Cargaba sacos pesados bajo el sol abrasador, hasta que un millonario la vio y le cambió la vida. Lucía Gómez tenía solo 6 años cuando empezó a transportar sacos de arena que pesaban casi tanto como ella. La niña se despertaba cada día antes del amanecer para trabajar en la construcción de una casa en el pueblo de San Bartolomé de la Sierra, en el corazón de Andalucía, mintiendo a su abuela sobre dónde pasaba las mañanas.

Fue durante una de esas mañanas tórridas que Mateo Vargas detuvo su coche de alta gama en el camino polvoriento. El empresario millonario venía de Madrid para una visita rápida a la zona, pero la escena que presenció lo dejó paralizado. Una niña pequeña, con un vestido azul descolorido y el pelo recogido en una coleta, luchaba por levantar un saco de arena que claramente era demasiado pesado para su edad.

“Niña, ¿qué estás haciendo ahí?” gritó Mateo bajando del coche y dirigiéndose hacia ella. Lucía miró al hombre bien vestido con desconfianza. Nunca había visto a nadie así en el pueblo. “Trabajo, señor, y usted no debería estar aquí. Esta obra es peligrosa.” “¿Peligrosa? ¿Quién ha permitido a una niña trabajar aquí?” “Nadie me lo ha permitido.

Soy yo la que necesita trabajar”, respondió Lucía intentando levantar de nuevo el saco. Mateo sintió algo que le oprimía el pecho. Había visitado la zona solo para mantener una promesa hecha a su padre difunto, que había nacido allí 60 años antes. Nunca imaginó encontrar una situación así.

“¿Dónde están tus padres, pequeña?” “Solo tengo a mi abuela, y ella no debe saber que estoy aquí, porque si no, se enferma de nuevo.” El hombre observó los bracitos delgados de la niña, las marcas rojas que los sacos dejaban en sus pequeños hombros, y tomó una decisión que cambiaría sus vidas para siempre. Lucía había aprendido desde muy pequeña que la vida no era fácil.

Su abuela Sofía Herrera, de 72 años, criaba a la nieta sola desde que la niña era pequeña. La madre de Lucía se había ido cuando ella tenía solo tres meses, dejando solo una nota en la que decía que no era capaz de cuidar de la hija. Sofía era una costurera jubilada, pero su vista estaba empeorando en los últimos dos años.

Lo que la anciana no sabía era que su condición había empeorado más de lo que admitía a sí misma. Lucía se daba cuenta cuando la abuela tropezaba con los muebles o ponía sal en lugar de azúcar, pero la niña había aprendido a ayudar discretamente sin hacer sentir a la abuela incapaz.

El dinero de la pensión apenas alcanzaba para la comida. Las medicinas que Sofía necesitaba para el corazón y para la presión alta costaban casi la mitad de los ingresos familiares. Fue así como Lucía descubrió que Javier, el constructor, pagaba 5 € por cada saco de arena transportado. “Abuela, voy a jugar a casa de María”, mentía Lucía cada mañana. “Ve con cuidado, hija mía, y vuelve antes de que el sol esté demasiado fuerte.”

Pero Lucía no iba a jugar, caminaba 20 minutos hasta la obra donde Javier construía una casa para un comerciante del pueblo. El hombre, de 40 años, inicialmente se había negado a dejar trabajar a la niña, pero Lucía insistió tanto que al final cedió: “Solo puedes transportar los sacos pequeños, ¿de acuerdo? Y si tu abuela se entera, diré que viniste aquí sola.” Había pactado Javier. Lucía trabajaba tres horas cada mañana.

Lograba transportar entre 15 y 20 sacos, dependiendo del calor y de cuánto aguantaran sus pequeños brazos. Con el dinero compraba las medicinas de Sofía en la farmacia de Don José, sin que la abuela supiera de dónde provenía esa ayuda misteriosa.

Cuando Mateo vio a Lucía transportar aquel saco por primera vez, ella estaba en su tercer mes de trabajo. La niña había desarrollado su propia técnica para lograr levantar los sacos: los apoyaba contra un muro, se subía a una tabla y dejaba deslizar el saco sobre su pequeña espalda. “Mi nombre es Mateo.

¿Y tú?” “Lucía. Pero tiene que irse de aquí, porque si Javier llega y lo ve, pensará que se lo he dicho a alguien y no me dejará trabajar más.” “¿Y por qué trabajas, Lucía? Una niña de tu edad debería estar jugando.” Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas, pero las secó rápidamente con el dorso de la mano sucia de arena: “Porque mi abuela necesita medicinas y si no trabajo, se enfermará más.”

Mateo sintió como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. A sus 55 años, el empresario había construido un imperio en el sector de la construcción. Tenía más dinero del que podía gastar, dos casas, tres coches de alta gama, pero nunca había presenciado una demostración de amor tan pura como aquella. “¿Cuánto ganas al día aquí?” “Depende.

En los días buenos 100 €, en los malos 50.” “¿Y es suficiente para las medicinas de tu abuela?” Lucía miró sus pies descalzos antes de responder. “Casi siempre. Cuando no basta, le digo a Don José que recuperaré el dinero que falta al día siguiente. Y él acepta. Es bueno. Conoce a mi abuela desde que era pequeña.” Mateo observó la determinación en aquellos ojos marrones.

Lucía no estaba allí por elección, sino por necesidad. Y aunque era solo una niña, había encontrado una manera de cuidar a la persona que más amaba en el mundo. “Lucía, quiero conocer a tu abuela.” “¿Por qué? Porque quizás pueda ayudaros de una manera mejor que tú llevando estos sacos pesados.” “Usted no conoce a mi abuela, no acepta ayuda de nadie.

Siempre dice que ‘quien nada debe, nada teme’ y ‘quien acepta un favor, queda en deuda de por vida’.” Mateo sonrió por primera vez desde que había llegado al pueblo. Reconocía esa filosofía. Su padre, Manuel Vargas, había partido de San Bartolomé con la misma dignidad que parecía correr por las venas de esa familia. “Entonces hagamos así.

Hablaré con Javier y diré que soy su nuevo jefe. Seguirás trabajando, pero en cosas más ligeras, y pagaré más.” “¿Cuánto más?” “200 € al día.” Lucía abrió los ojos de par en par. Era más dinero del que podía imaginar. “¿Pero tendré que trabajar más?” “No, en realidad trabajarás menos.” “No entiendo.” “Entenderás. ¿Confías en mí?” Lucía estudió el rostro de Mateo. Había algo en aquel hombre que la hacía sentir segura, incluso sin conocerlo. “Está bien, pero mi abuela no debe saber que hay alguien de fuera que me paga. Pensará que es limosna.” “De acuerdo.” Lo que Lucía no sabía era que Mateo había reconocido algo más que determinación en ella.

Cuando la niña transportaba los sacos, tarareaba una vieja copla que él conocía desde pequeño. Era la misma canción que su padre cantaba cuando trabajaba en el campo antes de partir a Madrid en busca de una vida mejor. Mateo pasó el resto de la tarde observando a Lucía trabajar, y por cada saco que llevaba, se convencía más de que aquel encuentro no era una coincidencia, había algo en esa niña y en ese lugar que lo conectaba con sus raíces de una manera que no lograba explicar. Cuando Lucía terminó el trabajo ese día, Mateo la siguió discretamente a su casa. Lo que vio lo golpeó aún más. La pequeña vivienda de solo dos habitaciones estaba en condiciones precarias. El techo goteaba, las paredes necesitaban pintura y la pequeña verja de madera estaba casi cayendo. Lucía entró por la puerta principal gritando: “¡Abuela, ya llegué!” “Gracias a Dios, hija mía, estaba preocupada. El sol está demasiado fuerte hoy.”

¡Pero qué abuela! He jugado a la sombra toda la mañana.” Mateo escuchó la conversación desde la calle y sintió de nuevo el pecho oprimido. Aquella niña mentía para proteger a la abuela, llevaba pesos más allá de sus fuerzas para garantizar que la única familia que tenía siguiera viva y con salud. Aquella noche, en el pequeño hotel del pueblo, Mateo no pudo dormir. Llamó a su asistente en Madrid.

