Mi nombre es Clarita y tengo siete años. Mi mundo solía ser del tamaño de nuestro pequeño piso en Vallecas, un piso donde las paredes olían a la sopa de lentejas de mi madre y el ruido del vecino de arriba era nuestra música de fondo. Mi madre, Celia, es la mujer más fuerte que conozco. Sus manos huelen a lejía y a jabón, y siempre tiene un moño apretado que parece sujetar todos nuestros problemas. Yo no tenía clases ese día, algo de una tubería rota en el colegio, así que me tocó acompañarla al trabajo. Y su trabajo era el Edificio Aurora.
Para mí, ese edificio no era un lugar de trabajo; era un monstruo de cristal que se tragaba a mi madre cada mañana y la escupía por la noche, agotada. Era la planta veinte. Veinte. Nunca había estado tan alta. El ascensor me apretó la barriga, y cuando las puertas se abrieron, me escondí detrás de la falda de mamá. El suelo brillaba tanto que podía ver mi cara asustada en él. Todo olía a nuevo y a… dinero. Un olor frío, como el de las monedas.
«Clarita, por el amor de Dios», me susurró mamá, ajustándose su uniforme azul. «Quédate aquí, en este rincón. No toques nada. No respires fuerte. Si alguien te ve, le dices que eres la hija de Celia, la de la limpieza. No molestes. ¿Entendido?».
Asentí, sacando mi tesoro: mi cuaderno de dibujo y mi caja de lápices de cera. Mamá se alejó con su carrito, que sonaba clic-clic-clic sobre el mármol, dejándome sola entre dos macetas gigantes con plantas que parecían de plástico. Monté mi pequeño universo en ese trozo de suelo. Empecé a dibujar un dragón. Los dragones son mis favoritos. Este era un dragón valiente que protegía un castillo.
Estaba tan metida en mi mundo que no oí los pasos. Eran pasos importantes, de esos que no dudan.
«¿Qué tenemos aquí?».

Levanté la vista de golpe. Mi lápiz morado se quedó quieto. Era un hombre altísimo. Su traje era gris y parecía tan duro como una armadura. Tenía el pelo con hilos de plata en los lados, como en las películas, y me miraba con ojos que parecían ver a través de mí. Era Don Bernardo Velasco. Lo sabía porque su foto estaba en la entrada, como el rey del edificio.
«Yo… yo soy Clarita», tartamudeé, sintiéndome diminuta. «Soy la hija de doña Celia. La de la limpieza. Hoy no tuve clase. Prometí no hacer ruido, señor».
Esperaba que me regañara, que llamara a mi madre para que me sacara de allí. En lugar de eso, algo extraño pasó. Las comisuras de sus labios, que parecían dibujadas con una regla, se curvaron un poquito. Se agachó, poniendo una rodilla en el suelo brillante, quedando a mi altura.
«Ese dragón es muy interesante», dijo, señalando mi dibujo. Su voz era grave, como un trueno lejano. «Pero no creo que los dragones sean morados».
Se me quitó el miedo. «Es que este es un dragón especial, señor Velasco», le expliqué, ya con más confianza. «Es morado porque comió muchas uvas y moras».
Él parpadeó, sorprendido. Soltó una risa corta, seca. Jof. Un sonido que no parecía encajar con su traje. «¿Y cómo sabes quién soy?».
«Su foto está en la entrada», le dije, como si fuera obvio. «Y mi madre dijo que usted es el jefe de todo esto».
Se quedó mirándome un largo rato. No me miraba como los otros adultos, que me veían como un mueble pequeño. Él me veía. Algo en su cara se suavizó.
«¿Sabes, Clarita? Creo que necesitas un lugar mejor para dibujar. Ven conmigo».
Miré hacia el pasillo por donde se había ido mi madre. Dudé. «Pero mi mamá dijo…».
«Tu mamá no se enfadará. Ven».
Me levanté y lo seguí. Mis zapatillas de tela no hacían ruido, pero sus zapatos resonaban como martillos. Cruzamos la planta y entramos en una sala que parecía la de un palacio. Tenía una mesa tan larga como un autobús y sillas que parecían tronos. Pero lo mejor eran las ventanas. Eran paredes enteras de cristal. Se veía todo Madrid. Los coches parecían hormigas y las nubes estaban tan cerca que sentía que podía tocarlas.
«Puedes usar esta sala cuando no esté ocupada», dijo. «Aquí tienes más espacio y la luz es mejor para dibujar».
