—Ya no hagas berrinche. Tu papi va a llegar y ver qué tipo de niña eres.

Los gritos venían del segundo piso de la residencia.

Paloma se detuvo en la puerta trasera escuchando a una niña llorar desesperadamente.

—Nadie te aguanta más. Quédate ahí llorando hasta que aprendas.

Una puerta se azotó con fuerza.

—Ay, no manches. Qué situación —murmuró Carmen, la empleada que recibió a Paloma—.
La patrona está nerviosa otra vez.

—¿Qué patrona?

—Doña Verónica, la madrastra de la niña.

Más gritos de la niña resonaron por la casa.

—¿Y dónde anda el papá?
—Viajando, siempre viajando —Carmen movió la cabeza—. Mira, querida, te voy avisando: este trabajo no está nada fácil.

Paloma subió corriendo las escaleras, siguiendo el sonido del llanto.
En el pasillo, una mujer rubia y elegante salía de uno de los cuartos azotando la puerta tras de sí.

—Tú debes ser la nueva empleada doméstica.
Verónica se arregló el cabello tratando de parecer tranquila.

—Qué bueno, porque necesito salir. La niña está haciendo berrinche. Cuando pare, puedes empezar el trabajo. La niña está bien, está bien. Solo está haciendo drama, como siempre.

Verónica bajó las escaleras rápidamente, tomó su bolsa y salió.

El llanto continuaba viniendo del cuarto.
Paloma tocó la puerta.

—Hola, chiquita, ¿puedo entrar?

El llanto disminuyó un poco.

—No te voy a regañar, te prometo.

Abrió la puerta despacio.
Una niñita de cabello castaño estaba sentada en el piso, abrazando sus propias piernas, el rostro mojado de lágrimas, ojitos hinchados.

—Hola, corazón, ¿cómo te llamas?

La niña la miró desconfiada.

—Camila.

—Camila… qué nombre tan bonito. Yo soy Paloma. ¿Por qué estabas llorando?

Camila señaló hacia su pancita.

—Me duele.
—¿Tienes hambre?

La niña asintió con la cabeza.

—¿A qué hora comiste?
—No comí.

Paloma miró el reloj: la 1 de la tarde.

—¿No desayunaste?
—Verónica se olvidó… se olvidó.

—¿Cómo alguien se olvida de darle comida a una niña? Ven, vamos a buscar algo rico para ti.

Camila dudó, pero tomó la mano de Paloma.

Pasaron tres semanas. Desde aquel primer encuentro, Paloma se convirtió en la única persona capaz de hacer sonreír a Camila. La niña empezó a hablar, a comer mejor, y a dormir sin miedo. Pero una tarde, mientras doblaba la ropa en la habitación principal, Paloma encontró algo entre los cajones del tocador de Verónica: un frasco de pastillas para dormir… y un teléfono oculto, lleno de mensajes eliminados.

Uno de los mensajes decía:

“Cuando él firme los papeles del seguro, nos vamos. Nadie sospechará nada.”

El remitente era Sergio, el asistente personal del señor Eduardo Álvarez, el millonario dueño de la casa… y padre de Camila.
El corazón de Paloma se aceleró. No solo se trataba de maltrato infantil, sino de una conspiración para quedarse con la fortuna del empresario.

Esa noche, mientras Verónica dormía, Paloma conectó el teléfono al ordenador y envió toda la información a una dirección que encontró en la agenda: [email protected].

Tres días después, la mansión amaneció rodeada de patrullas.
Eduardo había regresado de su viaje sin avisar, con la policía y sus abogados. Verónica intentó fingir inocencia, pero los mensajes, los videos de las cámaras, y el testimonio de Paloma bastaron.

—¡No sabes lo que haces, Eduardo! —gritó Verónica mientras se la llevaban esposada.
—Sí, Verónica —respondió él con frialdad—. Por fin sé lo que hiciste.

Camila corrió hacia Paloma, temblando. Eduardo la miró con lágrimas contenidas.
—Mi hija… ¿te trató bien?
Paloma se arrodilló y acarició el cabello de la niña.
—Ella solo necesitaba amor.

Eduardo se quedó en silencio unos segundos. Luego, ante todos, dijo:
—Paloma, tú te quedas. No como empleada… sino como quien salvó lo más valioso que tengo.

Meses después, la historia se convirtió en noticia.
La antigua sirvienta que había descubierto el complot fue nombrada directora de la fundación “Luz de Camila”, dedicada a proteger a niños víctimas de abuso.
Y cada tarde, en el jardín de la enorme residencia, podía verse a Eduardo y Paloma jugando con Camila, que reía libre, bajo el sol, sin miedo.