“David, necesito que investigues todo sobre una familia aquí en San Bartolomé. La abuela se llama Sofía Herrera y la nieta Lucía.” “¿Algún problema, Don Mateo?” “Al contrario. Quizás sea la solución a un problema que ni siquiera sabía que existía.” “¿Cómo sería eso?” “Entenderás. Quiero saber todo sobre ellas y David… cancela todos mis compromisos de la próxima semana.

Me quedaré más tiempo aquí.” “Pero señor, tiene la reunión con los inversores japoneses el jueves.” “Pospónla, hay algo más importante aquí.” A la mañana siguiente, Mateo llegó a la obra antes que Lucía. Encontró a Javier organizando las herramientas. “Javier, ¿verdad? Soy Mateo Vargas.”

El constructor miró al hombre bien vestido con desconfianza. “¿Puedo ayudarle en algo?” “En realidad, es sobre la niña que trabaja aquí. Lucía.” Javier se puso rígido inmediatamente. “Mire señor, yo no la he obligado a trabajar. Es ella la que insistió tanto que al final cedí y solo le hago llevar los sacos pequeños.”

“Calma, Javier, no he venido a crear problemas, quiero ayudar.” “¿Cómo sería eso?” “Quiero contratar a Lucía, pero para trabajos adecuados a su edad, y quiero pagar bien.” “¿Contratar a una niña de 6 años? ¿Para qué?” “Aún no lo sé exactamente, pero lo descubriré.” Javier miró a Mateo como si estuviera loco. “¿Usted de dónde es, disculpe?” “De Madrid, pero mi padre nació aquí en San Bartolomé.” “¿Cómo se llamaba?” “Manuel Vargas.

Se fue de aquí en 1965.” Los ojos de Javier se abrieron de par en par. “Manuel Vargas, el hijo del difunto Juan Sánchez.” “Exactamente.” “Chico, su padre y mi padre eran amigos de la infancia. Mi padre siempre hablaba de él. Decía que Manuel llegaría lejos en la vida.” “Y llegó lejos.

Construyó una gran empresa en Madrid. Desafortunadamente, falleció el año pasado.” “Lo siento, chico. Su padre era un hombre bueno.” “Lo era, sí. Y creo que estaría orgulloso de saber que estoy intentando ayudar a alguien de aquí.” “Así que es eso. ¿Usted quiere ayudar a la niña Lucía?” “Quiero, pero de la manera correcta, sin que parezca limosna para su familia.” “Será difícil.

La señora Sofía es muy orgullosa, como lo era su padre.” “¿Entonces conoce a la abuela de Lucía?” “La conozco. Aquí todos nos conocemos. La señora Sofía es una persona muy buena. Perdió al marido hace 10 años. Crió a la hija sola y ahora está criando a la nieta. Nunca ha pedido ayuda a nadie.”

“¿Y la hija de Lucía, dónde está?” Javier guardó silencio por unos segundos. “Esa es una historia triste, chico. Lucía (la madre) era una chica guapa, pero siempre estuvo un poco perdida. Se quedó embarazada muy joven. El padre de la niña desapareció y ella no aguantó la responsabilidad. Dejó a la niña con la madre y se fue.” “¿Para dónde?” “Nadie lo sabe. Desapareció de verdad.

No da noticias desde hace más de 5 años.” “¿Y Lucía lo sabe?” “La señora Sofía nunca le ha contado la verdad completa. Le ha dicho que la madre tuvo que viajar por trabajo y que un día volverá.” Mateo procesaba esta información cuando oyó la voz de Lucía acercándose. “¡Javier, hoy estoy más fuerte, puedo llevar también los sacos grandes!” “Lucía, ven aquí. Quiero presentarte a alguien.” La niña llegó corriendo, toda sudada por la caminata bajo el sol. “Hola, señor Mateo. ¿Usted volvió de verdad?” “Volví, sí, y tengo una propuesta para ti.” “¿Qué tipo de propuesta?” “A partir de hoy, trabajarás para mí, pero no llevando sacos pesados.”

“¿Haciendo qué entonces?” “Acompañándome por el pueblo, contándome historias sobre la gente de aquí, mostrándome lugares interesantes.” Lucía lo miró confundida. “¿Eso es un trabajo?” “Lo es, sí. Es un trabajo muy importante. Serías mi guía turística oficial.” “¿Y cuánto me pagará?” “¿300 € al día?” Lucía casi se desmaya. “¡300 € al día! ¿De verdad?” “De verdad.” “Pero yo no sé ser guía turística, nunca lo he hecho.” “¿Sabes contar historias?” “Sí.”

¿Sabes caminar por el pueblo?” “Sí.” “Entonces sabes ser guía turística.” Javier observaba la conversación con una sonrisa en el rostro. Estaba empezando a entender lo que Mateo pretendía hacer. “Lucía, antes de aceptar, tienes que hablar con tu abuela.” “Pero si le digo a la abuela que un hombre rico quiere pagarme 300 € al día solo por charlar, pensará que hay algo raro.” “Entonces hagamos algo diferente”, sugirió Mateo.

“Voy a tu casa, me presento a tu abuela, le digo que soy el hijo de Manuel Vargas y le explico que necesito a alguien que me muestre el pueblo donde nació mi padre. Y si no me deja, entonces tendremos que respetar su decisión.” Lucía se quedó pensativa.

Era mucho dinero, más de lo que podría ganar transportando sacos durante meses, pero tenía miedo de que algo saliera mal y perdiera tanto esa oportunidad como el trabajo con Javier. “Está bien, pero ¿me promete que si mi abuela dice que no, no insistirá?” “Lo prometo.” “¿Y promete que no le dirá lo de los sacos?” “Prometo también eso.” “Entonces, vamos a hablar con ella.”

El camino hacia la casa de Lucía fue revelador para Mateo. La niña conocía a cada persona que encontraban por la calle, saludaba a todos con una sonrisa genuina y recibía a cambio el mismo cariño. Era evidente que, a pesar de la situación difícil en casa, Lucía era querida por toda la comunidad.

“Aquella de allí es la casa de la señora María, que hace los mejores dulces de leche de la zona”, indicó Lucía. “Y aquella otra es del señor Pepe, que arregla bicicletas y a veces me da un caramelo cuando paso por delante.” “Tienes muchos amigos aquí.” “Aquí todos son mi familia. Cuando mi abuela se enferma, la señora María siempre trae comida para nosotros, y el señor Pepe ya ha arreglado nuestra olla dos veces sin pedir nada.”

“¿Así es como funciona en los pueblos pequeños?” “Creo que sí. Todos cuidan de todos.” Mateo sonrió, recordaba vagamente las historias que su padre contaba sobre la infancia en San Bartolomé, pero había olvidado cómo una pequeña comunidad podía ser acogedora. Cuando llegaron a casa de Lucía, la niña gritó: “¡Abuela, he traído una visita!”

Sofía apareció en la puerta, secándose las manos en un paño de cocina. Era una señora menuda, con el pelo gris recogido en un moño y ojos amables que claramente hacían esfuerzo por ver. “Buenas tardes, señora, soy Mateo Vargas.” “Buenas tardes, joven. Entre, entre. Lucía, ve a buscar un vaso de agua para el invitado.” “No se moleste, señora Sofía.” “Molestia ninguna.

En mi casa, el invitado siempre tiene derecho a agua fresca.” Mateo entró en la pequeña sala de estar. Los muebles eran sencillos, pero todo estaba impecablemente limpio y en orden. En la pared había algunas fotos antiguas y un crucifijo de madera. “Siéntese aquí en el sofá, que es más cómodo”, ofreció Sofía. “Muchas gracias, señora Sofía, he venido porque necesito su ayuda.”

“¿Nuestra ayuda? ¿En qué podemos ayudarle?” “Mi padre nació aquí en San Bartolomé, Manuel Vargas. ¿Usted lo conoció?” Los ojos de Sofía se iluminaron. “¡Claro que lo conocí!” “Manuel era un chico muy listo. Siempre decía que se iría de aquí y se construiría una vida mejor en la ciudad. Y lo consiguió.” “Lo consiguió.

