Todo estaba limpio, ordenado, funcional. la dejó suavemente en una de las sillas que gimió bajo el peso repentino. El ara miró a su alrededor parpadeando para adaptarse a la penumbra. Se sentía como si hubiera entrado en la guarida de un oso. ¿Quién es usted? preguntó finalmente su voz todavía temblorosa.
Joaquín le tendió una taza de metal llena de agua fresca del pozo. Sus manos eran grandes y callosas, pero su movimiento fue sorprendentemente delicado. “Mi nombre es Joaquín. Este es mi rancho.” El árabe vio el agua con avidez, el líquido frío, un bálsamo para su garganta reseca. Le quemaba, pero era el dolor más bienvenido que había sentido en días. Gracias. susurró bajando la taza.
Sus ojos se encontraron por un segundo y ella apartó la vista cohibida. Él la observaba con una intensidad que la hacía sentir desnuda. Era como si pudiera ver su miedo, su pasado y los secretos que intentaba ocultar. “Ahora tú, dijo él, apoyándose contra la mesa, cruzando los brazos sobre su pecho.
¿Por qué una novicia corre por mi tierra como si el la persiguiera?” El ara se estremeció. No soy, no del todo. Iba a tomar mis votos el próximo mes. Eso no responde a mi pregunta. La dureza de su voz la hizo encogerse. Él, el convento, no era un buen lugar. La madre superiora era cruel y había un hombre, el serif del pueblo. Al mencionar al serif, Joaquín se enderezó. Sus ojos se oscurecieron.
El serif Thompson. El ara asintió. Las lágrimas volvieron a brotar. Me me quería para él. La madre superiora iba a No pudo terminar la frase. Un soy la ahogó. Joaquín maldijo en voz baja, una palabra gutural y fea que habría hecho que la helara de hace dos días se santiguara. Se acercó a la cocina y cortó un trozo de pan y queso, dejándolo frente a ella.
Coma, necesita fuerzas. El ara lo miró. Su expresión era indescifrable, una máscara de piedra tallada por el sol y los problemas. Pero en sus acciones había una extraña especie de cuidado, un cuidado práctico, sin ternura, pero cuidado al fin y al cabo. Comió en silencio, con la voracidad de quien no ha tenido una comida decente en meses.
Mientras comía, llegó otro hombre. Era mayor, de piel arrugada por el sol y cabello canoso, pero con una espalda recta y una mirada astuta. “Patrón”, dijo quitándose el sombrero al entrar. “Las reces del cercado norte están.” Se detuvo en seco al ver a Elara. Sus ojos se abrieron con sorpresa.
“Jaquín”, continuó el hombre con más calma. No esperaba compañía. Mateo, esta es. Joaquín vaciló sin saber cómo presentarla. Esta es una invitada. Se quedará aquí por un tiempo. Necesitaba ayuda. Mateo miró deara a Joaquín. Su expresión revelaba una larga historia compartida. Asintió lentamente. Por supuesto, patrón.
La sopa está casi lista. Se movió hacia el fuego como si tenera una monja fugitiva en la cabaña fuera un hecho cotidiano. Esa noche Elara durmió en el catre de Joaquín. Él insistió tomando una manta y extendiéndola en el suelo cerca de la chimenea. Ella protestó, pero él la silenció con una mirada.
Por primera vez en meses durmió en un colchón que no era de paja, bajo una manta que olía a él, una mezcla de cuero y jabón rústico. A pesar del miedo que aún la atenazaba, se sintió segura. El sonido de su respiración profunda y constante en la oscuridad era como un ancla en la tormenta de su vida. soñó con los ojos de cerdo del serif Thompson y se despertó con un grito ahogado.
Inmediatamente, la figura de Joaquín estaba a su lado, agachada en la penumbra. “¿Qué pasa? Una pesadilla”, susurró ella temblando. Él no dijo nada, simplemente extendió la mano y le apretó el hombro. Su toque era firme, sólido, real. El calor de su palma penetró la delgada tela de su camisón improvisado y llegó hasta su piel, calmando el temblor.
Se quedó así por un largo momento hasta que la respiración de ella se sosegó. Luego retiró la mano y volvió a su lugar en el suelo. Elara se quedó despierta por mucho tiempo, el calor fantasma de su toque persistiendo en su hombro.
Era un hombre de pocas palabras y gestos bruscos, pero había más en él de lo que mostraba. Los días siguientes se establecieron en una rutina extraña y frágil. Elara intentaba ayudar en la cabaña, limpiando, cocinando con la guía paciente de Mateo, remendando la ropa de Joaquín. Él la observaba a menudo desde la distancia, con esa expresión inescrutable. A veces sus manos se rozaban cuando ella le pasaba un plato o sus miradas se cruzaban sobre la mesa y una corriente extraña, algo que ella no sabía nombrar, pasaba entre ellos.
Era cálido y confuso y la hacía sentir un rubor que nunca había experimentado. Joaquín era un hombre de silencios, pero el empezó a leerlos. El silencio cansado después de un día de trabajo. El silencio alerta cuando un sonido desconocido rompía la calma del rancho y un silencio diferente, más profundo, cuando la miraba creyendo que ella no se daba cuenta.
Una noche, mientras Mateo estaba en el pueblo comprando provisiones, se quedaron solos. Elara estaba sentada cerca del fuego, remendando una de sus camisas. La aguja se movía con torpeza entre sus dedos. ¿Por qué dejó de ser lo que era antes? Preguntó ella sin levantar la vista de su labor.
Sabía que se arriesgaba a romper el frágil equilibrio entre ellos, pero la curiosidad la carcomía. Él tardó tanto en responder que ella pensó que la ignoraría. “Porque un día te miras al espejo”, dijo finalmente, su voz más baja de lo normal, y no reconoces al hombre que te devuelve la mirada, o peor aún, si lo reconoces y lo odias. levantó la vista. Él estaba limpiando su revólver sobre la mesa.
El aceite y el acero brillaban a la luz del fuego. Sus manos se movían con una eficiencia letal, un recordatorio de la violencia de la que era capaz. “Maté a un chico”, continuó. Su voz desprovista de emoción. No tenía más de 18 años. Rápido con la boca, más rápido para desenfundar, pero no lo suficiente. Murió por una mano de póker, por orgullo estúpido, el suyo y el mío.
Vi la vida desvanecerse de sus ojos y decidí que ya había terminado. El ara sintió un escalofrío. Podía imaginarlo, más joven, más letal, una figura temida en los salones polvorientos. Pero también vio al hombre que era ahora, uno que cargaba con el peso de cada vida que había tomado.
Sintió una punzada de compasión por él, tan intensa que la sorprendió. “Todos merecen una segunda oportunidad”, dijo ella suavemente. “Eso dicen los curas”, respondió él con una mueca que no llegó a ser una sonrisa. “La vida real rara vez las concede.” Se levantó y se acercó a la ventana mirando hacia la oscuridad. El serif Thompson no es de los que olvidan un insulto, y una novicia fugitiva en mis tierras es un insulto muy grande para un hombre como él. El miedo volvió a instalarse en el estómago de Elara.
Se había sentido tan segura en los últimos días que casi había olvidado la amenaza que se cernía sobre ella. No dejaré que te lleve”, dijo Joaquín sin volverse. Sus palabras no fueron una promesa tierna, sino una declaración de hechos tan sólida y fría como una bala. En ese momento, Elara supo que ese hombre, ese pecador arrepentido con un alma atormentada, era capaz de cualquier cosa para cumplir su palabra.
El día que el infierno llegó a su puerta, el cielo era de un azul brillante y cruelmente indiferente. Mateo había regresado del pueblo la noche anterior con noticias preocupantes. La gente hablaba. El serif Thompson estaba furioso, pregonando que un degenerado había secuestrado a una pobre novicia indefensa y que él como hombre de ley la rescataría. Era una farsa, pero una farsa peligrosa con el poder de la ley detrás.
Joaquín había pasado la mañana tenso, limpiando su rifle, su revólver, moviéndose por la cabaña como un puma enjaulado. Había intentado persuadir a Elara para que se escondiera en las colinas. Vete ahora antes de que lleguen. Te daré un caballo, comida. Sigue hacia el oeste. Nadie te encontrará. Pero ella se negó.
Su terquedad lo sorprendió y lo enfureció. ¿Y a dónde iría? replicó ella con una chispa de desafío en sus ojos. He estado corriendo toda mi vida del hambre, de la soledad, de hombres como él. Estoy cansada de correr, Joaquín le llamó por su nombre y el sonido en sus labios, suave e incierto, le hizo algo extraño en el pecho.
Fue a media tarde cuando los vieron, una nube de polvo en el horizonte que se convirtió rápidamente en cinco jinetes. Thompson iba al frente, su corpulenta figura resumando arrogancia. Joaquín metió a Elara en la cabaña. Quédate dentro. No salgas por nada del mundo. ¿Me oyes? Su voz era dura, pero sus ojos contenían una urgencia que no era ira, sino miedo.