Cuando mamá me encontró una hora después, casi se desmaya. «¡Dios mío, Clarita! ¡Señor Velasco, discúlpela, por favor, es solo una niña, no sabe…».
«Su hija es una artista, doña Celia», la interrumpió él, con esa voz tranquila. «Y los artistas necesitan espacio para crear».
Ese fue el comienzo. Las siguientes semanas, siempre que no tenía colegio, ocupaba mi rincón en la sala de la directiva. Empecé a llamarlo “Tío Bernardo”. Al principio me daba vergüenza, pero él sonrió la primera vez que lo dije. A veces pasaba por la sala solo para ver mis dibujos. Me traía regalos: una caja de rotuladores con olores, blocs de papel gordo que no se rompía.
Yo le contaba mis historias. Él me escuchaba. De verdad me escuchaba. Me di cuenta de que el Tío Bernardo era un hombre solitario. Todos en la oficina le tenían miedo o querían algo de él. Yo no. Yo solo quería contarle la historia del gato que podía volar. Para mí, él no era el millonario. Era mi amigo, el que olía a colonia cara y a un poquito de tristeza.
Una tarde, Tío Bernardo entró en la sala con la cara gris. Parecía una nube de tormenta. Se aflojó la corbata, algo que nunca le había visto hacer.
«Hola, Tío Bernardo», le dije. «Mira lo que estoy haciendo hoy».
Se acercó y miró el papel. Había dibujado a un hombre de traje y a una niña pequeña. Sobre nosotros, un arcoíris enorme. «Somos nosotros».
«Sí. ¿Y sabes por qué hay un arcoíris? Porque la profesora dijo que el arcoíris aparece después de la lluvia. Y usted hoy tenía cara de tormenta. Muy serio. Pero ahora ya va a salir el sol otra vez, ¿verdad?».
Él no se rio. Solo me miró y se sentó a mi lado, en una de las sillas caras. «A veces, Clarita, los adultos llevamos tormentas muy fuertes dentro de nosotros».
«Entonces, necesita un buen paraguas, Tío Bernardo», le dije, repitiendo lo que siempre decía mi madre.
Estaba a punto de sonreír cuando la puerta se abrió de golpe. Clic-clac-clic-clac. El sonido era diferente al de los otros zapatos. Era más rápido, más nervioso.
Una mujer entró en la sala. Era la mujer más bonita que había visto nunca. Su pelo era oscuro y brillante, y sus ojos eran de un verde intenso, como el cristal de una botella rota. Llevaba un vestido rojo que le quedaba perfecto y olía tan fuerte que el olor llenó la sala entera. Un olor dulce, pero que picaba en la nariz.
«No sabía que hoy tendríamos visitas, querido». Su voz era como música, pero fría.
Tío Bernardo se levantó de un salto. Se puso tenso, como cuando le dolía la cabeza. «Daniela. Esta es Clarita, hija de una de nuestras empleadas. Usa esta sala para dibujar».
Era Doña Daniela. Su esposa.
Sus ojos verdes me escanearon de arriba abajo. No me miró como Tío Bernardo. Me miró como si yo fuera una mancha en la alfombra. «Qué adorable iniciativa, mi bien. No sabía que tenías ese lado paternal».
Se acercó a mí. El olor a perfume me mareó. «¿Y qué dibujas, querida?», preguntó, inclinándose.
«Somos el Tío Bernardo y yo con un arcoíris», respondí, bajito.
«¿Tío Bernardo?», repitió ella, y la forma en que lo dijo hizo que sonara feo. Levantó una ceja.
«Es como me llama», explicó él, incómodo.
Ella forzó una sonrisa y me tocó el hombro. Sus dedos estaban fríos, incluso en verano. «Qué bonito. Bueno, no quiero interrumpir. Solo vine a avisarte de que no podré ir a la cena con los Mendoza. Eduardo me ha llamado con una emergencia en la fundación».
Tío Bernardo frunció el ceño. «Eduardo te ha estado buscando mucho últimamente».
«Es mi trabajo, querido. Alguien tiene que cuidar de tu legado filantrópico». Miró mi dibujo otra vez, luego a su marido. «Os dejo con vuestros dibujos. Hasta luego».
Se fue tan rápido como llegó, dejando solo el eco de sus tacones y ese olor fuerte y frío. El sol de mi dibujo pareció esconderse.
«A la tía no le he caído bien, ¿verdad?», pregunté.