Fundó una empresa de construcción en Madrid, se casó, tuvo un hijo. Desafortunadamente, falleció el año pasado.” “Que Dios lo tenga en su gloria. Era un buen chico, lo era de verdad.” “Y antes de irse, me hizo prometer que un día vendría a conocer San Bartolomé. He venido para cumplir esa promesa.”

“Qué cosa bonita, hijo. ¿Y en qué podemos ayudarle?” “Necesito a alguien que me muestre el pueblo, que me cuente las historias de los lugares, que me ayude a entender cómo era la vida aquí cuando mi padre era niño. ¿Y ha pensado en Lucía?” “He pensado. Ella parece conocer a todos y cada lugar.”

Sofía miró a la nieta, que había vuelto con un vaso de agua. “Lucía, ¿te gustaría ayudar a tu Mateo?” “Me gustaría, sí, abuela, pero solo si usted me lo permite.” “¿Y usted pagará por eso?” preguntó Sofía directamente a Mateo. “Claro, es un trabajo, después de todo.” “¿Cuánto?” Mateo dudó. Tenía miedo de que la cifra fuera demasiado alta y Sofía sospechara. “100 € al día.”

Lucía lo miró sorprendida. Era mucho menos de lo que había ofrecido en la obra, pero entendió de inmediato que estaba intentando no alarmar a la abuela. “100 €”, repitió Sofía. “¿Al día?” “Exacto.” “Son muchos dineros, señor Mateo.” “En realidad, señora Sofía, es el precio justo. En Madrid, un guía turístico cobra eso o más.” “Pero aquí no es Madrid.”

“Tiene razón, pero el servicio es el mismo.” Sofía guardó silencio durante unos minutos, reflexionando. “Lucía, ve al patio y déjame hablar con el señor Mateo.” “Está bien, abuela.” Después de que Lucía se fuera, Sofía se acercó a Mateo. “Señor Mateo, ¿puedo hacerle una pregunta personal?” “Claro.” “¿Por qué está haciendo esto? ¿Por qué ha elegido a mi nieta como guía?” Mateo se dio cuenta de que Sofía, a pesar de la vista débil, era una mujer muy perspicaz.

“Porque me ha recordado a mi padre. La determinación, la forma de hablar, la manera de tratar a las personas. Mi padre siempre decía que los niños de aquí tenían algo especial.” “Y lo tenían. Los niños de aquí aprenden pronto a valorar a las personas y a trabajar por lo que quieren.” “Exactamente. Y me gustaría que Lucía me lo enseñara de nuevo.”

“¿Qué quiere decir?” “Señora Sofía, he construido una gran empresa, tengo mucho dinero, pero siento que he perdido algo por el camino. Cuando vi a Lucía hoy, me acordé de lo que mi padre siempre intentaba enseñarme sobre la sencillez y la dignidad.” “Entiendo. ¿Y usted cree que mi nieta puede ayudarle a reencontrarlo?” “Creo que sí.” Sofía calló de nuevo, evaluando a Mateo. “Está bien.

Lucía puede trabajar con usted, pero con algunas condiciones.” “¿Cuáles?” “Primero, nada de viajes lejos del pueblo. Segundo, vuelve a casa todos los días a la hora de comer. Tercero, a la primera señal de que algo no va bien, deja de trabajar.” “De acuerdo con todo.” “Y una cosa más, si en algún momento usted siente que nos está haciendo caridad, pare inmediatamente. No necesitamos caridad.” “Entendido.” “Entonces está decidido.” Lucía volvió corriendo del patio. “Entonces, abuela, ¿puedo trabajar con el señor Mateo?” “Sí, hija mía, pero recordando las reglas de las que hemos hablado.” “¿Qué reglas?” “Volver a casa a la hora correcta, no alejarse demasiado y portarse siempre bien.” “Puede contar conmigo, abuela, me portaré bien.”

“Entonces, señorita Lucía”, dijo Mateo solemnemente, “¿quiere empezar a trabajar ahora?” “¡Ahora, ahora! Quiero que me lleve a conocer los lugares donde mi padre jugaba de niño.” Lucía dio palmas entusiasmada. “Sé exactamente dónde llevarle.” “Entonces, vamos. ¿Puedo ir, abuela?” “Puedes, pero vuelve antes de las 2:00 para almorzar.” “Vale.” Y así comenzó la colaboración entre Mateo y Lucía. Lo que ninguno de los dos imaginaba era que ese primer paseo revelaría secretos sobre el pasado que lo cambiarían todo. Lucía llevó a Mateo primero a la plaza principal de San Bartolomé. Era un espacio pequeño, con bancos de madera y una iglesia antigua al fondo.

“Aquí es donde todos se encuentran al atardecer”, explicó Lucía. “Mi abuela dijo que su padre jugaba mucho aquí de pequeño.” “¿De verdad?” “Sí, dijo que él y sus amigos hacían competiciones de peonzas justo allí, debajo de ese árbol grande.” Mateo miró el árbol centenario que Lucía señalaba. Podía imaginar a su padre de niño, compitiendo con los amigos, sin imaginar que un día su hijo estaría allí décadas después descubriendo ese lugar.

“¿Y esa casa de allí?” preguntó Mateo señalando una construcción antigua al otro lado de la plaza. “Esa de allí era donde vivía el señor Juan Sánchez, abuelo de su padre. Ahora vive la familia del señor Joaquín.” “¿Puedo visitarla?” “Claro, el señor Joaquín es muy simpático. Ven, te lo presento.” Lucía llamó a la puerta de la casa y un hombre de unos 70 años apareció.

“Hola, señor Joaquín. He traído a alguien para conocerle.” “Hola Lucía, ¿quién es este chico?” “Es el hijo de Manuel Vargas, ¿recuerda al Manuel que vivía en esta casa de pequeño?” Los ojos del señor Joaquín se abrieron de par en par. “¡El hijo de Manuel! ¡Chico, entra ahora mismo!” “Mucho gusto, señor Joaquín. Soy Mateo.”

“El gusto es mío, chico. Vaya, cómo te pareces a tu padre. La misma altura, la misma forma de hablar.” “¿De verdad?” “Sí, sí. Tu padre era mi mejor amigo cuando éramos niños. Jugábamos juntos todos los días.” “La señora Lucía me ha contado que hacíais competiciones de peonzas en la plaza.” “¡Lo hacíamos de verdad! Y tu padre siempre ganaba.

Tenía una habilidad increíble para esas cosas.” “¿Puede contarme más historias sobre él?” “Claro que sí. ¿Quiere entrar? Mi mujer está preparando café.” “Acepto encantado.” Durante la hora siguiente, el señor Joaquín contó decenas de historias sobre la infancia de Manuel.

Mateo descubrió que su padre había sido un líder natural entre los niños, siempre inventando juegos y aventuras. Supo también que Manuel era conocido por ayudar a las familias más necesitadas, incluso siendo niño. “Tu padre ya era generoso de pequeño”, contó el señor Joaquín. “Cuando la familia del pescador Pepe pasó hambre durante la sequía de 1963, fue él quien organizó a los otros niños para recoger comida.” “Nunca me contó esa historia.” “Tu padre era modesto, no le gustaba hablar de las cosas buenas que hacía.” Lucía escuchaba todo en silencio, fascinada. Estaba descubriendo que el padre de su jefe había sido una persona muy especial. Cuando salieron de la casa del señor Joaquín, Mateo estaba conmovido. “Lucía, gracias por traerme aquí.”

“¿Le han gustado las historias?” “Me han gustado mucho. He aprendido cosas sobre mi padre que no sabía.” “¿Quiere conocer otros lugares?” “Sí.” “Entonces, vamos al río. Su abuela dijo que su padre y sus amigos pescaban allí casi todos los días.” El río estaba a 10 minutos a pie de la plaza.

Era un curso de agua pequeño pero cristalino que atravesaba el pueblo de un lado a otro. “Mira, allí hay una gran roca que todos llaman ‘la Roca de Manuel’”, indicó Lucía. “¿Roca de Manuel?” “Sí. Dicen que su padre era el único que conseguía saltar desde allí hasta la otra orilla.” Mateo miró la distancia entre las dos orillas. Era un salto considerable incluso para un adulto.