Miedo por ella. Joaquín, no empezó ella. Haz lo que te digo, gruñó él y le cerró la puerta en la cara. Elara corrió a la pequeña ventana, su corazón martilleando contra sus costillas. Vio a Joaquín salir al porche, su rifle apoyado casualmente en su brazo, pero su postura era cualquier cosa menos casual.
Estaba plantado frente a su casa un guardián de piedra. El serif y sus hombres se detuvieron a una distancia prudente. El rostro de Thompson estaba rojo de ira y son de la rosa ladró. Sabemos que la tienes aquí, la novicia fugitiva. Vengo a arrestarla por robo. No hay ninguna ladrona aquí, Thompson, respondió Joaquín, su voz tranquila, pero llevando a través del aire tenso.
Solo una señorita que pidió mi protección. Protección. Se burló Thompson. No me hagas reír. Entrégala ahora y tal vez me olvide de que has estado albergando a una criminal. Joaquín no se movió. Ella no va a ninguna parte contigo. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Los hombres del serif tenían las manos cerca de sus pistolas.
Elara contuvo la respiración, rezando con una desesperación que no había sentido ni siquiera en la capilla del convento. Sabía lo que venía después. Disparos, sangre. Joaquín era un hombre. Ellos eran cinco. Podía ser hábil, pero no era invencible. La мυerte se cernía sobre ese pequeño rancho y era por su culpa. No podía permitirlo. No podía dejar que muriera por ella.
Entonces, un pensamiento salvaje y desesperado se formó en su mente. Una idea nacida del pánico más absoluto. Y en ese mismo instante, como si sus mentes estuvieran conectadas por el mismo hilo de desesperación, Joaquín pareció tener una epifanía. Se volvió abruptamente y entró en la cabaña cerrando la puerta con un golpe seco.
Su rostro era una máscara de determinación sombría. Sus ojos ardían con una luz febril y peligrosa. Se movió hacia ella, acorralándola contra la pared. ¿Qué? ¿Qué estás haciendo? Balbuceo el ara. Afuera, dijo Joaquín, su voz un susurro ronco y urgente, mientras los gritos de Thompson resonaban fuera. ¿Quieren pruebas? Dicen que te secuestré, que te tengo aquí en contra de tu voluntad. Te llevarán a su justicia, el ara.
Y sabemos lo que eso significa. Te usarán, te romperán y luego te tirarán. Cada palabra era un golpe. Ella lo sabía. Veía el infierno en los ojos de él porque era el mismo infierno que ella había estado huyendo. Hay una sola manera, continuó, su aliento cálido en su rostro. Una sola cosa que un hombre como Thompson, que cualquier hombre en esta tierra respeta, la propiedad de otro hombre. su mujer. El ara lo miró sin comprender.
Su mente se negaba a procesar sus palabras. No susurró. No tenemos tiempo para un cura. No tenemos tiempo para nada. Sus manos se posaron en sus hombros. Su agarre era firme, anclándola. Miró directamente a sus ojos y lo que vio allí la dejó sin aliento. No era lujuria, era una desesperación tan profunda y protectora que era casi aterradora.
Déjame hacerte el amor ahora”, susurró él. La frase chocante y cruda en el aire quieto de la cabaña. El mundo de Elara se detuvo. Podía oír los gritos de Thompson afuera, las patadas contra la puerta, pero todo se desvaneció en el rugido de la sangre en sus oídos. Sus palabras resonaron horribles y a la vez de alguna manera, llenas de una lógica brutal y primitiva.
Pondré un bebé en tu vientre para que no te lleven. Ningún hombre, ni siquiera un cerdo como Thompson, se atreverá a tocar a la mujer embarazada de Joaquín de la Rosa. El choque la paralizó. Una novicia, una mujer que había jurado pureza. Y este hombre, este extraño que la había salvado, le estaba proponiendo el acto más íntimo, el más pecaminoso, como un escudo.
Miró sus ojos oscuros y vio la verdad brutal y terrible en ellos. Él no estaba mintiendo, no lo hacía por placer. Lo hacía para marcarla, para reclamarla, para poner un sello sobre ella que nadie se atrevería a romper. Era una locura, era un sacrilegio y era su única esperanza.
Fuera, la puerta empezó a astillarse bajo los golpes de la culata de un rifle. No quedaba tiempo. Con un temblor que sacudió todo su ser, levantó la barbilla y asintió. un solo y casi imperceptible sentimiento. La respuesta que lo cambió todo. La expresión de Joaquín no se suavizó. Se endureció, si eso era posible. La levantó en sus brazos y la llevó al centro de la habitación, lejos de las ventanas, y la bajó al suelo de madera.
Se arrodilló sobre ella. “Mírame, Elara”, ordenó su voz suave pero inquebrantable. Esto no es para hacerte daño, es para salvarte, ¿entiendes? Ella volvió a sentir las lágrimas corriendo silenciosamente por sus cienes. Él bajó la cabeza y sus labios se encontraron con los de ella. No fue un beso de ternura, fue un beso de posesión, de urgencia.
Fue áspero, hambriento y desesperado, y despertó algo en ella. un temblor profundo que no era solo de miedo, era algo más, algo primario y desconocido. Con una rapidez y un propósito que la dejaron sin aliento, él levantó su falda. No hubo caricias ni palabras dulces. Fue un acto tan fundamental y directo como sembrar un campo o marcar un novillo.
Él la tomó allí, en el suelo de madera de su cabaña, mientras el mundo exterior intentaba derribar su puerta. El ara se aferró a él. sus dedos clavándose en los músculos de su espalda. El dolor inicial fue agudo, una daga de fuego que le arrancó un grito ahogado contra su boca. Pero luego, a medida que él se movía dentro de ella, el dolor se transformó.
Se convirtió en una sensación abrumadora, una plenitud que llenaba el vacío y el miedo dentro de ella. Se sintió marcada, reclamada, anclada a este hombre de una manera irrevocable. No era lujuria, era una forja. Estaban creando un vínculo en el fuego de la desesperación, forjando una mentira que se convertiría en su verdad, una familia que nacería del miedo y la necesidad.
Y mientras él se movía con una urgencia feroz, el asintió el despertar de algo que nunca supo que su cuerpo santo podría contener, una pasión tan salvaje y cruda como la tierra de Texas bajo sus pies. En el momento en que él se estremeció dentro de ella, un grito de clímax y de finalidad, la puerta finalmente se dio. Se abrió de golpe y el serif Thompson entró con la pistola en la mano, seguido por sus hombres.
Se detuvieron en seco, sus rostros una mezcla de conmoción y rabia frustrada. La escena que los recibió fue inequívoca. Joaquín estaba sobre el ara, cuyos vestidos estaban en desorden. Sus cuerpos aún estaban unidos. Levantó la cabeza, su pecho subiendo y bajando por el esfuerzo, y miró a Thompson con un desafío feroz en sus ojos oscuros y posesivos.
“Fuera de mi casa, Thompson”, gruñó Joaquín. Su voz vibraba con una amenaza mortal. Estás interrumpiendo a un hombre y su mujer. Protegió el cuerpo de Elara con el suyo, un escudo humano contra las miradas lascivas. Elara escondió su rostro en su hombro, el olor a sudor y a él inundando sus sentidos.
El serit miró la escena, la furia y la lujuria frustrada luchando en su rostro congestionado. Miró a Elara, una posesión que ahora estaba irrevocablemente fuera de su alcance, marcada por otro hombre, uno más peligroso que él. No podía tocarla ahora. Hacerlo sería desafiar a Joaquín a una guerra que, a pesar de sus números, no estaba seguro de poder ganar. Thompson escupió en el suelo de madera. Esto no ha terminado, de la rosa.
Para ti sí que ha terminado, replicó Joaquín. Su voz era hielo puro. Si te vuelvo a ver a ti o a tus hombres en mi tierra, o siquiera mirando en dirección a mi mujer, te enterraré donde nadie encontrará tu cuerpo. La amenaza era tan real, tan palpable, que los hombres del serif retrocedieron instintivamente. Thompson vaciló. Su brabuconería se desvaneció ante la fría promesa de мυerte en los ojos de Joaquín.
Dio media vuelta y salió con sus hombres pisándole los talones. Cuando el sonido de los cascos de los caballos se desvaneció, un silencio pesado y profundo cayó sobre la cabaña. Estaba roto solo por el sonido de sus respiraciones jadeantes. Joaquín se apartó lentamente de ella, su movimiento ahora tierno, casi vacilante.
La ayudó a sentarse y le arregló la ropa con una torpeza que contrastaba con su anterior y brutal eficiencia. No se miraron a los ojos. Elara se abrazó a sí misma, sintiendo el dolor en su cuerpo y una confusión tumultuosa en su alma. ¿Qué había hecho? ¿En qué se había convertido? Joaquín se levantó y se dirigió a la chimenea, dándole la espalda.