Él suspiró y me revolvió el pelo. «No es eso, pequeña. Daniela solo está… sorprendida. No me ve sonreír muy a menudo en el trabajo».
Pero yo sabía que no era eso. Lo vi en sus ojos verdes. Era como si mis lápices de colores ensuciaran su mundo perfecto.
Esa tarde, en el autobús de vuelta a casa, apretada contra mi madre, no podía dejar de pensar en ella. «Mamá, la esposa de don Bernardo no es tan simpática como él».
Mi madre casi suelta la bolsa. «¿Has conocido a doña Daniela? ¡Dios mío, Clarita! No puedes andar molestando a esa gente. Y no hables así de ella. Es una mujer elegante, hace obras de caridad. Todo el mundo la respeta».
«Pero sus ojos eran fríos, mamá».
«Los niños no entienden de estas cosas, Clarita. Tú solo pórtate bien y no des problemas».
Aprendí que los adultos no siempre ven los colores de verdad. Para ellos, Doña Daniela era bonita y elegante. Para mí, era de color gris hielo. Y no sabía por qué, pero ese color me daba mucho, mucho miedo.
Unas semanas después, Tío Bernardo tuvo que ir a un viaje. A Barcelona. El edificio se sentía vacío sin él. Ese día, Madrid estaba llorando. Llovía tanto que el cielo parecía que se iba a caer. Las clases se suspendieron otra vez.
«Voy a limpiar primero las salas de la planta 19», me dijo mamá. «Tú quédate aquí, en el despacho de don Bernardo. Él me dio permiso antes de irse. Pero NO TOQUES NADA. ¿Me has oído? NADA».
«Sí, mamá».
Su despacho era aún más grande que la sala de reuniones. Tenía una mesa de madera oscura tan brillante que parecía un lago. Y la ventana… la ventana era toda la pared. Me senté en la alfombra, que era suave como un gato, y empecé a dibujar el castillo que protegía mi dragón morado. El sonido de la lluvia contra el cristal era lo único que se oía.
Fue entonces cuando oí el ascensor. Ding. Y luego, clic-clac-clic-clac. Los tacones fríos.
Me asusté. No sabía por qué, pero sentí que no debía estar allí. Rápido, me metí detrás del sillón gigante de cuero de Tío Bernardo. Era grande y olía a él, a colonia y a seguridad. Abracé mis rodillas contra el pecho.
La puerta del despacho se abrió.
Era Doña Daniela. Pero no venía sola. Con ella estaba un hombre alto, con gafas. El señor Eduardo. El hombre de la “fundación”.
«¿Estás segura de que no vuelve hoy?», preguntó él, cerrando la puerta con cuidado.
«Totalmente», dijo Daniela. Su voz era diferente. No era música fría. Era afilada. «La reunión en Barcelona durará todo el día. No regresa hasta mañana».
Se sentó en la silla de Tío Bernardo. ¡En su silla! Y tecleó en su ordenador. «El idiota sigue usando la misma contraseña para todo. El nombre de aquel perro que tenía de niño y el año en que nos conocimos».
Mi corazón empezó a latir muy fuerte. Bum-bum-bum. Tan fuerte que pensé que me oirían. ¿Por qué llamaba “idiota” a Tío Bernardo?
«Tenemos que ser rápidos», dijo Eduardo. «¿Ya has conseguido acceso a las cuentas offshore?».
«Estoy en ello», respondió ella.
Yo no entendía esas palabras, “offshore”, pero entendía el tono. Era el tono que usaban los niños malos del cole cuando planeaban algo a escondidas.
«¿El médico ha garantizado que es indetectable?», preguntó Eduardo. Se acercó a ella y puso sus manos en los hombros de Daniela.
Ella se giró y le sonrió. Una sonrisa que nunca le había visto. «Totalmente. El doctor Meneces es un genio. Ha ido diluyendo la dosis según lo acordado».
¿Dosis?
«En unas semanas», continuó Daniela, «mi querido marido tendrá un lamentable problema cardíaco. Tan triste. Tan inesperado. Todos quedarán desolados».
Se me heló la sangre. El aire se me quedó atascado en el pecho. ¿Problema cardíaco? ¿Hacerle daño a Tío Bernardo?
Eduardo se rio. «¿Y después?».
«Después, mi amor…», dijo Daniela. Se levantó y lo besó. Un beso en la boca. Un beso largo. ¡Pero ella estaba casada con Tío Bernardo! «…la viuda inconsolable asumirá el control de la empresa. Con el apoyo de su nuevo presidente del consejo».
