La lluvia caía suavemente, gotas frías que no mojaban del todo pero sí ensuciaban las calles y hacían que el ambiente se sintiera más triste. En una esquina de la ciudad, frente a una de esas casas enormes con portones de hierro y cámaras en cada esquina, un niño llamado Beto, flaco y sucio, estaba parado mirando la reja. No llevaba zapatos, vestía unos pantalones rotos y una camisa desgastada. Su estómago vacío gruñía, recordándole que llevaba dos días sin comer.

Beto no sabía por qué estaba ahí. Tal vez porque tenía hambre, o tal vez porque algo dentro de él le decía que debía intentarlo. “Quizá me den un pedazo de pan,” pensó. Con manos temblorosas, tocó el timbre. El sonido seco resonó en el aire y luego se apagó. Nadie respondió. Tocó de nuevo, esta vez con más fuerza.

Ricardo, el dueño de la casa, estaba sentado en la sala de estar, una habitación amplia iluminada por la tenue luz de una lámpara de cristal que colgaba del techo. Frente a él había una botella de whisky casi vacía y una fotografía de su hijo Emiliano, quien había fallecido hacía apenas una semana. Emiliano había sido todo para Ricardo, pero una enfermedad cruel se lo había llevado lentamente, apagando su sonrisa día tras día.

Cuando sonó el timbre por primera vez, Ricardo ni siquiera lo notó. Pero al escucharlo por segunda vez, se levantó con desgano y caminó hacia el monitor de seguridad. En la pantalla apareció la imagen de un niño delgado, empapado, con ropa pegada al cuerpo por la lluvia. Ricardo presionó el botón para hablar:

“¿Quién eres?”

La voz del niño salió baja y temblorosa:

“Tengo hambre.”

Ricardo se quedó en silencio, observando la pantalla. Pensó en cerrar el monitor y olvidarse del niño, pero algo extraño, como una punzada en el pecho, lo detuvo. Finalmente, presionó el botón para abrir el portón. “Entra,” dijo con voz seca.

Beto cruzó el portón como si estuviera entrando a otro mundo. El suelo estaba limpio, no había basura, y el aire olía a flores y madera. Caminó despacio, mirando todo a su alrededor. Cuando llegó a la puerta principal, esta se abrió sola. Ricardo lo esperaba con una expresión seria.

“¿Qué quieres?” —preguntó Ricardo.

“Solo un pedazo de pan, lo que tenga,” —respondió Beto, sin levantar la mirada.

Ricardo suspiró profundamente. Hizo un gesto para que el niño entrara. Beto caminó con cuidado, casi de puntillas. El interior de la casa era enorme, mucho más grande de lo que había imaginado. El aire olía a madera, perfume caro y algo más que no podía identificar. En la mesa del salón, vio la foto de Emiliano, un niño sonriente con el cabello mojado, como si acabara de salir de la alberca.

Marcela, la esposa de Ricardo, estaba en el segundo piso, apoyada en el barandal. Había escuchado toda la conversación desde su habitación. Desde la muerte de Emiliano, su vida también había sido un vacío lleno de tristeza. Pero al ver al niño, algo extraño despertó en su corazón.

Marcela bajó las escaleras con pasos suaves pero decididos. Miró a Beto y luego a Ricardo.

“Deberíamos ayudar a este niño,” —dijo con firmeza.

Ricardo no respondió de inmediato. Miró a su esposa y luego al niño. Después de unos segundos, asintió. “Está bien,” dijo con voz baja.

Llevaron a Beto a la cocina, donde Marcela le preparó una comida sencilla: pan, huevos y un vaso de leche. Beto comió con voracidad, como si nunca hubiera probado algo tan delicioso. Mientras comía, Ricardo lo observaba desde el otro lado de la mesa. Había algo en los ojos del niño, una mezcla de inocencia y vulnerabilidad, que le recordaba a Emiliano.

Después de terminar la comida, Marcela le preguntó:

“Niño, ¿de dónde vienes? ¿Por qué estás en la calle?”

Beto comenzó a contar su historia. Era huérfano; sus padres habían muerto en un accidente, y desde entonces había vivido solo, vagando por las calles. Nadie lo cuidaba, nadie le hablaba. Su vida era una lucha diaria por sobrevivir.

Al escuchar su relato, el corazón de Ricardo y Marcela se llenó de dolor. Se miraron sin decir nada, pero ambos sabían lo que debían hacer. “Tal vez este niño sea la respuesta para sanar nuestras heridas,” pensó Marcela.

Con el tiempo, Beto comenzó a vivir con Ricardo y Marcela. Al principio, el niño era tímido y reservado, pero poco a poco empezó a sentirse más cómodo. Ricardo, que había estado encerrado en su dolor, encontró en Beto una razón para levantarse cada día. Marcela, por su parte, empezó a sonreír de nuevo, algo que no había hecho desde la muerte de Emiliano.

La casa, que antes era un lugar lleno de tristeza y silencio, comenzó a llenarse de risas y vida. Beto, con su energía y curiosidad, devolvió la luz que Ricardo y Marcela habían perdido.

Un día, mientras estaban en el jardín, Beto miró a Ricardo y le preguntó:

“¿Por qué me dejaron quedarme aquí?”

Ricardo lo miró fijamente, con los ojos llenos de emoción, y respondió:

“Porque tú nos encontraste cuando más te necesitábamos, y nosotros te encontramos cuando más te necesitábamos también.”

Desde ese momento, Beto dejó de ser un extraño. Se convirtió en parte de la familia, en el hijo que Ricardo y Marcela pensaron que nunca volverían a tener. La casa, que antes era un lugar de sueños perdidos, ahora era un hogar lleno de esperanza y amor.

Y así, en medio de la lluvia y el dolor, nació una nueva familia, demostrando que incluso en los momentos más oscuros, siempre hay espacio para la luz. 🌟