Sus hombros anchos estaban tensos. “Te dije que te protegería”, dijo. Su voz era un murmullo ronco dirigido al fuego. “Hice lo que tenía que hacer.” El ara se quedó en silencio, temblando en el suelo de madera. El acto había terminado, la amenaza inmediata se había ido.
Pero algo nuevo acababa de empezar, algo infinitamente más complicado y aterrador. Estaban atados este expistolero y esta exnovicia por un acto de desesperación que los había convertido en marido y mujer a los ojos del mundo. él se había convertido en su protector y ella, de una manera que su mente religiosa aún no podía comprender del todo, se había convertido irrevocablemente en suya.
El silencio que siguió a la partida del serf y sus hombres era más pesado y opresivo que el calor del mediodía. En la cabaña, el aire estaba cargado con lo no dicho, con la cruda realidad de lo que acababa de ocurrir en aquel suelo de madera. Joaquín se levantó dándole la espalda a Elara mientras se ajustaba la ropa.
Cada uno de sus movimientos era rígido, tenso, como si sus músculos estuvieran en guerra consigo mismos. El ara se hizo un ovillo en el suelo atrayendo las rodillas hacia el pecho, un gesto instintivo de autoprotección. Se sentía profanada y a la vez extrañamente a salvo. Era una contradicción que desgarraba su alma.
Había pecado. Había roto el más sagrado de los votos, aunque nunca lo hubiera pronunciado oficialmente, pero estaba viva y estaba libre del serif Thompson. ¿A qué precio? Se estremeció un temblor violento que no tenía que ver con el frío. Joaquín lo oyó. Sin volverse, se dirigió a su catre, arrancó la manta de un tirón y volvió para cubrirla con ella.
El tejido áspero olía a él. una mezcla de sudor, tierra y hombre que era a la vez abrumadora y confusamente reconfortante. “Lo siento”, murmuró él. Su voz era una grava áspera dirigida a la pared de troncos. “No había otra manera.” El ara no respondió. ¿Qué podía decir? Él tenía razón. Había visto la verdad en sus ojos justo antes.
No había sido un acto de deseo, sino de estrategia, una estrategia brutal, desesperada y primitiva. Él había reclamado el territorio para protegerlo del depredador. Ella era el territorio. Se quedó en silencio, escuchando su respiración contenida. Él no se había movido de su sitio, de pie como una estatua a la mitad de la habitación.
Su espalda era una barrera entre ella y el mundo. ¿Por qué?, susurró ella finalmente. Su voz rota. ¿Por qué hacer esto por mí? Ni siquiera me conoce. Él tardó un largo momento en responder. Porque conozco a hombres como Thompson dijo, su voz era puro veneno. Y porque cuando te encontré ahí fuera, moribunda bajo el sol, vi algo que pensé que había perdido para siempre, algo bueno.
Y no iba a dejar que un cerdo como él lo pisoteara y lo ensuciara. Su confesión, tan parca y a la vez tan profunda, la sorprendió. se atrevió a mirarlo. Su espalda aún estaba vuelta hacia ella, pero la tensión en sus hombros parecía haber disminuido un ápice. Lentamente, el se puso de pie, envuelta en la manta.
Su cuerpo le dolía de una manera nueva e íntima, y cada paso era un recordatorio. Se acercó a él con cautela, como quien se acerca a un animal salvaje que podría atacar o huir. Joaquín pronunció su nombre con suavidad. Él finalmente se giró. Su rostro era una máscara de tormento. La cicatriz de su ceja parecía más profunda a la luz que entraba por la puerta abierta. Había una culpa en sus ojos que rivalizaba con la de ella.
“Deberías odiarme”, dijo él con la voz ahogada. “No sé qué sentir”, admitió ella con una honestidad desgarradora. Me has salvado y me has arruinado todo en el mismo instante. Su mirada bajó al suelo y luego se levantó para encontrarse con la de él directa y sin vacilaciones. Pero no te odio. Un músculo se contrajó en la mandíbula de Joaquín.
dio un paso hacia ella y con una vacilación que a Elara le pareció conmovedora en un hombre tan imponente, levantó una mano y apartó un mechón de pelo de su rostro sudoroso. Sus dedos, callosos y ásperos por el trabajo, rozaron su mejilla con una ternura inesperada. Ahora eres mi mujer, Elara. Dijo, su voz era un juramento solemne.
Ante los ojos de cualquiera que se atreva a preguntar, “Te lo prometo. Nunca más permitiré que nadie te haga daño, ni siquiera yo.” En ese momento llegó Mateo galopando hacia la cabaña con el rostro desencajado por la preocupación. Había estado en el cercado más lejano y había visto a los hombres del sedif cabalgar hacia la casa. saltó del caballo antes de que se detuviera por completo con un viejo rifle en las manos.
Se detuvo en seco al ver la puerta destrozada y la escena que había dentro. Joaquín y Elara, de pie, demasiado juntos, rodeados por una atmósfera tan densa que se podía sentir. Mateo miró de uno a otro, luego a la manta que envolvía a Elara, y su rostro sabio pareció comprenderlo todo en un instante. Bajó el rifle lentamente.
Patrón, dijo con calma. Están bien, estamos bien, Mateo, respondió Joaquín sin apartar la mirada de Elara. Su mano seguía en la mejilla de ella. El CIF Thompson no volverá a molestarnos. Mateo asintió. Su mirada se suavizó con una mezcla de tristeza y comprensión. Miró a Elara. Señorita, señora, prepararé algo de comida.
Y con esa aceptación silenciosa de la nueva realidad, la vida en el rancho continuó, aunque irrevocablemente cambiada. La mentira se convirtió en su nueva verdad. El ara se mudó al catre de Joaquín de forma permanente. Las primeras noches fueron una agonía de tensión. Dormían dándose la espalda, sin tocarse, separados por un abismo de incomodidad y de recuerdos crudos.
Pero el rancho no permitía la inactividad ni la autocompasión. Había vacas que atender, vallas que reparar, comidas que preparar. Elara se sumergió en el trabajo. Aprendió a amasar el pan con la ayuda de Mateo, a remendar las ropas de trabajo de Joaquín con puntadas cada vez más firmes, a reconocer el olor de la lluvia que se acercaba.
Y Joaquín la observaba ya no desde la distancia, sino de cerca. empezó a hablarle no solo de cosas necesarias, sino de la tierra, de las estrellas que usaba para orientarse, de las historias que le contaba el viento. Una tarde, mientras ella remendaba una de sus camisas en el porche, él se sentó a su lado en silencio. Después de un rato, tomó un trozo de madera y empezó a tallarlo con su cuchillo.
“¿Qué estás haciendo?”, preguntó ella. “¿Algo para ti?”, respondió él sin levantar la vista. Sus manos se movían con una sorprendente destreza, transformando la madera en bruto. Cuando terminó, le tendió un pequeño pájaro con las alas a medio despegar, exquisitamente detallado. Vi uno como este cerca del arroyo, un colir rojo. Pensé que te gustaría.
Elara tomó el pajarito de madera. Estaba tibio por el calor de las manos de él. El gesto fue tan inesperado, tan simple y tan tierno que sintió un nudo en la garganta. Es Es precioso, Joaquín. Gracias. De nada, murmuró él. Y por primera vez el ara vio un leve sonrojo colorear la piel curtida de sus mejillas.
Fue en ese momento cuando algo dentro de ella comenzó a cambiar. Empezó a ver más allá del pistolero y del hombre desesperado. Vio al hombre que tallaba pájaros de madera, que hablaba con sus caballos en un susurro suave, que miraba el atardecer con una profunda melancolía en los ojos. La barrera entre ellos comenzó a desmoronarse ladrillo a ladrillo.
Una noche, una tormenta feroz azotó el rancho. Los relámpagos iluminaban la cabaña y los truenos la sacudían hasta sus cimientos. El ara, que siempre había tenido miedo de las tormentas, se despertó con un grito ahogado cuando un trueno especialmente violento restalló justo encima de ellos. En un instante, Joaquín estaba despierto y se había girado hacia ella. “Tranquila”, dijo.
Su voz era un murmullo tranquilizador en la oscuridad. Es solo ruido. Pero ella seguía temblando. Sin pensarlo, se acercó más a él, buscando instintivamente su calor y su solidez. Joaquín dudó solo un segundo antes de pasar un brazo por encima de ella, atrayéndola hacia su pecho.
Elara apoyó la cabeza en el hueco de su hombro, inhalando su aroma familiar. Su corazón seguía latiendo con fuerza, pero el miedo empezaba a disiparse, reemplazado por una sensación completamente nueva. Podía sentir el ritmo constante del corazón de Joaquín bajo su mejilla, un tambor lento y fuerte. Cuando era niño, dijo él en voz baja, su aliento cálido en su cabello, “mi madre me decía que los truenos eran Dios reorganizando los muebles en el cielo.