“¿Él saltaba esto de niño?” “Todos dicen que sí, por eso la llaman la Roca de Manuel.” Mateo subió a la roca y miró al otro lado. Sintió una mezcla de orgullo y nostalgia. Su padre había sido realmente especial y esa gente todavía lo recordaba con cariño después de tantos años. “Lucía, ¿puedo hacerte una pregunta personal?” “Claro.” “¿Eres feliz aquí en San Bartolomé?” La niña pensó durante unos segundos antes de responder: “Sí. Tengo a mi abuela, tengo amigos, conozco a todos. Pero a veces pienso en cómo sería vivir en una gran ciudad.” “¿Por qué?” “Porque en la ciudad grande hay un hospital mejor para curar la vista de mi abuela.” Mateo sintió de nuevo esa opresión en el pecho, incluso siendo niña, Lucía ya pensaba en cómo cuidar mejor a la abuela. “¿Y si hubiera una manera de curar la vista de su abuela aquí mismo?” “Es decir, ¿y si un médico especialista viniera aquí para visitarla?” “¿Existe eso?” “Sí, existe.

Se llama atención domiciliaria. Es cara a veces, pero a veces hay formas de conseguirla gratis.” “¿De verdad?” “De verdad.” Lucía se quedó pensativa. “¿Usted cree que mi abuelita dejaría que un médico la visitara?” “No lo sé. ¿Por qué no iba a dejar?” “Porque siempre dice que los médicos cuestan caros y que los problemas de vista de las personas mayores no tienen solución.”

“Tu abuela se equivoca. Muchos problemas de vista se pueden curar.” “¿De verdad?” “De verdad.” “¿Usted conoce a algún médico que cure la vista?” Antonio sonrió. “Conozco a algunos en Madrid.” “¿Pero vendrían hasta aquí?” “Si se lo pidiera, quizás sí.” “¿Y por qué usted lo haría?” “Porque tú me estás ayudando a conocer mejor a mi padre.

Es justo que yo te devuelva el favor de alguna manera.” ¡Lucía saltó de alegría! “¿De verdad? ¿Usted puede traer un médico para curar a mi abuelita?” “Puedo intentarlo, pero primero tenemos que hablar con ella y convencerla de que acepte.” “Será difícil porque… porque no le gusta cuando la gente intenta ayudarla sin que ella lo pida.” “Entonces pensemos en una manera de hacer que ella lo pida.”

“¿Cómo?” “Aún no lo sé, pero lo descubriremos.” Pasaron el resto de la mañana visitando otros lugares significativos de la infancia de Manuel: la escuela donde estudiaba, la tienda donde compraba caramelos, la casa donde vivía su mejor amigo. En cada lugar, Lucía encontraba a alguien que tenía una historia que contar sobre el padre de Antonio.

Cuando fue hora de volver a casa, Antonio estaba completamente fascinado por San Bartolomé y por Lucía. “Lucía, eres una guía turística excelente.” “Gracias. Mañana puedo mostrarle otros lugares.” “Claro, pero primero tengo que arreglar algunas cosas.” “¿Qué tipo de cosas?” “Cosas relacionadas con el médico para tu abuela.” “¿Lo intentará de verdad?” “Lo intentaré de verdad.” Cuando llegaron a casa de Lucía, Sofía estaba preparando el almuerzo. “Entonces, ¿cómo ha ido el paseo?” “Ha sido fantástico, abuela. El señor Antonio ha conocido a un montón de gente que era amiga de su padre.” “¡Qué bien! ¿Y tú te has portado bien?” “Se ha portado de maravilla, señora Sofía”, dijo Antonio. “Le agradezco mucho que haya permitido a Lucía acompañarme. Me ha ayudado muchísimo.”

“Qué placer. Y volverá mañana.” “Si usted lo permite.” “Sí, permito. A Lucía le ha gustado trabajar con usted.” “Entonces, hasta mañana.” “¡Señor Antonio!”, lo llamó Lucía mientras estaba saliendo. “No se olvide de aquello de lo que hablamos, ¿eh?” “No me olvido.” Antonio volvió al hotel con la cabeza bullendo de ideas.

Tenía que encontrar una manera de ayudar a Lucía y Sofía sin herir el orgullo de la familia. Y también tenía que entender por qué sentía una conexión tan fuerte con esas dos personas. Esa noche llamó de nuevo a David. “David, necesito más cosas.” “Diga, Don Mateo.” “Quiero que busques un excelente oftalmólogo, preferiblemente alguien que haga trabajos voluntarios o visitas especiales.”

“¿Para qué, señor?” “Para una señora aquí en San Bartolomé que necesita tratamiento.” “Entendido. ¿Algo más?” “Quiero que investigues proyectos sociales de empresas de construcción en el interior de Andalucía.” “¿Algún proyecto específico?” “No. Quiero ver si nuestra empresa puede crear algo aquí.” “¿En San Bartolomé?” “Exactamente.” “Señor, ¿puedo preguntar qué está pasando allí?”

“Estoy cumpliendo una promesa a mi padre, David. Y estoy descubriendo algo sobre mí mismo en el proceso.” “Entendido. Y David… pospón todos mis compromisos de las próximas dos semanas. Me quedaré aquí más tiempo de lo previsto.” “¿Dos semanas, señor? Tiene la reunión con el consejo el próximo lunes.” “Pospónla.”

“Pero señor…” “David, por primera vez en mucho tiempo, he encontrado algo más importante que las reuniones de negocios.” “Si usted lo dice…” “Lo digo. Y gracias por la comprensión.” A la mañana siguiente, Antonio llegó a casa de Lucía antes de lo previsto. Encontró a la niña en el patio tendiendo ropa. “Hola, señor Antonio, hoy ha llegado temprano.” “Hola Lucía, te he traído una sorpresa.”

“¿Qué sorpresa?” Antonio mostró un sobre con dinero. “Tu pago de ayer.” “¿Ya? Pero si solo trabajamos medio día.” “Y trabajaste muy bien. Por cierto, hoy quiero pagarte por el día entero. 200 euros.” “¿200? Pero ayer usted dijo que eran 100.” “Ayer estaba comprobando si eras una buena guía. Hoy ya sé que eres excelente.” Lucía cogió el dinero con los ojos brillantes. “Se lo daré a mi abuela para comprar las medicinas.” “Lucía, ¿puedo sugerir una cosa?” “Diga.” “¿Qué tal si guardaras 50 euros y le dieras 150 a tu abuela?” “¿Por qué?” “Porque siempre es bueno tener un poco de dinero ahorrado para emergencias.”

“¿Emergencias?” “Sabes, si un día tu abuela necesitara algo urgente y no hubiera dinero en casa.” Lucía reflexionó sobre la sugerencia. “Tiene sentido. Lo haré.” “Genial. Oye Lucía… sobre ese asunto del que hablamos ayer. Del médico.” “Exacto.” “He conseguido contactar con un excelente oftalmólogo de Madrid.” “¿Y vendrá?” “Sí, vendrá. Pero cobrará por la visita.” El rostro de Lucía se ensombreció.

“¿Cuánto?” “500 euros.” “¡500 euros! Eso es mucho dinero, señor Mateo.” “Lo es, sí. Pero tengo una idea.” “¿Cuál?” “¿Y si trabajaras como mi guía turística unos días más hasta reunir ese dinero?” “¿Usted lo haría?” “Lo haría. Pero sería un trabajo de verdad. Tendrías que mostrarme toda la comarca, contarme la historia, presentarme a otras personas.”

“¡Puedo hacerlo!” “Estoy seguro de que puedes. Entonces, ¿trato hecho?” “¡Hecho!” “Perfecto. Ahora vamos a informar a tu abuela sobre el médico.” Entraron en la casa, donde Sofía preparaba el desayuno. “Buenos días, señora Sofía.” “Buenos días, señor Mateo. Hoy ha llegado temprano.” “Sí. Y traigo una novedad.” “¿Qué novedad?” “He conseguido una cita con un oftalmólogo para usted.” Sofía dejó de hacer lo que estaba haciendo.