«La única parte mala es tener que esperar», dijo él. «Este plan de envenenamiento gradual es lento».
«La paciencia es una virtud, querido. Bernardo ya se ha estado quejando de cansancio, mareos… Todos creerán que fue natural».
Quería gritar. Quería correr. Pero estaba congelada. Si me descubrían… Sentí un peligro tan grande que me dolía el estómago.
Daniela abrió su bolso, uno de esos que cuestan más que nuestro piso. Sacó un frasco pequeño y una… una jeringuilla. Como las del médico.
«Voy a reforzar la dosis en su medicamento para la atención. Así aceleramos un poco el proceso».
Vi, con mis propios ojos, cómo abría el cajón de la mesa de Tío Bernardo. Sacó un bote de pastillas blancas. Con una habilidad que me dio escalofríos, abrió cada cápsula, inyectó un líquido transparente de la jeringuilla y la volvió a cerrar. Una por una.
«Perfecto», dijo, guardando el bote de pastillas exactamente donde estaba. «Nunca notará la diferencia».
«Tengo que irme», dijo Eduardo, mirando su reloj. «Reunión de auditoría».
«Y yo a la fundación, a mantener las apariencias», dijo ella.
Se dieron otro beso. Y se fueron.
No sé cuánto tiempo me quedé detrás del sillón, temblando. El dibujo del castillo estaba en el suelo. La realidad era mucho más oscura que cualquier tormenta.
Oí el carrito de mi madre. Clic-clic-clic.
«Clarita, ¿dónde estás? Ya he terminado abajo».
Cuando entró y me vio, pálida, con los ojos como platos, se asustó. «¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?».
Abrí la boca. Pero las palabras no salían. ¿Cómo le explicaba a mi madre que la mujer más elegante del edificio era una bruja de cuento? ¿Que querían matar a Tío Bernardo?
«He… he visto una araña, mamá», mentí. «Una araña muy grande. Me ha asustado».
Mi madre soltó el aire. «¡Ay, niña, qué susto me has dado! Venga, ayúdame a limpiar aquí».
Mientras pasaba un trapo por las mesitas, no podía apartar los ojos del cajón. El cajón donde estaban las pastillas. El veneno.
Esa tarde, en la parada del autobús, no pude más. El secreto me quemaba por dentro.
«Mamá, tengo que contarte algo serio».
Ella me miró, cansada. «¿Qué pasa, hija?».
«He visto a doña Daniela hoy. En el despacho del Tío Bernardo. Con el señor Eduardo. Estaban diciendo cosas malas, mamá. Le han puesto algo a los medicamentos del Tío Bernardo. Con una jeringuilla. Para hacerle daño. Quieren quedarse con su empresa».
La cara de mi madre cambió del cansancio al terror puro. Me agarró por los hombros tan fuerte que me hizo daño. Miró a nuestro alrededor, nerviosa.
«¡Clarita, por el amor de Dios, no te inventes esas cosas!».
«¡No me lo invento, mamá, lo he visto!».
«¡Cállate!», su voz sonó más alta de lo que pretendía. La gente nos miró. Bajó la voz, su cara muy cerca de la mía. «¿Te das cuenta de lo que pasaría si alguien te oyera? ¡Perderíamos el trabajo! ¡Nos denunciarían por calumnias! ¿Quieres que acabemos en la calle? ¿Que no pueda pagar el alquiler?».
Las lágrimas empezaron a caer por mi cara. No por su grito. Sino porque me di cuenta. Estaba sola. Nadie me creería.
«Me prometes», dijo, sus ojos duros por el miedo, «que no vas a hablar de esto con NADIE. ¿Entendido? Es tu imaginación. Lo has soñado».
Tragándome el llanto, asentí.
Esa noche, en mi cama, oía los ronquidos suaves de mi madre. Pero yo no podía dormir. Tío Bernardo, mi amigo, estaba en peligro. Y si los adultos no podían salvarlo, tendría que hacerlo yo.
El viernes siguiente, volví al edificio. Mamá me había hecho prometer que me portaría bien. «Prometo que solo dibujaré», le dije.
Llegamos y me quedé en mi rincón de la sala de reuniones. Mi corazón iba a mil por hora. Tenía un plan. Un plan de niña, pero era lo único que tenía.
Poco después, Tío Bernardo entró. «¡Tío Bernardo!».