A Elara se le escapó una pequeña risa temblorosa. En el convento decían que era la ira de Dios por nuestros pecados. Prefiero la versión de mi madre”, replicó él. tiene menos de que preocuparse. Se quedaron en silencio escuchando la lluvia azotar el tejado. El brazo de Joaquín era una ancla pesada y segura a su alrededor. “Joaquín”, susurró ella en la oscuridad.
“Sí, ¿te arrepientes?” La pregunta quedó suspendida en el aire, frágil y peligrosa. “Me arrepiento de haberte asustado”, respondió él con sinceridad. Me arrepiento de haberte causado dolor, pero no me arrepiento de haberte salvado nunca.
Su abrazo se hizo un poco más fuerte, más posesivo y el se dio cuenta de que por primera vez no le importaba. Se sentía protegida. Se sentía en casa. La tormenta pasó, pero ellos no se separaron. A la mañana siguiente se despertaron cara a cara sus piernas entrelazadas bajo las mantas. Los ojos de Joaquín eran oscuros y serios mientras la miraba.
Lentamente, como si temiera romper un hechizo, levantó la mano y acarició su mejilla. “Buenos días, esposa”, susurró. La palabra que antes era una farsa sonó diferente, ahora sonó casi real. Buenos días, esposo, respondió ella. Su propia voz era un susurro. Él se inclinó y la besó. Fue un beso completamente diferente al primero. No había desesperación ni urgencia, solo una ternura infinita y una pregunta silenciosa.
Sus labios eran suaves, vacilantes al principio, y luego se afirmaron cuando ella respondió, abriendo la boca bajo la de él, devolviendo el beso con una timidez que rápidamente se convirtió en un anhelo desconocido. La besó durante mucho tiempo, explorando su boca con una paciencia que la hizo derretirse.
Cuando finalmente se apartó, ambos estaban sin aliento. “Creo,”, dijo él, su voz ronca por la emoción. “Creo que tenemos que empezar a hacer esto bien.” Esa mañana la dinámica entre ellos cambió para siempre. La tensión se disipó, reemplazada por una creciente intimidad. Empezaron a hablar de verdad, a compartir fragmentos de sus vidas.
Elara le habló de sus padres, de la pequeña granja en la que creció, de su amor por las flores silvestres. Joaquín le habló de su infancia en un pueblo fronterizo, de su habilidad con los caballos, de su sueño de tener un rancho donde ningún hombre tuviera que desenfundar un arma para resolver sus problemas. Compartían el trabajo, las comidas y cada vez más las risas. Joaquín tenía un sentido del humor seco que la tomaba por sorpresa y la hacía reír hasta que le dolían los costados.
Y ella, con su bondad innata y su espíritu gentil, empezó a suavizar los bordes afilados de él. Las noches se volvieron menos sobred dormir y más sobres desescubrirse el uno al otro. Sus besos se volvieron más profundos, más exigentes. Sus caricias se aventuraron por nuevos territorios. Joaquín le mostró un placer que ella nunca había imaginado que pudiera existir.
Un placer que no tenía nada que ver con el pecado y todo que ver con la conexión, con la adoración. “Eres tan hermosa, Elara”, le susurraba él en la oscuridad, besando la curva de su cuello, el arco de su pie. “Nunca he tocado nada tan puro y yo nunca me he sentido tan viva”, respondía ella, sus dedos trazando la cicatriz de su ceja.
Joaquín, hazme el amor, por favor, no para salvarme, solo porque me quieres. Y él la amaba con una devoción feroz que la dejaba sin aliento. Cada noche en su cama borraba el recuerdo del primer acto violento con una ternura y una pasión que la reclamaban de nuevo, no como una propiedad, sino como su otra mitad.
Su relación se convirtió en el secreto peor guardado del rancho. Mateo los observaba con una sonrisa en los labios, a menudo fingiendo estar ocupado en otro lugar para darles un momento de privacidad. les trajo noticias del pueblo. El serif Thompson estaba rumeando su humillación, pero no había hecho ningún movimiento.
La historia que Joaquín había inventado, que elara había huido del convento para estar con su amante secreto, se había extendido y, en su mayor parte había sido aceptada. Nadie quería desafiar a Joaquín de la Rosa por su mujer. Un mes después del enfrentamiento, Elara comenzó a sentirse mal por las mañanas.
Al principio lo atribuyó al cambio en la dieta, al calor, al cansancio. Pero un día, mientras ayudaba a Mateo a recoger verduras de la pequeña huerta, una oleada de náuseas la obligó a correr detrás de la cabaña para vomitar. Cuando regresó, pálida y temblorosa, Mateo la miraba con ojos conocedores. ¿Cuántas semanas han pasado, hija? El ara lo miró sin comprender.
Luego el cálculo mental, el día, el serif, el acto desesperado en el suelo. El corazón le dio un vuelco. Se llevó una mano al vientre, plano bajo el sencillo vestido de algodón que Joaquín le había comprado. “¡Oh, Dios mío”, susurró. La posibilidad, la razón de todo, el propósito detrás del pecado se había hecho realidad.
Pasó el resto del día en un estado de conmoción y asombro. La mentira que habían creado se estaba convirtiendo en la verdad más innegable de todas. ¿Cómo se lo diría a Joaquín? ¿Se alegraría o lo vería como la consecuencia inevitable de una estrategia, una carga que ahora debía soportar? Esa noche, cuando él regresó del campo, cansado y cubierto de polvo, ella no pudo encontrar las palabras.
Durante la cena estuvo extrañamente silenciosa. Joaquín lo notó. ¿Estás bien, Elara? Apenas has tocado la comida. Estoy bien, solo cansada. Pero él no le creyó. Después de que Mateo se retirara a su pequeña litera. Joaquín se acercó a ella, puso sus manos sobre sus hombros y la hizo girar para que lo mirara. ¿Qué te pasa? Habla conmigo. Elara respiró hondo. Joaquín, creo. Las palabras se le atascaron en la garganta.
Simplemente tomó su mano grande y callosa y la colocó sobre su vientre. Los ojos de Joaquín se abrieron de par en par. Su mirada viajó de los ojos de ella a su vientre y de vuelta. La comprensión lo golpeó con la fuerza de un puñetazo. ¿Estás?, preguntó su voz ronca. Ella asintió. Las lágrimas brotaron de sus ojos.
No sabía si eran de alegría o de miedo. Durante un largo momento, él no dijo nada. Su rostro era una máscara de emociones encontradas, asombro, miedo, incredulidad. El ara contuvo la respiración esperando el veredicto. Entonces, muy lentamente, una sonrisa se extendió por su rostro. No era una de sus sonrisas secas y cínicas, sino una sonrisa genuina, radiante, que transformó por completo su rostro endurecido. Lo hizo parecer más joven, casi un muchacho.
Se arrodilló frente a ella y apoyó la mejilla en su vientre sobre su mano. Un bebé, susurró, su voz ahogada por la emoción. Nuestro bebé la abrazó con fuerza por la cintura, enterrando el rostro en ella. El ara. Dios, elara. Elara se echó a reír entre lágrimas. Sus dedos se enredaron en su cabello oscuro.
Toda la ansiedad y el miedo se desvanecieron, reemplazados por una oleada de pura y abrumadora felicidad. El acto que los había unido en la desesperación les había dado el regalo más preciado. Su mentira se había convertido en un milagro. Su familia, forjada en el fuego, estaba a punto de ser real, pero su felicidad, tan nueva y brillante, era una llama frágil en un mundo oscuro.
En el pueblo, el serif Thompson no había olvidado. La humillación ardía en su vientre como un licor malo. La imagen de El ara bajo Joaquín de la Rosa era una espina clavada en su orgullo. Sabía que un ataque frontal era un suicidio, pero había otras formas de destruir a un hombre. formas más lentas, más crueles. Comenzó a esparcir veneno.
Insinó a los otros rancheros que el ganado de de la Rosa podría estar enfermo. Le dijo al dueño del almacén general que Joaquín no era de fiar, que su crédito no era bueno. Poco a poco comenzó a a rancho, a tejer una red de sospechas y hostilidad a su alrededor. Un día, Mateo regresó del pueblo con el ceño fruncido. El señor Henderson se niega a vendernos más al hambre de espino.
Dice que ha oído malos rumores sobre nuestro ganado. Joaquín apretó la mandíbula. Ese es Thompson sembrando mentiras. Y eso no es todo. Continuó Mateo. Hay un hombre nuevo en la ciudad. Un forastero. Pregunta por usted, patrón. Su nombre es Silas Kane. El nombre golpeó a Joaquín como un rayo. El color desapareció de su rostro y por primera vez desde que lo conocía, Elara vio un miedo genuino en sus ojos.
Un miedo que no tenía nada que ver con Thompson. Un miedo que venía de las profundidades de su pasado. Un pasado que creía haber enterrado para siempre. Joaquín. ¿Quién es Silas Kane? Preguntó Elara, su mano yendo instintivamente a su vientre. Joaquín se pasó una mano por el rostro. Sus ojos se oscurecieron con viejos fantasmas.