“¿Un oftalmólogo? ¿Para qué?” “Para revisarle la vista. Lucía me ha dicho que está teniendo algunas dificultades.” “¡Lucía!”, dijo Sofía en tono de reproche. “No deberías hablar de nuestros problemas con los demás.” “Perdona abuela, pero el señor Mateo dijo que los problemas de vista pueden tener cura.” “Y es verdad, señora Sofía”, confirmó Mateo.

“Muchas veces lo que parece ser cosa de la edad es en realidad algo que se puede corregir.” “¿Y cuánto cuesta esa visita?” “El médico cobra 500 euros.” “¿500 euros? ¡Dios mío, eso son dos meses de mi pensión!” “Lo sé. Pero Lucía y yo hemos llegado a un acuerdo. Trabajará como mi guía unos días más hasta reunir ese dinero.”

Sofía miró a la nieta y luego a Mateo. “No puedo aceptar eso.” “¿Por qué no, abuela?”, preguntó Lucía. “¡Es trabajo, no es un favor!” “Porque es demasiado dinero para el tipo de trabajo que harás.” “Señora Sofía”, intervino Mateo. “¿Puedo explicarlo mejor?” “Diga.” “Estoy desarrollando un proyecto para crear una ruta turística histórica sobre las familias que salieron del interior para construir una vida en las grandes ciudades.

La historia de mi padre es una de ellas. Lucía sería fundamental en este proyecto. Conoce las historias, conoce a la gente, sabe explicar todo con claridad. Es exactamente lo que necesito. Y después de que el proyecto esté listo, otros turistas podrán venir aquí a conocer estas historias. Lucía podría seguir trabajando como guía oficial.” Sofía guardó silencio, pensativa.

“¿Es verdad lo que está diciendo?” “Es verdad. Además, si el proyecto tiene éxito, otras personas del pueblo podrán ganar dinero con el turismo histórico. Vendiendo artesanía, comida típica, ofreciendo alojamiento. El turismo mueve la economía local.” Lucía seguía fascinada la conversación, no había entendido completamente la idea del proyecto, pero estaba entusiasmada con la idea de seguir trabajando y ayudar a otras personas del pueblo. “Está bien”, dijo finalmente Sofía.

“Lucía puede trabajar en el proyecto, pero con las mismas condiciones de antes.” “Claro. Y señora Sofía, sobre el médico… si Lucía consigue ganar el dinero trabajando, acepto hacer la visita.” “¡Genial!”, exultó Lucía. “¿Cuándo podemos empezar?” “Ahora mismo. Hoy mismo te enseñaré cómo funciona el trabajo de investigación histórica.”

Y así, Mateo y Lucía comenzaron una nueva fase de su colaboración. Lo que iba a ser solo un paseo turístico se estaba convirtiendo en algo mucho más grande.

En los días siguientes, Mateo y Lucía trabajaron juntos para documentar la historia de San Bartolomé. Visitaron a todas las familias antiguas del pueblo, grabaron los testimonios de los ancianos, fotografiaron casas históricas y mapearon los lugares donde habían vivido las principales familias de emigrantes. Lucía se reveló como una investigadora nata.

Tenía facilidad para hacer que la gente se abriera y contara sus historias, y una memoria impresionante para recordar los detalles. “Señor Mateo, he descubierto una cosa interesante”, dijo Lucía al cuarto día de trabajo. “¿Qué es?” “En la familia de mi abuela también hay quien se fue a la gran ciudad.” “¿De verdad?” “Sí. Tenía un hermano que se fue a Barcelona en 1970.

Nunca más dio noticias.” “¿Cómo se llamaba?” “Javier Herrera. Todos lo llamaban ‘Javier el albañil’.” “¿Y por qué se fue?” “Mi abuela decía que quería ganar dinero para ayudar a la familia, pero en cuanto llegó a Barcelona, dejó de escribir cartas.” “Tu abuela se quedó muy dolida.” “Decía siempre que se arrepentía de no haber intentado encontrarlo.”

“¿Y por qué no lo intentó?” “Porque no sabía cómo. En aquellos tiempos no había teléfono, ni internet, ni esas cosas. Cuando alguien desaparecía, desaparecía de verdad.” Mateo se quedó pensativo. La historia de Javier Herrera se parecía mucho a la de su padre, pero con un desenlace diferente.

“Lucía, ¿te gustaría que intentara buscar noticias de tu tío abuelo?” “¿Usted conseguiría?” “Puedo intentarlo. Tengo algunos contactos en Barcelona.” “Mi abuela se pondría felicísima si supiera que está bien.” “Entonces veré qué puedo descubrir.” Esa noche, Mateo llamó a David con otra tarea.

“David, necesito que busques información sobre un hombre llamado Javier Herrera, que salió de San Bartolomé, Andalucía, hacia Barcelona en 1970.” “¿Otro de la familia Herrera?” “En realidad, es el hermano de la abuela de Lucía.” “Entendido. Veré qué puedo encontrar.” “Y David, ¿cómo van las cosas por ahí?” “Bien, Don Mateo. Pero los inversores japoneses preguntan cuándo retomará las negociaciones.” “Diles que estaré de vuelta en dos semanas.”

“¿Dos semanas, señor? ¿No había dicho que se quedaría 15 días?” “He cambiado de idea. Me quedaré más tiempo.” “¿Cuánto?” “Aún no lo sé. Depende de cómo evolucionen las cosas aquí.” “Señor, ¿puedo preguntar si todo va bien?” “Va todo de maravilla, David. Quizás mejor que en todos estos años.” Al día siguiente, llegó el oftalmólogo de Madrid.

El Dr. Carlos Morales era un hombre de 60 años, especialista en intervenciones de cataratas y otros problemas visuales relacionados con la edad. “Buenos días, señora Sofía, soy el Dr. Carlos.” “Buenos días, doctor, adelante, entre.” “He venido para visitarle la vista. El señor Mateo me ha hablado de sus dificultades.” “Doctor, antes de empezar, quiero dejar claro que pagaré por la visita.”

“Claro, señora Sofía. 500 € como se acordó.” Lucía entregó el dinero a la abuela, que se lo pasó al médico. “Muy bien. Ahora veamos cómo está su vista.” La visita duró cerca de una hora. El Dr. Carlos probó la vista de Sofía de varias maneras, examinó sus ojos con aparatos especiales que había traído e hizo varias preguntas sobre cuándo habían empezado los problemas.

“¿Y entonces, doctor?” preguntó Sofía con ansiedad. “Señora Sofía, tengo buenas noticias.” “¡Buenas noticias!” “Señora, tiene cataratas en ambos ojos, pero es un caso que puede ser completamente resuelto con cirugía.” “¿Cirugía? ¿Es peligroso?” “No, no es peligroso.

Es un procedimiento sencillo que dura unos 20 minutos por ojo.” “¿Y cuánto cuesta?” “Normalmente, cuesta unos 8.000 € por ojo.” El rostro de Sofía palideció. “8.000 por ojo. 16.000 en total.” “Exacto. Pero usted tiene derecho a hacerlo por la Seguridad Social.” “¿Por la Seguridad Social?” “Sí. El sistema público de salud cubre este tipo de intervención.” “¿Y tarda mucho en conseguirse?”

“Normalmente sí. Pueden ser de 2 a 3 años.” “¡3 años!”, exclamó Lucía. “Pero doctor, mi abuela no puede esperar 3 años.” El Dr. Carlos miró a Mateo, que había permanecido en silencio durante toda la visita. “Bueno… hay otra opción.” “¿Cuál?”, preguntaron Sofía y Lucía al mismo tiempo. “Tengo un programa especial para pacientes de bajos ingresos.

Puedo hacer la intervención por 2.000 € por ojo.” “¿4.000 en total?”, preguntó Sofía. “Exacto.” “Son muchos dineros, doctor, no tengo cómo pagarlos.” “¡Abuela!”, dijo Lucía. “¿Y si siguiera trabajando con el señor Mateo? En unos meses juntamos ese dinero.” “¿Unos meses?”, preguntó el Dr. Carlos. “El problema es que no puedo esperar unos meses.

Este programa especial solo está disponible este mes.” “¡Este mes!”, repitió Sofía. “Pero es imposible juntar 4.000 euros en menos de un mes.” Fue entonces cuando Mateo habló por fin. “En realidad… quizás no sea imposible.” “¿Qué quiere decir?”, preguntó Sofía. “Lucía, ¿recuerdas el proyecto turístico que estamos desarrollando?” “Me acuerdo.”

