San Jacinto era un pueblo pequeño donde el tiempo parecía detenerse. Las calles adoquinadas estaban llenas de niños jugando, vendedores ofreciendo frutas frescas y ancianos contando historias bajo los árboles. Pero para mí, durante cinco largos años, San Jacinto había sido un lugar de dolor. Un lugar donde cada esquina me recordaba a Mira, mi hija desaparecida.

Todo comenzó un domingo por la tarde. Mira, con su vestido amarillo y rojo favorito, salió de casa para comprar pan en la calle de al lado. Era una niña obediente, aunque ese día refunfuñó un poco antes de salir. Yo le sonreí y le dije que no tardara. Esa fue la última vez que la vi.

La primera noche de su desaparición fue un torbellino de emociones. Mi esposo llamó a la policía, los vecinos buscaron por todas partes, y yo no pude dormir. Pensé que quizá se había perdido o que alguien la había encontrado y la llevaría de regreso. Pero cuando amaneció y no había señales de ella, supe que algo terrible había sucedido.

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses, y los meses en años. Mi esposo intentó seguir adelante, pero yo no podía. Cada día caminaba por las calles del pueblo, buscando en cada rincón, preguntando a cada extraño si habían visto a mi hija. Guardé todas sus pertenencias: su ropa, sus juguetes, incluso su cepillo de dientes. Era como si el tiempo se hubiera detenido en nuestra casa, mientras el mundo seguía avanzando.

Cinco años después, un martes por la tarde, mi vida cambió para siempre. Había ido al mercado de Balogun a comprar uniformes de segunda mano para mis dos hijos menores. Mientras regateaba con una vendedora, algo llamó mi atención al otro lado de la calle. Era una joven alta, con maquillaje excesivo, tacones rojos y una falda corta. Había algo en su sonrisa, algo en la forma en que se rascaba la cara, que me resultaba familiar. Mi corazón comenzó a latir con fuerza.

Me acerqué lentamente, sin atreverme a creer lo que veía. Cuando nuestros ojos se encontraron, ella se quedó paralizada. “¿Mira?”, susurré. Entonces, como si mi voz la hubiera despertado, echó a correr. La perseguí por callejones y mercados, hasta que tropezó y cayó frente a una tienda. La agarré del brazo y, aunque luchó, no la solté.

Cuando finalmente me miró, susurró: “¿Mamá?”. En ese momento, mi mundo se detuvo. La abracé con fuerza mientras lloraba, sintiendo su cuerpo delgado y su piel áspera. Era mi hija. Mi Mira.

Esa noche, me contó todo. Una mujer la había engañado el día que desapareció, prometiéndole trabajo para ayudar a nuestra familia. La llevaron lejos y la obligaron a hacer cosas que ningún niño debería hacer. Cuando finalmente escapó, no sabía cómo regresar. Cambió de nombre, vivió bajo puentes y sobrevivió vendiéndose para enviar dinero a casa. Pensó que la odiaríamos por lo que había hecho.

Pero yo no la odiaba. La miré a los ojos y le dije que era la chica más fuerte del mundo. Que nunca me avergonzaría de ella. Que había muerto por dentro cuando desapareció, pero que hoy me devolvió la vida. Esa noche, la llevé a una casa de huéspedes, la alimenté, la limpié y le trencé el cabello mientras dormía.

Los días siguientes fueron difíciles. Aunque la había encontrado, el pueblo comenzó a murmurar sobre su pasado. Algunos la juzgaron, otros la evitaron, pero hubo quienes nos apoyaron. Con la ayuda de una organización local, logramos que Mira recibiera atención médica y psicológica. Poco a poco, comenzó a sanar.

Mira decidió quedarse en San Jacinto y trabajar con mujeres jóvenes que habían pasado por situaciones similares. Se convirtió en una defensora de los derechos de las niñas y mujeres, enseñándoles que siempre hay esperanza, incluso en los momentos más oscuros.

Hoy, Mira es un símbolo de fortaleza en nuestro pueblo. Su historia, aunque dolorosa, nos recuerda que el amor de una madre puede superar cualquier obstáculo. Y aunque el camino ha sido difícil, cada día que la veo sonreír, sé que todo ha valido la pena.