Es el el ara, dijo con voz queda. Es el hombre del que huí para venir aquí. Fue mi compañero. Y la última vez que lo vi, le dejé una bala en el hombro y lo di por muerto mientras él juraba que me encontraría y me quitaría todo lo que amaba. Se volvió hacia ella y el amor y el miedo luchaban en su mirada. Ahora está aquí.
Y Thompson con su odio le mostrará exactamente qué es lo que más amo en este mundo. La paz que habían construido tan cuidadosamente se hizo añicos. El peligro ya no era solo la laivia de un serif corrupto, era la venganza fría y calculada de un fantasma de la vida de pistolero de Joaquín.
La batalla por su supervivencia acababa de empezar y el precio de la derrota sería mucho más alto que solo sus vidas. sería el futuro que apenas comenzaban a construir juntos. La noticia de la llegada de Silas Kein cambió la atmósfera en el rancho de una de tensa vigilancia a una de peligro inminente. Joaquín se volvió aún más silencioso, pero su silencio ahora estaba lleno de una energía letal.
patrullaba el perímetro del rancho al amanecer y al atardecer con su rifle siempre en la mano. Sus ojos, que habían empezado a suavizarse con la felicidad, volvieron a hacerlos de un halcón, escudriñando cada sombra, cada movimiento en la distancia. El ara veía la tormenta dentro de él y sentía su miedo como propio. Una noche no pudo soportarlo más.
Él estaba de pie junto a la ventana, una silueta oscura contra la luz de la luna vigilando. Ella se levantó del catre y se acercó a él, rodeándolo por la espalda con sus brazos y apoyando la mejilla en el sólido muro de sus músculos. “No vas a contarme sobre él”, susurró. Él suspiró un sonido pesado y cansado. Se giró entre sus brazos para mirarla. Sus manos subieron para acunar su rostro.
No quiero mancharte con esa parte de mi vida. Elara era otro hombre. Entonces, soy tu mujer, Joaquín. Tu carga es la mía. No puedes protegerme de todo manteniéndome en la oscuridad. Déjame entrar. Déjame ayudarte a llevar el peso. Sus palabras parecieron romper algo dentro de él. La condujo a la mesa y se sentaron, sus manos aún unidas sobre la superficie de madera.
Y entonces, por primera vez le contó la historia completa de Joaquín de la Rosa, el pistolero. Le habló de Silas Kane, un hombre sin conciencia, un asesino por placer tanto como por dinero. Eran socios, los mejores, un equipo temido desde Kansas hasta la frontera con México. Silas disfrutaba del miedo de los demás, dijo Joaquín, su mirada perdida en el pasado.
Para mí era un trabajo, una forma de sobrevivir. Para él era un deporte. La crueldad era su lenguaje. Le contó como su asociación se agrió, como la sed de sangre de Sila se volvió demasiado incluso para él. El punto de ruptura llegó durante el robo a un tren. Se suponía que no debía haber víctimas, pero Silas comenzó a disparar a los pasajeros por pura diversión.
Joaquín intentó detenerlo y la disputa terminó con ambos desenfundando sus armas el uno contra el otro. Joaquín fue más rápido. Dejó a Sila sangrando en el vagón de equipajes, creyendo que la herida era mortal. Tomé mi parte del dinero y desaparecí. Compré este rancho para enterrar a ese hombre, para convertirme en alguien de quien mi madre, que Dios la tenga en su gloria, no se avergonzaría. Ella estaría orgullosa de ti ahora.
dijo elara con firmeza, apretando sus manos. Tú eres un buen hombre, Joaquín. Un buen hombre no tiene un pasado como el mío llamando a la puerta, replicó él con amargura. Silas no es como Thompson, no ladra, muerde y esperará el momento perfecto. El miedo de Elara no era por ella misma, sino por él y por la pequeña vida que crecía dentro de ella.
Sabía que Joaquín no dudaría en enfrentarse a Silas, en volver a ser el pistolero que tanto odiaba para protegerlos y temía que incluso si ganaba la pelea, podría perderse a sí mismo en el proceso. Los días se convirtieron en semanas. No hubo ataque, no hubo señales de Silas Kane ni de Thompson. Esta guerra de nervios era casi peor que una confrontación directa.
La tensión era un veneno lento que se filtraba en su felicidad. Para combatir la oscuridad, se aferraron el uno al otro. Joaquín comenzó a construir una cuna tallando con esmero pequeños animales en la madera. Cada noche hablaba con el vientre de Elara. Su voz grave era un murmullo suave.
“Hola, pequeño”, decía con la mano extendida sobre ella. “Aquí tu padre. Pórtate bien con tu madre, ¿eh? Te estoy esperando. Esos momentos eran el refugio de Elara, anclas de esperanza en un mar de incertidumbre, pero la amenaza exterior seguía creciendo. Un día, una parte de su ganado apareció muerto cerca de un abrevadero. El agua había sido envenenada.
Fue un golpe devastador, tanto emocional como financiero. Joaquín pasó la noche entera enterrando los cadáveres. Su rostro era una máscara de furia contenida. Sabía que era obra de Thompson, instigado por Kane. Estaban tratando de estrangularlos, de hacerles la vida imposible hasta que no tuvieran más remedio que vender el rancho o huir.
“No voy a correr”, le dijo Joaquín a Elara esa noche con tierra bajo las uñas y la derrota ensombreciendo sus ojos. “Este es nuestro hogar. Aquí es donde nacerá nuestro hijo. Lucharé por él hasta mi último aliento. La primera nevada del invierno llegó temprano, cubriendo la tierra de Texas con un manto blanco y silencioso. El aislamiento del rancho se hizo aún más profundo.
Mateo tuvo que hacer un viaje a una ciudad más lejana para conseguir provisiones, ya que el almacenero local ahora se negaba rotundamente a venderles nada. Se fue prometiendo volver en tres días. Fueron los peores tres días de sus vidas. Solos, atrapados por la nieve, con la certeza de que sus enemigos sabían que estaban más vulnerables que nunca.
En la segunda noche, el ataque llegó. No fue un ataque frontal, fue algo más siniestro. Alguien prendió fuego al granero principal. El resplandor naranja contra la nieve blanca los despertó en medio de la noche. Joaquín corrió afuera desesperado por salvar a los caballos atrapados dentro.
Elara lo siguió gritando su nombre aterrorizada. Mientras Joaquín luchaba por abrir las puertas del granero en llamas, una figura emergió de las sombras detrás de ella. Silas Kan era alto y delgado como un espectro, con un rostro pálido y lleno de cicatrices y ojos tan vacíos como los de una serpiente. Llevaba una sonrisa cruel en sus labios finos.
“Vaya, vaya, Joaquín”, dijo Kin con una voz suave y sibilante que el helaba la sangre. “Veo que te has buscado una vida muy hogareña, una esposa bonita, pronto un niño, todo lo que un hombre podría desear. El ara retrocedió. Su corazón se detuvo de puro terror. Joaquín se giró. El rostro iluminado por las llamas. Sus ojos se abrieron con una furia primordial al ver a Kane tan cerca de Elara.
Aléjate de ella, Silas, gruñó Joaquín. Siempre tan protector. Se burló. Kan sacó un revólver. Su movimiento fue un destello fluido. Me juraste que te llevarías todo lo que amo. Esta tierra, estos animales, puedes quedártelos, pero a ella no la tocarás. Oh, no se trata solo de ella, viejo amigo dijo Kane. Su sonrisa se ensanchó. Se trata de la lección. Te llevaste mi vida.
Yo voy a hacerte ver cómo se desmorona la tuya. Pieza por pieza. Detrás de Kan el seriff Thompson y dos de sus hombres salieron de la oscuridad con sus rifles apuntando a Joaquín. Estaban atrapados. El granero ardía, su sustento se convertía en cenizas y los fantasmas del pasado y los demonios del presente habían convergido para destruirlos.
El ara se llevó una mano protectora a su vientre abultado. Miró a Joaquín y en sus ojos no vio miedo por sí mismo, sino una agonía por no poder protegerla. En ese instante, bajo un cielo rojo por el fuego y sobre una tierra blanca de nieve, elara supo que el amor no era solo la ternura en la oscuridad o las palabras dulces.
El amor era esto, la voluntad de arder, de luchar, de morir por otro y no iba a dejar que su familia se consumiera en esas llamas sin luchar. Mientras Kanin saboreaba su momento de triunfo, la expresión de terror de Elara se transformó. La novicia asustada desapareció, reemplazada por una leona que protegía a su cachorro. Sus ojos se fijaron en la pesada sartén de hierro que había dejado cerca de la puerta de la cocina.
Era una posibilidad remota, una locura. Pero su amor por Joaquín era más fuerte que su miedo. La elección era clara, rendirse y perderlo todo o luchar con la pequeña esperanza de salvarlo todo. Y el que corriera, era una mujer que luchaba. La situación era desesperada. Joaquín estaba desarmado, atrapado entre las llamas del granero y las armas de sus enemigos.