“Pues he conseguido la aprobación de mi empresa para patrocinar el proyecto.” “¿Patrocinar?” “Significa que mi empresa invertirá dinero en el proyecto. Y eso incluye pagar un sueldo mensual a la coordinadora local.” “¿Coordinadora local?” “Señora Sofía, ¿le gustaría trabajar como coordinadora del proyecto de turismo histórico de San Bartolomé?” Sofía se quedó boquiabierta.

“¿Yo? ¡Pero si no veo bien, señor Mateo!” “Pero usted conoce todas las historias del pueblo, conoce a todas las familias, sabe quién puede ayudar con qué. La vista no es lo más importante para este tipo de trabajo.” “¿Y cuánto sería el sueldo?” “4.000 € al mes.” Sofía casi se desmaya. “¡4.000 € al mes!” “Exacto.

Y el primer pago sería hoy, para que usted pueda hacer la intervención.” “Pero señor Mateo, ¡esto es caridad disfrazada!” “No lo es en absoluto, señora Sofía. Es un trabajo de verdad. La necesitaré para coordinar las visitas, organizar los itinerarios, formar a otras guías, supervisar los eventos. Es un trabajo que le exigirá mucho.” “Y si no consigo hacerlo bien…” “Conseguirá. Y además, Lucía puede ayudar.” Lucía estaba radiante. “¡Abuela, acepta, por favor!”

Sofía guardó silencio durante largos minutos, procesando todo lo que había sucedido. “Doctor Carlos, si me hago la intervención este mes, ¿cuánto tiempo tardo en volver a ver bien?” “Unas dos semanas después de la última intervención. La recuperación es bastante rápida.” “¿Y mientras me estoy recuperando, no puedo trabajar?” “Sí, puede. Solo no puede hacer esfuerzos físicos ni levantar pesos.”

“Entonces… acepto el trabajo”, dijo Sofía a Mateo. “Pero quiero dejar claro que trabajaré en serio.” “Sé que lo hará. Y si en algún momento se da cuenta de que no doy la talla, dígamelo y lo dejo.” “De acuerdo. Entonces, Doctor Carlos, ¿cuándo podemos hacer la intervención?” “Si quiere, podemos hacerla la próxima semana. La primera intervención el lunes y la segunda el jueves.”

“¿Dónde?” “Hay un hospital en Valencia que es socio de mi programa. Está a unas 4 horas de aquí.” “¡4 horas!”, dijo Lucía. “¿Es lejos?” “Sí, tendréis que dormir allí al menos dos noches.” “¿Puedo acompañar a mi abuela?”, preguntó Lucía. “Claro”, respondió el Dr. Carlos. “De hecho, es recomendable.” “Yo os llevo”, se ofreció Mateo. “¿Lo haría?”, preguntó Sofía. “Con mucho gusto.” Y así quedó decidido. El lunes siguiente, Mateo, Sofía y Lucía partieron hacia Valencia en el coche de Mateo. Durante el viaje, Sofía estaba nerviosa. “Señor Mateo, nunca he salido de San Bartolomé antes.” “¿De verdad?” “De verdad. Nací allí, me casé allí, crié a mi hija allí y ahora estoy criando a mi nieta allí.

Valencia será la primera ciudad diferente que veré.” “¿Y cómo se siente?” “Asustada y emocionada al mismo tiempo.” “Es normal sentirse así. Lucía, ¿estás emocionada por visitar Valencia?” “¡Mucho! Nunca he visto rascacielos, ni centros comerciales, ni esas cosas.” “Después de la operación de tu abuela, podemos dar una vuelta por la ciudad.”

“¿De verdad?” “De verdad.” La operación de Sofía fue un éxito. El Dr. Carlos operó primero el ojo derecho y en cuatro días hizo la intervención en el ojo izquierdo. Durante la recuperación, Mateo y Lucía exploraron Valencia. “¡Mira Lucía, cuántos coches!”, exclamaba Lucía en la autopista. “Es diferente de San Bartolomé, ¿verdad?” “Muy diferente. Pero no me gustaría vivir aquí.” “¿Por qué?” “Porque aquí nadie conoce a nadie. En San Bartolomé, todos son una familia.”

“Es verdad. Señor Mateo, ¿puedo preguntarle una cosa?” “Claro.” “¿Usted es feliz en Madrid?” La pregunta cogió a Mateo por sorpresa. Nunca se había parado a pensarlo de verdad. “Sabes Lucía, antes de conoceros a ti y a tu abuela, creía que sí. Pero ahora… ya no estoy seguro.” “¿Por qué?” “Porque he descubierto que hay diferentes tipos de felicidad.

La felicidad que tenía en Madrid se basaba en tener dinero y éxito. Pero la felicidad que siento aquí con vosotras se basa en las relaciones y en ayudar a las personas.” “¿Y cuál es mejor?” “Creo que la segunda.” “Entonces, ¿por qué no se queda aquí?” “Es una buena pregunta. Quizás debería considerarlo.” Cuando Sofía se quitó las vendas dos semanas después, fue un momento conmovedor. “¡Dios mío!”, exclamó ella.

“¡Lo veo todo!” “¿Y cómo es, abuela?”, preguntó Lucía. “Es como si el mundo hubiera vuelto a tener color. Hacía tanto tiempo que no veía los colores bien… Y ahora… ¿Señora Sofía, está lista para empezar a trabajar como coordinadora del proyecto?”, preguntó Mateo. “Más que lista. Ahora que puedo ver bien, podré hacer un trabajo mucho mejor.”

Cuando volvieron a San Bartolomé, la noticia de la operación exitosa de Sofía y del nuevo proyecto turístico ya se había extendido por todo el pueblo. La gente estaba entusiasmada con la idea de que el pueblo pudiera recibir visitantes y generar ingresos para los habitantes. “Señor Mateo”, dijo Sofía el primer día de trabajo, “ya tengo algunas ideas para el proyecto.”

“¿Cuáles?” “Podemos crear una ruta que incluya la casa donde vivía su padre, la escuela donde estudió, la plaza donde jugaba… Y también podemos incluir a otras familias que salieron de aquí y tuvieron éxito.” “Excelente idea.” “Y podemos pedirle a la señora María que prepare sus dulces especiales para venderlos a los turistas. Y el señor Pepe puede crear souvenirs con madera.”

“Cada vez me impresiona más con sus ideas.” “Y Lucía puede formar a otros jóvenes del pueblo para que hagan de guía también.” “Lucía, ¿qué te parece?” “¡Me parece fantástico! Puedo enseñar a mis amigos todo lo que he aprendido de usted.” “Entonces, manos a la obra.” El proyecto de turismo histórico de San Bartolomé empezó a tomar forma rápidamente.

Sofía se demostró como una coordinadora excepcional, organizando todo al detalle. Lucía formó a otros cinco jóvenes del pueblo como guías y pronto tuvieron un equipo completo. Tres meses después, llegaron los primeros turistas. Era un grupo de 15 personas de Madrid interesadas en conocer la historia de las familias emigrantes. “Bienvenidos a San Bartolomé”, dijo Lucía al grupo.

“Me llamo Lucía y seré vuestra guía hoy.” “¿Cuántos años tienes?”, preguntó una de las turistas. “7 años.” “¡7 años! ¿Y ya trabajas como guía turística?” “Sí, trabajo. He aprendido todo sobre la historia de nuestro pueblo.” “Qué impresionante.” Durante el tour, Lucía contó la historia del padre de Mateo.

Mostró todos los lugares donde había jugado y vivido, y presentó a varias personas que tenían historias que contar. “Esta niña es extraordinaria”, le comentó una de las turistas a Mateo. “¿Cómo sabe tanto?” “Tiene un don natural para esto. Y también una pasión genuina por el pueblo donde vive.” “¿Y cómo la descubrió?” “En realidad, fue ella la que me descubrió a mí. O mejor dicho, el destino nos puso en el camino del otro.”

