Entre sombras y balas: La historia de un sicario en Guerrero

Me llamo Alejandro*, y tengo 29 años. Mi historia no es fácil de contar, porque habla de muerte, miedo y de una vida que se perdió en un camino sin retorno. Crecí en un pequeño pueblo de Guerrero, una región donde la tierra es fértil, pero donde también brotan las balas y el dolor. Aquí, la violencia no es solo una noticia, es una realidad diaria, una sombra que acompaña cada paso.

Desde muy joven supe que la vida que quería no estaba hecha para mí. Soñaba con aprender idiomas, viajar, ver el mundo más allá de mi pueblo, pero no hubo escuela secundaria donde crecí, y la pobreza nos devoró a mí y a mi familia. Mi padre trabajaba en el campo, mi madre cuidaba la casa y yo, como muchos otros, me encontré atrapado entre la necesidad y la desesperación.

A los veinte años, hice “desaparecer” a mi primera víctima. Fue un hombre que, según me dijeron, traicionó a nuestro grupo y puso en riesgo a toda la comunidad. No tenía entrenamiento, nadie me enseñó cómo hacerlo, solo aprendí con el tiempo, viendo y escuchando, desarrollando métodos para que nadie pudiera sobrevivir o hablar después.

No soy un monstruo, aunque muchos piensen eso. En mi mente, siempre supe que lo que hacía era para proteger a mi gente. Aquí, las autoridades no nos ayudan, están corrompidas, y los carteles enemigos quieren controlar nuestras tierras, nuestra vida. Si no actuamos, ellos toman el poder y destruyen todo.

Con cada “trabajo” entendí que la violencia es una escuela cruel. Golpes, torturas, el miedo en los ojos de mis víctimas; todo formaba parte de un juego donde no había reglas, solo supervivencia. He matado a 30 personas en estos años. Solo tres fueron errores, personas inocentes atrapadas en la violencia que nos rodea.

El problema es que nadie denuncia. La gente tiene miedo de que los maten si hablan, y la policía muchas veces está de parte de los mafiosos o simplemente mira hacia otro lado. Por eso, la cifra oficial de desaparecidos es solo la punta del iceberg. En Guerrero, y en muchas partes de México, hay cientos, miles de personas que simplemente “se esfumaron”, sin que nadie sepa dónde están.

La mayoría de las víctimas terminan en fosas clandestinas, en el fondo del mar, o quemadas para borrar toda huella. Pero dentro de mí, siempre hubo un código. Nunca maté mujeres ni niños. Nunca obligué a nadie a cavar su propia tumba. Puede sonar extraño, pero era mi forma de mantener algo de humanidad en medio de la barbarie.

A veces siento miedo. Miedo de que me atrapen, de que me maten los carteles rivales o la misma policía corrupta. Miedo de perder todo lo que soy. Pero el miedo más grande es perder a mi familia, a la gente que amo, y que ellos sufran por mi culpa.

No quiero esta vida para mis hijos. No sé si tendré hijos algún día, pero sueño con un futuro diferente, uno donde pueda estudiar, viajar y vivir sin tener que disparar un arma para proteger a quienes quiero.

Sé que mi historia no cambiará el mundo, ni hará que la violencia desaparezca. Pero espero que alguien, en algún lugar, pueda entender que detrás de un sicario hay una persona, con miedos, sueños y una lucha diaria contra un destino que parecía ya escrito.

Al final, la violencia solo trae más violencia. Y en esta tierra donde la muerte parece estar siempre cerca, solo queda la esperanza de que algún día, la paz regrese, y con ella, la posibilidad de una vida nueva.