Thompson sonreía con aire de suficiencia, disfrutando de la caída del hombre que lo había humillado. Silas Ke mantenía su atención fija en Joaquín, saboreando una venganza que había esperado durante años. No contaban con el ara.
Mientras la atención de todos estaba en Joaquín, ella dio un paso lento y sigiloso hacia atrás, hacia la puerta abierta de la cabaña. El frío de la nieve se filtraba a través de sus finos zapatos, pero no lo sentía. Toda su existencia se había reducido a un único punto de enfoque, la pesada sartén de hierro que descansaba justo dentro del umbral.
Es una pena que tu hijo nunca vaya a conocer a su valiente padre, Siseo Kan levantando su revólver para apuntar al pecho de Joaquín. Pero le contaré historias, lo prometo. Ese fue el detonante, la amenaza directa a su hijo, a su futuro. El ara se movió con la velocidad nacida de la pura adrenalina maternal, se lanzó dentro de la cabaña, agarró la sartén con ambas manos y salió corriendo. Un grito de guerra salvaje brotando de su garganta.
Antes de que Thompson o sus hombres pudieran reaccionar, se abalanzó sobre el que estaba más cerca, blandiendo la sartén como si fuera un hacha de batalla medieval. El impacto del hierro contra el costado de la cabeza del hombre fue un sonido sordo y repugnante. El hombre se desplomó en la nieve sin un gemido. Uno menos. La sorpresa del ataque repentino dio a Joaquín la fracción de segundo que necesitaba.
Se lanzó no hacia Kanin, sino hacia Thompson. Su movimiento fue el de un depredador bajo y rápido. Golpeó al serif en las rodillas con su hombro, enviando al hombre corpulento de espaldas a la nieve. El rifle de Thompson se disparó hacia el cielo estrellado. Joaquín no perdió el impulso. Le arrancó el revólver de la cartuchera a Thompson y rodó, poniéndose a cubierto detrás del abrevadero de los caballos.
El segundo ayudante del serif, recuperándose del SOC, levantó su rifle para apuntar a Joaquín, pero el ara ya estaba sobre él. Balanceó la sartén de nuevo, golpeándolo en las manos. Hubo un crujido de huesos y un grito de dolor mientras el hombre soltaba su arma.
Silas Kane, el único que quedaba en pie, observaba la escena con una especie de diversión helada. La rápida y brutal eficacia del contraataque parecía no perturbarlo, sino más bien entretenerlo. Apuntó su arma, no a Joaquín, sino directamente a Elara. Impresionante, querida, dijo con calma. Tu hombre te ha enseñado bien, pero esto se acabó. No, Silas, gritó Joaquín desde su cobertura.
El sonido de su propia desesperación lo enfureció. Estaba en una posición imposible. Si se mostraba, Kanin le dispararía a Elara. Si se quedaba, Kanin le dispararía a Elara. Estaba paralizado. Elara se interpusó entre Kein y Joaquín con la sartén de hierro sostenida como un escudo inútil.
Su vientre, con su preciosa carga, era un objetivo imposible de ocultar. “Si le disparas, te juro que pasaré el resto de mi vida cazándote, Silas”, dijo Joaquín. Su voz era un gruñido bajo inmortal. Oh, lo sé”, respondió Kane. Esa es la mejor parte. Y entonces del caos y el fuego surgió una nueva voz, una voz profunda y autoritaria que resonó en el aire helado. Suelte el arma, señor Kane.
Todos se giraron para ver la figura de Mateo de pie al borde de la luz del fuego, no con un rifle de granjero, sino con una escopeta de dos cañones de aspecto letal apuntando firmemente al pecho de Silas Kane. A su lado estaban dos hombres más, rancheros de un valle vecino, ambos armados y con expresiones decididas.
“Llegas tarde a la fiesta, viejo”, se burló Kane. Aunque su sonrisa vaciló por primera vez. Mateo no sonó. Mi viaje se acortó cuando vi el resplandor en el cielo. Pensé que mis amigos podrían necesitar ayuda, así que traje algunos otros amigos conmigo. Ahora, por última vez, suelte el arma. El punto muerto duró una eternidad.
El crujido del granero en llamas era el único sonido. Kan miró de Mateo a Joaquín y luego a Elara. La ventaja se había evaporado. Su momento de triunfo se había convertido en una trampa. Con un gruñido de frustración, bajó lentamente el arma y la dejó caer en la nieve. En ese momento, Thompson, que había estado luchando por recuperar el aliento, intentó una última jugada desesperada.
Sacó una pequeña pistola de ringe de su bota y apuntó a Joaquín, pero el Ara lo vio. Joaquín, gritó. Joaquín se giró y disparó el revólver que le había quitado a Thompson. El disparo retumbó en la noche. Thompson se quedó boqueabierto. Una mancha roja se extendió en su pecho y cayó hacia atrás en la nieve.
Sus ojos vidrios fijos en el cielo lleno de humo. El ayudante con las manos rotas gritaba de dolor. El otro yacía inconsciente y Silas Kein estaba desarmado y superado en número. Joaquín se levantó lentamente con el revólver todavía humeante en la mano. Se acercó a Silas. Su rostro era una máscara de furia fría.
Te dije que te mantuvieras alejado”, dijo en voz baja. “Pero no escuchas,” dijo Kein con un encogimiento de hombros desafiante. “Nunca lo hago.” Joaquín levantó el arma con la intención de acabar con él allí mismo, de borrar el último fantasma de su pasado. Pero entonces vio a Elara. Ella lo miraba con los ojos llenos de súplica.
Tenía una mano en su vientre, la sartén de hierro en la otra, y su rostro estaba manchado de ollín y miedo, pero también de una fuerza inquebrantable. Ella no quería un asesino para su esposo ni para el padre de su hijo. Quería a Joaquín, el hombre que tallaba pájaros de madera y le contaba al bebé historias en la noche.
Con una respiración temblorosa, Joaquín bajó el arma. ¡Lárgate! Silas, dijo con voz áspera, si alguna vez vuelvo a ver tu cara, si alguna vez oigo tu nombre susurrado por el viento, te encontraré y no habrá nadie que me detenga la próxima vez, señaló la oscuridad con el cañón de su arma. Ahora vete. Silas Keo miró por un largo momento, sus ojos vacíos calculando.
Luego, una sonrisa torcida se dibujó en su rostro. Esto no ha terminado, Joaquín. Simplemente es un interludio. Se dio la vuelta y se adentró en la oscuridad, desapareciendo tan silenciosamente como había llegado. Joaquín no lo vio irse. Corrió hacia el ara envolviéndola en sus brazos sin importarle los rancheros que miraban.
La abrazó con fuerza, enterrando la cara en su pelo, inhalando su aroma, asegurándose de que era real, de que estaba a salvo. ¿Estás herida? El bebé, preguntó su voz quebrada. Estamos bien, susurró ella contra su pecho, sintiendo el frenético latido de su corazón. Estamos bien, mi amor. Todos estamos bien.
Se quedaron así, abrazados en medio de la destrucción, mientras el granero se derrumbaba en una lluvia de chispas y los primeros rayos del alba comenzaban a teñir de gris el cielo del este. Habían perdido su granero, parte de su sustento y la paz que habían buscado con tanto a inco. Pero habían sobrevivido. habían luchado juntos, no como un pistolero y una novicia, sino como marido y mujer, como una familia.
Mientras las llamas se extinguían, se dieron cuenta de que lo que había surgido de las cenizas era algo más fuerte, más resistente e inquebrantable. Se habían enfrentado a los demonios de ambos y habían ganado. Joaquín miró a Mateo por encima del hombro de Elara y asintió en señal de gratitud. El viejo vaquero le devolvió el gesto.
La ayuda había llegado, pero la victoria la habían conseguido ellos dos. La noche del fuego lo cambió todo. El cuerpo del serif Thompson fue retirado discretamente. Su мυerte fue oficialmente atribuida a un altercado con criminales desconocidos. Con el desaparecido, la presión sobre el rancho de la rosa se evaporó. Los comerciantes del pueblo volvieron a ser amables.
Los otros rancheros ofrecieron ayuda. El ataque de Silas Kane, aunque aterrador, había servido para un propósito inesperado. Había cimentado el lugar de Joaquín y Elara en la comunidad. Ya no eran extraños, eran vecinos que habían defendido su hogar. Con la ayuda de Mateo y los rancheros que los habían defendido, comenzaron la ardua tarea de reconstruir.
El trabajo era agotador, pero lo hacían juntos. Cada tabla que clavaban, cada viga que levantaban, era un testimonio de su resistencia. Elara, a pesar de su avanzado embarazo, se negó a quedarse de brazos cruzados. Organizaba las comidas para los trabajadores, llevaba agua, ofrecía palabras de aliento y por la noche curaba las ampollas y los cortes de las manos de Joaquín con unüentos de hierbas.