“¿Cómo es eso?” “Es una larga historia. Pero resumiendo: me cambió la vida por completo.” Al final del tour, los turistas estaban encantados. Compraron los dulces de María, se llevaron los souvenirs de Pepe y prometieron volver con más gente.

“Lucía”, dijo una de las turistas, “eres la mejor guía turística que he conocido. Y mira que he viajado por muchos sitios.” “Gracias. Vuelva siempre.” Esa noche, Mateo, Sofía y Lucía hicieron balance del primer día con los turistas. “¿Cómo creéis que ha ido?”, preguntó Mateo. “Ha sido perfecto”, respondió Lucía. “A los turistas les ha gustado todo.”

“Estoy de acuerdo”, dijo Sofía. “Y lo mejor es que todos en el pueblo han ayudado. María ha vendido todos los dulces, Pepe ha vendido cinco souvenirs e incluso Joaquín ha ganado dinero contando historias.” “¿Y ahora qué?”, preguntó Lucía. “Ahora creceremos”, respondió Mateo. “Ya tengo otros tres grupos reservados para las próximas semanas.”

“¿Y usted se quedará aquí para ver todo eso?”, preguntó Sofía. Mateo sonrió. “En realidad, tengo una propuesta que haceros.” “¿Qué propuesta?” “¿Qué os parecería si me mudara definitivamente a San Bartolomé?” “¿Cómo?”, preguntaron ambas al mismo tiempo. “Puedo gestionar mi empresa desde aquí. Con internet y teléfono, puedo hacer casi todo a distancia. Y cuando tenga que ir a Madrid, es solo un viaje en avión.”

“Pero… ¿y su vida allí?” “¿Qué vida, Sofía? Apartamento vacío, relaciones superficiales, trabajo que solo me da dinero, pero no me hace feliz.” “¿Y aquí sería feliz?” “Aquí ya soy feliz.” “¿Y dónde viviría?” “He pensado en comprar un terreno y construir una casa. Nada demasiado grande, pero confortable.”

“¿Y el proyecto turístico?” “Seguiría siendo coordinado por vosotras. Yo sería solo un inversor que vive en el pueblo.” Lucía saltó de alegría. “¡De verdad, señor Mateo! ¿Usted vivirá aquí?” “Sí, si me aceptáis como vecino.” “¡Claro que sí!”, dijo Sofía. “Será un honor tenerle como vecino.” Seis meses después, Mateo vivía oficialmente en San Bartolomé.

Había construido una casa sencilla pero bonita en la misma calle donde vivían Sofía y Lucía. El proyecto turístico estaba creciendo exponencialmente y el pueblo estaba prosperando. Pero lo que más feliz hacía a Mateo era la relación que había desarrollado con Lucía y Sofía.

Se habían convertido en la familia que nunca supo que necesitaba. “Lucía”, dijo Mateo en una tarde de domingo, mientras los tres tomaban limonada en el porche de su casa. “¿Te acuerdas de cuándo nos conocimos?” “Me acuerdo. Usted paró el coche y me miró mientras yo llevaba aquellos sacos pesados.” “¿Y te acuerdas de lo que pensaste de mí?” “Pensé que usted era un hombre rico que quería darme limosna.” “¿Y ahora?” “Ahora sé que usted es un hombre rico que se ha convertido en mi familia.” Mateo sintió los ojos llenarse de lágrimas.

“Gracias Lucía. Gracias por haberme cambiado la vida.” “Gracias nada. ¡Usted nos cambió la vida a nosotras!” “En realidad”, dijo Sofía, “creo que os habéis cambiado la vida mutuamente.” “¡Tienes razón!”, coincidió Mateo. “¿Y sabéis qué más?” “¿Qué?”, preguntaron ambas. “Estoy seguro de que mi padre estaría orgulloso de saber que he vuelto a San Bartolomé.”

“Claro que lo estaría”, dijo Sofía. “Manuel siempre decía que un día volvería aquí. No volvió él, pero volvió su hijo.” “Y trajo cosas buenas para el pueblo”, añadió Lucía. “No, Lucía. Encontré cosas buenas en el pueblo. Os encontré a vosotras.” En ese momento llegó David, el asistente de Mateo, que venía para su visita mensual para tratar asuntos de la empresa.

“Buenas tardes, Don Mateo. Buenas tardes, Doña Sofía. Señorita Lucía.” “Buenas tardes, David”, respondieron ambas. “¿Cómo van las cosas por Madrid, David?” “Todo en orden, señor. Los inversores japoneses han firmado por fin el contrato.” “Excelente.” “Señor, ¿puedo hacerle una pregunta personal?” “Claro.” “¿No echa de menos la vida que tenía allí?”

Mateo miró a Lucía, que estaba jugando con un gatito que habían adoptado recientemente, y a Sofía, que bordaba un pañuelo tarareando en voz baja. “David, ¿sabes cuál es la diferencia entre la vida que tenía allí y la vida que tengo aquí?” “No sé.” “Allí tenía una vida llena de cosas. Aquí tengo una vida llena de sentido.” “Entiendo.” “Allí estaba rodeado de empleados.

Aquí estoy rodeado de familia.” “¿Y no le falta nada?” “Nada.” David sonrió. “Me alegro por usted, señor. Nunca lo había visto tan tranquilo y feliz.” “Es exactamente así como me siento.” Después de que David se fuera, los tres se quedaron charlando en el porche hasta el atardecer. “Señor Mateo”, dijo Lucía, “Mañana llega un grupo de turistas de Bilbao.”

“Lo sé. 20 personas, ¿verdad?” “Exacto. Y una de ellas es una periodista que quiere escribir un artículo sobre el proyecto.” “¡Qué bien! Cuanta más publicidad, mejor.” “Abuela”, dijo Lucía a Sofía, “cuéntale al señor Mateo la novedad.” “¿Qué novedad?”, preguntó Mateo. “Recibí una carta ayer”, dijo Sofía con los ojos brillantes. “¿De quién?” “De mi hermano Javier.”

“¿Su hermano? ¿El que se fue a Barcelona?” “¡Él mismo!” “¿Pero cómo te ha encontrado?” “¿Recuerdas que me dijiste que intentarías buscarlo?” “Recuerdo.” “Bueno, ¡él me encontró! Vive en Barcelona, tiene familia, tres hijos, y siempre quiso tener noticias mías.” “¡Qué maravilla! ¿Y sabes cuál es la mejor parte?” “¿Qué?” “Quiere venir a visitarnos el mes que viene.”

“¡Sofía, qué alegría! ¡Después de tantos años!” “53 años sin vernos. Cuando se enteró de que estoy coordinando un proyecto turístico, se sintió muy orgulloso.” “¿Y traerá a la familia?” “Sí, a la mujer y a los tres hijos. Ya he reservado en la posada nueva que abrieron en el pueblo.” “¡Vaya, qué emoción!” “Sí. Y todo esto gracias a usted.” “No, Sofía.

Todo esto gracias al destino, que nos puso en el camino de los demás.”

Diez años después del primer encuentro entre Mateo y Lucía, San Bartolomé se había transformado por completo. El proyecto turístico atraía visitantes de toda España. El pueblo había sido incluido en las rutas oficiales de turismo histórico de Andalucía y más de 50 familias ganaban dinero directa o indirectamente con el proyecto.

Lucía, ahora con 16 años, se había convertido en una celebridad local. Había sido entrevistada por tres periódicos diferentes, había aparecido en televisión dos veces y había recibido un premio como joven emprendedora del gobierno regional. “Lucía”, dijo Mateo en una mañana de sábado, “Tengo una sorpresa para ti.”

“¿Qué sorpresa?” “Recuerdas aquella conversación que tuvimos sobre que estudiaras en una escuela mejor?” “Recuerdo.” “He conseguido una beca completa para ti en el mejor colegio de Sevilla.” Lucía guardó silencio por unos segundos. “¿Y tendría que vivir allí?” “Sí, durante la semana. Los fines de semana volverías a casa.”

“¿Y quién cuidaría de la abuela?” “Lucía, tu abuela ya no necesita cuidados. Está bien de salud, tiene un trabajo que ama y es muy feliz.” “Lo sé, pero la echaré de menos.” “Claro que la echarás de menos. Y nosotras a ti también. Pero es importante que tengas las mejores oportunidades de educación.” “Y si no quisiera ir…” “Entonces no irás. La decisión es tuya.”