Deberías descansar, mi amor”, le decía Joaquín a menudo, su rostro lleno de una preocupación protectora. “Reconstruir este granero no es tan importante como tú y el pequeño.” “Somos un equipo, ¿recuerdas?”, respondía ella, poniendo la mano de él sobre su vientre para que sintiera una patada. El pequeño y yo estamos ayudando. Él está supervisando. El invierno dio paso a la primavera.
La hierba nueva cubrió las cicatrices quemadas de la tierra y las flores silvestres brotaron en los campos. El nuevo granero se erguía, más grande y fuerte que el anterior. El rancho volvía a la vida y con él amor entre Joaquín y el Ara florecía de una manera que nunca habían creído posible. Estaban sentados en el porche una tarde, viendo la puesta de sol pintar el cielo de tonos anaranjados y púrpuras.
El ara estaba reclinada contra el pecho de Joaquín, sus pies descansando en su regazo, mientras él le masajeaba suavemente los tobillos hinchados. ¿En qué piensas?, preguntó ella. En el día que te encontré, respondió él, su voz era un murmullo profundo. Estabas tan rota, tan asustada.
Nunca, en un millón de años habría imaginado esto. Acarició su vientre ahora grande y redondo. Me salvaste, Elara. Creí que había venido a este lugar a morir en paz, pero en cambio me enseñaste a vivir de nuevo. Nos salvamos el uno al otro, dijo ella, girando la cabeza para besarle la barbilla áspera. Éramos dos almas perdidas que se encontraron en el desierto. Él sonrió.
la sonrisa genuina que ella había llegado a amar tanto. Eso es demasiado poético para un viejo pistolero como yo. Yo diría que éramos dos tontos con suerte. Siguieron observando como las primeras estrellas aparecían en el cielo. La paz que ahora sentían no era la paz vacía del aislamiento que Joaquín había buscado una vez, sino la paz rica y vibrante de un hogar lleno de amor y expectación.
Sabían que Silas Kein podría seguir ahí fuera. una sombra en algún lugar del vasto oeste, pero ya no le temían. Su amor era su fortaleza, su familia era su arma más poderosa. Y mientras Joaquín se inclinaba para besar los labios de su esposa, el bebé dentro de ella dio una patada particularmente fuerte, como si estuviera de acuerdo, ansioso por unirse al mundo que sus padres habían luchado tan duro por crear. El futuro ya no era una amenaza, sino una promesa.
La promesa de una nueva vida forjada no solo en el fuego y la desesperación, sino en el amor incondicional que había crecido en el lugar más improbable. Estaban listos para ello juntos. Los últimos meses del embarazo de Elara transcurrieron en una paz que era casi surrealista, una calma ganada con fuego y valentía.
El nuevo granero, erigido por manos amigas y por el sudor de Joaquín, era un monumento a su renacimiento. La vida en el rancho encontró un ritmo nuevo y esperanzador. Las mañanas comenzaban con el aroma del café y el pan horneado por el ara y terminaban con Joaquín y ella, sentados en el porche, observando como la Vía Láctea se derramaba sobre las vastas llanuras de Texas. El miedo al pasado se había desvanecido, reemplazado por la abrumadora anticipación del futuro.
Joaquín, el hombre que una vez solo había encontrado consuelo en la soledad, ahora se movía por la casa con una torpeza tierna, aterrorizado de que cualquier ruido fuerte pudiera perturbar a Elara, que cualquier tarea fuera demasiado para ella. Deja eso, mi amor, le decía quitándole el cesto de la ropa de las manos. No deberías hacer esfuerzos.
Elara se reía, una risa clara y melodiosa que era la música de la vida de Joaquín. Estoy embarazada, Joaquín, no soy de cristal. El bebé y yo estamos fuertes. Tomaba la cara de él entre sus manos y lo besaba, un beso lento y profundo que le recordaba que ella no era una damisela frágil, sino la mujer que se había enfrentado a bandidos con una sartén de hierro.
Además, susurraba ella contra sus labios, su voz bajando a un tono íntimo y juguetón. Necesito mantenerme en forma. O te agotarás de tanto llevarme en brazos a la cama cada noche. Joaquín gruñía un sonido a medio camino entre una risa y un gemido de deseo, y la levantaba en sus brazos de todos modos. Me arriesgaré”, respondía él, llevándola dentro, sus besos ya encendidos con una pasión que la llegada del bebé solo parecía haber intensificado.
Su amor se había profundizado, expandiéndose para llenar cada rincón de sus vidas. Había dejado de ser una necesidad desesperada para convertirse en una elección diaria, una celebración constante. Se tocaban a menudo un rose casual de manos mientras trabajaban, una caricia en la espalda al pasar, los dedos de él trazando círculos perezosos en su vientre mientras hablaban en la oscuridad de la noche.
¿Crees que se parecerá a ti?, preguntó elara una noche acurrucada contra él con la cabeza apoyada en su pecho. Podía sentir la vibración de su voz cuando respondió. Espero que tenga tus ojos dijo Joaquín y tu corazón. Si tiene algo de mí, que sea mi habilidad para elegir a la mejor mujer del mundo. Ella sonrió en la oscuridad.
Pero si tiene tu terquedad, estaremos perdidos. Estaremos bien”, la corrigió él besando su frente. “Tú me domarás a mí y a una docena como él.” El día del parto llegó como un ladrón en la noche, sin previo aviso. Había sido un día tranquilo y bochornoso. Elara había estado cociendo una pequeña manta cuando sintió la primera punzada aguda y profunda.
Al principio no dijo nada, no queriendo alarmar a Joaquín. Pero cuando la segunda contracción la golpeó, más fuerte que la primera, dejó escapar un jadeo que el oyó desde el establo. En un instante estaba a su lado, su rostro pálido bajo su bronceado. Es es la hora balbuceó el pánico tiñiendo su voz normalmente firme. Elara, a pesar del dolor, le sonrió.
Creo que nuestro hijo tiene prisa por conocerte, esposo. El pánico de Joaquín se convirtió en acción. corrió a buscar a Mateo, que había asistido más partos de terneros que de bebés, pero cuya presencia tranquila era un bálsamo. Calentaron agua, prepararon paños limpios.
Joaquín se convirtió en una extensión de Elara, su ancla en un mar de dolor creciente. Sostuvo su mano, le secó el sudor de la frente con un paño fresco, le susurró palabras de amor y aliento al oído. Estás haciéndolo increíble, mi valiente Lara. Respira conmigo. Estoy aquí. No voy a ninguna parte. Las horas se fundieron en un torbellino de esfuerzo y agonía. El ara se aferraba a él. Su fuerza la asombraba.
En el apogeo de su dolor no gritaba maldiciones, sino su nombre. Joaquín era una llamada, una oración, una afirmación de que no estaba sola. Y él respondía su voz firme sobre el caos. Aquí estoy, mi vida. Aquí estoy. Finalmente, cuando los primeros rayos del amanecer teñían el cielo de rosa, con un último grito que pareció desgarrar el alma del mundo, su hijo nació.
Mateo lo recibió, lo limpió y con una sonrisa que le arrugaba todo el rostro, se lo entregó a Elara. Era pequeño, rojo y arrugado, y el llanto más hermoso que Joaquín había oído jamás. El ara lloraba, lágrimas de agotamiento y pura felicidad. Joaquín se arrodilló junto al catre, demasiado abrumado por la emoción para hablar.
Contempló a su hijo y luego a su esposa, a esta increíble mujer que le había dado un milagro. Su familia verdadera y real. Con una mano temblorosa, acarició la mejilla del bebé. “Hola, David”, susurró, la voz quebrada. Habían elegido el nombre juntos. David, el que derrotó a gigantes. Elara le sonrió con los ojos brillantes. Hola, mi pequeño guerrero. El momento era perfecto, sagrado.
El dolor y el miedo del pasado se disolvieron en la abrumadora maravilla de esta nueva vida. La cabaña, que una vez fue refugio de un hombre solitario, ahora era el santuario de una familia. Estaban tan absortos en su pequeño mundo que no oyeron la única tabla del porche que crujió. La puerta se abrió lentamente y una figura se recortó en el umbral.
Llevaba el sol de la mañana a su espalda, convirtiéndolo en una silueta oscura y ominosa. Silas Kancía más delgado, más demacrado que antes y sus ojos tenían un brillo febril y enloquecido. En su mano, un revólver colgaba laxamente como una extensión natural de su brazo. La felicidad en la habitación se congeló convirtiéndose en puro hielo. “Qué escena tan conmovedora, dijo Silas.
Su voz era un susurro venenoso. Padre, madre e hijo, casi me hace creer en algo. Joaquín se levantó lentamente, interponiéndose entre Silas y su familia. No tenía su arma. Estaba en el cinturón colgado de un clavo al otro lado de la habitación. Un error estúpido, un error nacido de la paz que creía haber ganado.
Silas, dijo Joaquín. Su voz era peligrosamente tranquila. Te di la oportunidad de irte y me fui”, respondió Silas dando un paso dentro de la habitación. Me fui y pensé y me di cuenta de mi error. No debería haber intentado quemar tus cosas, Joaquín. Debería haber esperado esperado a que tuvieras algo que realmente te importara perder, algo que no pudieras reconstruir con madera y clavos. Sus ojos vacíos se posaron en el pequeño bulto en los brazos de Elara.
Mateo, que estaba junto a la chimenea, empezó a moverse hacia su escopeta, pero Silas levantó el revólver perezosamente. No lo haría si fuera usted, viejo. Estoy aquí solo por mi amigo Joaquín. Esto es entre tú y yo, Silas. Déjalos fuera de esto. Dijo Joaquín extendiendo las manos a los lados. Ya es demasiado tarde para eso.
Siempre fue sobre esto, sobre quitarte no la vida, sino el significado de la vida. Quiero verte exactamente cómo estaba yo en ese tren, sangrando solo y sabiendo que he perdido todo lo que importaba. Silas levantó el arma, pero no apuntó a Joaquín, apuntó a Elara. El corazón de Joaquín se detuvo. Te daré una opción, Joaquín. Continuó Silas con una calma.
Ofriante. Recoges tu arma. Nos enfrentamos aquí y ahora, como en los viejos tiempos. Si ganas, me voy para siempre. Si pierdo, bueno, entonces estaré muerto. Pero si yo gano, mataré a tu hijo primero para que ella pueda compartir tu dolor por unos segundos antes de unirse a ti. Me parece justo. Era una trampa diabólica. Obligaba a Joaquín a volver a ser lo que más odiaba, el pistolero.
Si se negaba, Silas los mataría de todos modos. Si luchaba, ponía en riesgo todo lo que amaba por un juego de velocidad y orgullo. “No lo hagas, Joaquín”, susurró el ara desde la cama, abrazando a David contra su pecho. Sus ojos estaban llenos de terror, pero también de una fe inquebrantable en él.
vio en su rostro no a la víctima, sino a la mujer que había luchado a su lado. Joaquín miró a Silas, al arma que apuntaba a su esposa y a su hijo recién nacido, y luego a la cartuchera que colgaba en la pared y tomó una decisión. De acuerdo, dijo Joaquín. Su voz no vaciló. Dio un paso lento hacia la pared, sin apartar nunca la mirada de Silas. Tú ganas, Silas. Has ganado. Silas parpadeó confundido.
¿Qué? Me rindo dijo Joaquín con una claridad asombrosa. No voy a jugar tu juego. Mi vida por la de ellos. Mátame. Habrás ganado. Tendrás tu venganza. Se detuvo en medio de la habitación con las manos aún a los lados. Completamente vulnerable. Ya no soy ese hombre, Silas.
Un hombre de verdad no arriesga a su familia por orgullo. Protege lo que ama y yo la amo a ella y a ese niño más de lo que odio que me hayas ganado. Silas Kanin se quedó boqueabierto. Esto no era parte del guion que había escrito en su cabeza. Quería un duelo sangriento, una confrontación de leyendas, no una rendición. La victoria sin lucha era vacía.
Lucha contra mí, cobarde Siseo Silas. Su calma se resquebrajó, revelando la desesperación que había debajo. Mi vida ha consistido en esperarte. No me lo niegues. Se acabó, dijo Joaquín con firmeza. Cerró los ojos, preparándose para el final, una imagen de Elara y David grabada en su mente.
Era una мυerte que tenía sentido, la redención final. Pero la bala nunca llegó. En cambio, se oyó un sonido diferente. El llanto agudo y exigente de un recién nacido llenando el silencio tenso. El pequeño David, ajeno a los dramas de los hombres, había comenzado a llorar hambriento e incómodo. El sonido pareció romper el hechizo. La realidad irrumpió en la fantasía de venganza de Silas.
Elara, con lágrimas corriendo por su rostro, comenzó a mecer suavemente a su bebé. susurrándole palabras tranquilizadoras. Silas Kean miró el llanto del bebé, el rostro protector de la madre y luego al hombre que estaba dispuesto a morir por ellos. Y en ese instante vio todo lo que nunca tendría, no solo una mujer o un hijo, sino el amor que lo unía todo.
Dio la fuerza en la rendición de Joaquín, una fuerza que su propia obsesión vengativa nunca podría igualar. La venganza de repente pareció patética. insignificante, ridícula. Llevaba años persiguiendo un fantasma solo para descubrir que el hombre al que cazaba había encontrado la vida real. Y él, Silas, seguía siendo el fantasma. Lentamente, con un temblor en la mano, bajó el revólver.
El fuego en sus ojos se extinguió, dejando solo un vacío ceniciento e infinito. “Tienes razón”, susurró. Su voz era la de un hombre hueco. Ya has ganado. Se dio la vuelta y salió por la puerta, no como un villano amenazante, sino como un hombre derrotado, un hombre que se había enfrentado a la verdad de su propia vida vacía y no había podido soportarla.
Joaquín se quedó de pie por un momento, el corazón martillando contra sus costillas. Cuando oyó los pasos de Silas alejándose, se derrumbó de rodillas, una reacción tardía de terror y alivio recorriendo su cuerpo. Corrió hacia el catre y se arrodilló, abrazando a Elara y a su hijo con tanta fuerza como se atrevió.
Lloró por primera vez en más de 20 años, no de pena, sino de una gratitud tan abrumadora que era dolorosa. Estaban a salvo, estaban juntos. La guerra había terminado, la habían ganado, no con balas, sino con amor. Un año después, el rancho de la rosa era un lugar de risas y sol.
El pequeño David, con el cabello oscuro de su padre y los ojos color avellana de su madre, daba sus primeros pasos vacilantes en el porche, persiguiendo a una mariposa. Joaquín no observaba desde su silla su rostro, antes una máscara de dureza, ahora se suavizaba fácilmente con sonrisas. Elara salió de la casa secándose las manos en el delantal. Se detuvo detrás de Joaquín y le rodeó los hombros con los brazos, apoyando la barbilla en su cabeza.
¿En qué piensa el gran ranchero? Preguntó ella en voz baja. Joaquín le tomó la mano y se la llevó a los labios besándole los nudillos. En que soy el hombre más afortunado del mundo. David tropezó y cayó suavemente sobre la hierba, soltando una risita en lugar de llorar. se levantó y siguió su persecución. “Somos afortunados”, corrigió el hemos construido algo hermoso a partir de la desesperación. Joaquín se giró en su silla para mirarla.
La luz del sol se enredaba en su cabello y a sus ojos era más hermosa que nunca. El recuerdo de su primer encuentro, el miedo y la violencia en el suelo de la cabaña, parecía de otra vida. “Recuerdo que te prometí un bebé para salvarte la vida.” dijo él. Su voz era una caricia. “Sí, lo recuerdo”, susurró ella.
“¿Sabes lo que más me asustó aquel día? No fue el acto en sí, fue la punzada de esperanza que sentí cuando me miraste a los ojos. La esperanza de que tal vez, solo tal vez, no era solo una mentira. Nunca lo fue del todo,”, admitió él. “Ni siquiera para mí. Eras la primera cosa buena que había tocado en una eternidad. Quería marcarte como mía, sí, pero no solo para protegerte.
Era para que nadie más pudiera tener la oportunidad de ver lo increíble que eras. Se puso de pie y la atrajó hacia él. David ahora estaba ocupado con un en la hierba dándoles un momento. “Señora de la Rosa”, murmuró contra sus labios. Su voz era un ronroneo bajo y travieso que todavía le provocaba escalofríos. Nuestro hijo parece bastante entretenido por ahora.
La cama está hecha, la casa está tranquila. Quizás tienes un momento para mostrarle a tu marido lo agradecida que estás por esta hermosa vida. El ara se echó a reír. El sonido se mezcló con el gorjeo de su hijo. Lo besó con todo el amor de su alma, un amor nacido del fuego y forjado en la paz. “Siempre tengo tiempo para ti, mi amor”, susurró.
Siempre él la levantó en sus brazos como tantas veces antes y la llevó adentro. La vida continuaba llena de días de trabajo duro y noches de tierna pasión. Juntos habían demostrado que incluso los comienzos más brutales podían florecer en las historias de amor más extraordinarias y que un hogar no se construye con madera y clavos, sino con perdón, valentía y la promesa inquebrantable de un corazón entregado a otro.
Lo perdió todo por una obsesión, por un orgullo ciego, creyendo que solo la venganza podía llenar el vacío de su alma. Pero cuando vio a Joaquín renacer, feliz y amado en los brazos de una familia, el arrepentimiento y la envidia le enseñaron a Silas Ke la lección más dura de su vida. La historia de Joaquín y Elara es un recordatorio poderoso de que el verdadero valor de una persona no está en la velocidad de su mano o en los fantasmas de su pasado, sino en la fuerza del amor que construye y protege.
A veces las segundas oportunidades no son para recuperar lo que perdimos, sino para convertirnos a través del dolor y el sacrificio en la persona que siempre debimos ser.
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