“¿Puedo pensarlo?” “Claro. Tienes una semana para decidir.” Lucía pasó los días siguientes hablando con varias personas sobre la oportunidad. Habló con Sofía, con los amigos, con los otros guías turísticos e incluso con algunos de los turistas que habían visitado el pueblo. Al final de la semana, dio su respuesta. “Señor Mateo, he decidido que quiero aceptar la beca.”

“¿Estás segura?” “Sí. Pero con una condición.” “¿Cuál?” “Quiero seguir trabajando como guía turística los fines de semana y durante las vacaciones.” “Claro. Este proyecto no sería lo mismo sin ti.” “Y quiero que me prometa una cosa.” “¿Qué?” “Que seguirá cuidando de mi abuela mientras yo estudio.” “Lucía, no necesito cuidar de tu abuela. Ella se las arregla de maravilla sola.”

“Lo sé. Pero quiero que prometa que seguirá siendo su familia.” “Eso te lo prometo con mucho gusto.” “Entonces está decidido. Estudiaré en Sevilla.” Dos meses después, Lucía partió hacia Sevilla para empezar sus estudios. Fue una despedida conmovedora para todo el pueblo, pero especialmente para Mateo y Sofía.

Pasaron los años. Lucía se graduó con honores en Sevilla y, gracias a su expediente y a la influencia positiva de Mateo, consiguió otra beca completa, esta vez para estudiar Psicología en la Universidad Complutense de Madrid.

“¿Psicología?”, preguntó Mateo, ahora con más de 60 años. “¿Por qué?” “Porque quiero entender cómo ayudar a las personas a ser felices. Como usted me ayudó a mí a ser feliz, y como yo le ayudé a usted a ser feliz.” Mateo sintió los ojos llenarse de lágrimas. “Lucía, eres una chica muy especial.” “He aprendido de gente especial.”

Mientras Lucía estudiaba en Madrid, el proyecto turístico de San Bartolomé seguía creciendo. Sofía se había convertido en una figura respetada en el sector turístico de la región. Mateo, por su parte, había abierto una sucursal de su empresa en San Bartolomé, creando puestos de trabajo directos para 15 personas del lugar. Había también invertido en la creación de una cooperativa de artesanía local que exportaba productos a varias ciudades de España.

Pero el cambio más grande se había producido en el propio Mateo. El hombre que había llegado al pueblo pensando solo en cumplir una promesa, había descubierto un nuevo propósito en la vida.

Cuando Lucía se graduó, a los 23 años, estaba decidida a volver a casa, pero antes le hizo una propuesta a Mateo. “Señor Mateo, quiero proponerle una sociedad.”

“¿Qué tipo de sociedad?” “Quiero abrir una clínica de psicología en San Bartolomé. Pero no solo para asistencia individual. Quiero crear un centro de desarrollo humano.” “¿Cómo sería eso?” “Un lugar donde podamos ofrecer terapia, pero también cursos de desarrollo personal, talleres de emprendimiento, programas de educación emocional para niños.”

“Suena interesante. ¿Y quieres que yo sea tu socio?” “¿Yo? Pero si yo no entiendo nada de psicología.” “Pero entiende de negocios, de gestión, de cómo hacer que las cosas sucedan. Y además…” “¿Además qué?” “Usted tiene la experiencia vital. Señor Mateo, usted cambió de vida, encontró la felicidad, construyó relaciones auténticas. Eso es exactamente lo que mucha gente necesita aprender. Quiero que sea un mentor, que ayude a la gente a descubrir lo que de verdad importa en la vida.” “Es una idea interesante.”

“Entonces, ¿acepta?” “Acepto.” El Centro de Desarrollo Humano de San Bartolomé fue inaugurado un año después. En el primer mes, atendió a 15 personas. En el segundo mes, a 30. En el sexto mes, había una lista de espera de dos meses.

“Lucía”, dijo Mateo durante una reunión de evaluación. “Tenemos que expandirnos.”

“¿Cómo?” “Estamos recibiendo solicitudes de asistencia de personas de otras ciudades. Hay gente que viene de Sevilla, de Málaga, incluso de otras regiones.” “¿De verdad?” “Sí. Creo que hemos encontrado una fórmula que funciona.” “¿Qué fórmula?” “Combinar asistencia psicológica profesional con mentoría de vida práctica. Todo en un ambiente acogedor y familiar, en el corazón de un pueblo con alma.”

“¿Y qué sugiere?” “Contratar a más profesionales y ampliar el espacio.” “Me parece bien. Parece que nuestra historia ha inspirado a otros a repensar sus prioridades.”

Diez años después de la apertura del centro, San Bartolomé era una de las localidades con la tasa de éxodo rural más baja de España y un modelo nacional de desarrollo sostenible.

Lucía, ahora con 35 años, se había casado con Ricardo, un psicólogo que conoció durante un congreso en Madrid y que se había mudado a San Bartolomé para trabajar en el centro. Tenían dos hijos: un niño de 5 años llamado Manuel, en honor al abuelo de Mateo, y una niña de 3 años llamada Esperanza.

Mateo, ya con 75 años, nunca se había casado, pero siempre decía que tenía la familia más bonita del mundo: Lucía, Sofía, Ricardo y los dos nietos adoptivos.

Sofía, con 93 años, estaba en plena forma física y mental, y bromeaba diciendo que viviría hasta los 100 para ver crecer a los bisnietos.

“Lucía”, dijo Mateo en una tarde de domingo, mientras observaban a los niños jugar en el patio. “¿Recuerdas la primera pregunta que me hiciste cuando nos conocimos?” “No me acuerdo.”

“Me preguntaste quién era y qué estaba haciendo allí.” “¿Y tú recuerdas cuál fue mi respuesta?” “Dije que era un hombre perdido buscando el camino a casa.” “¿Y lo encontraste?” “Lo encontré. Pero descubrí que ‘casa’ no es un lugar. ‘Casa’ son las personas que amamos.” “¿Y te arrepientes de algo?” “Me arrepiento de haber tardado 55 años en descubrirlo.” “Y yo me arrepiento de haber cargado sacos pesados con solo 6 años.”

“¿Por qué?” “Porque fue agotador”, dijo Lucía riendo. “Pero fue el cansancio más valioso de mi vida. Porque me trajo hasta ti.” En ese momento, el pequeño Manuel llegó corriendo. “¡Tío Mateo! ¡Cuéntame otra vez la historia de cómo conociste a mi mamá!” “¡Otra vez! Ya te he contado esa historia mil veces.” “¡Pero me gusta oírla!” “Está bien…

Érase una vez una niña muy valiente que cargaba sacos pesados bajo el sol caliente.” “¡Y un hombre rico que paró el coche!”, completó el niño. “Exacto. ¿Y sabes qué pasó después?” “¡Se convirtieron en familia! ¿Verdad?” “Y vivieron felices para siempre.” “¿Y es verdad esa historia?” “Sí, es verdad, Manuel. A veces, las historias más bonitas son las que suceden en la vida real.” “¿Y yo también tendré una historia bonita?”

“Sí, la tendrás. Todos tienen una historia bonita, Manuel. A veces solo hace falta un poco de tiempo para descubrir cuál es.” “¿Y cómo la descubriré?” “Siendo una buena persona, tratando a los demás con cariño y no renunciando nunca a tus sueños. Como hizo tu madre.” “Exactamente como hizo tu madre.”

El sol se ponía sobre San Bartolomé, tiñendo el cielo de naranja y rosa. Era otro día tranquilo en el pueblo que había aprendido cómo el crecimiento y la prosperidad no tienen por qué significar la pérdida de la identidad o los valores. Lucía miró a su familia reunida en el patio, al pueblo sereno donde había nacido y elegido vivir, y al futuro prometedor que estaba construyendo para sus hijos. “Gracias”, dijo en voz baja.

“¿Gracias por qué?”, preguntó Mateo. “Por haber parado el coche aquel día.” “¡Gracias nada! Gracias a ti por haber cargado aquellos sacos pesados bajo el sol. Si no fuera por eso, nunca habría encontrado a mi verdadera familia.”