Él sonrió al verme, pero yo lo noté. Estaba más pálido. Tenía ojeras. «Hola, pequeña artista. ¿Qué tenemos hoy?».
«Un castillo», le dije, mirándolo fijamente. «¿Está usted bien? Parece cansado».
Suspiró. «Solo un poco de cansancio del viaje. Últimamente me he sentido un poco raro…».
¡Los mareos! ¡El cansancio! ¡Estaba funcionando!
«¿Va a tomar alguna medicina?», pregunté, intentando sonar inocente.
«Sí», dijo, sentándose. «De hecho, ya he tomado mis pastillas para la atención esta mañana. Y dentro de un rato tengo que volver a tomarlas».
¡Tenía que actuar ya!
«¿Puedo hacerle un retrato?», le pedí. «Para que lo ponga en su despacho».
«Sería un honor», dijo, sonriendo de verdad.
Mientras fingía dibujar, él se levantó. «Tengo que salir a una reunión con el departamento jurídico. Vuelvo en un rato».
«¿Puedo dejar el dibujo en su mesa cuando termine?», pregunté.
«Claro. Amanda, mi secretaria, te dejará entrar».
En cuanto se fue, conté hasta cien. Cogí mi dibujo y fui a la recepción de presidencia. «Hola, Amanda. Don Bernardo me ha dado permiso para dejarle esto en su mesa».
«Claro, Clarita. Pasa», dijo, justo cuando sonaba su teléfono.
Entré al despacho. Sola. El corazón me golpeaba el pecho. Fui directa a la mesa. Al cajón. Lo abrí.
Ahí estaba. El bote de pastillas blancas.
Mis manos temblaban. No podía solo tirarlas. Él las necesitaba. Pero no podía dejar que se tomara esas.
Miré alrededor. Vi la maceta grande junto a la ventana. Corrí hacia allí. Abrí el frasco y, rápido, vacié todas las cápsulas en la tierra, enterrándolas con mis dedos.
«¿Qué estás haciendo, Clarita?».
Me quedé helada. Era Amanda, en la puerta.
«Estoy… estoy viendo si la plantita necesita agua», mentí, mi voz temblando. «Mi madre dice que las plantas necesitan agua».
Amanda sonrió. «Qué atenta. Pero no te preocupes, tenemos a alguien para eso. ¿Ya has dejado el dibujo?».
«Sí. Aquí está».
Puse el dibujo sobre la mesa, cerré el bote de pastillas vacío y lo volví a meter en el cajón. Salí del despacho sintiendo que me iba a desmayar.
El resto de la mañana fue una tortura. Oí a Tío Bernardo volver. Oí su voz, enfadada. «¿Cómo que no hay más pastillas? ¡Lo comprobé ayer!».
Oí a Amanda. «No sé, don Bernardo, el frasco está vacío».
«¡Llama a la farmacia ahora mismo!», gritó él.
Lo había conseguido. Por hoy, estaba a salvo.
Pero mi alivio duró poco. Al final de la tarde, cuando mamá y yo nos preparábamos para irnos, oímos el ding del ascensor privado. Las puertas se abrieron y apareció Doña Daniela.
Caminó por el pasillo, su cara como una máscara de hielo.
«Buenas tardes, doña Celia», dijo, su sonrisa sin llegar a sus ojos. Entonces, su mirada verde se posó en mí.
Me escondí detrás de mi madre.
«Su hija», dijo, su tono casual, «viene siempre con usted, ¿verdad?».
«Solo cuando no tiene clase, doña Daniela», dijo mi madre, nerviosa.
Daniela se agachó un poco, mirándome fijamente. «Los niños son observadores, ¿no es así? Ven cosas que los adultos dejamos pasar».
Un escalofrío me recorrió entera. Ella lo sabía. No sabía cómo, pero sabía que yo había sido.
«Clarita es muy bien educada», dijo mi madre. «Solo dibuja».
«Dibujos», repitió Daniela. «Bernardo mencionó que es talentosa. Quizás un día pueda hacerme un retrato». Se levantó. «Ah, doña Celia. He oído que tenemos una vacante en el equipo de limpieza de la sucursal de Zaragoza. El sueldo es mejor. Quizás sea una oportunidad interesante para usted».
Mi madre se puso pálida. Zaragoza. Eso estaba lejísimos.
«Estoy muy satisfecha aquí, doña Daniela», dijo mi madre, su voz temblando.
«Solo pensaba en ayudar», dijo Daniela, su sonrisa fría. «Buenas noches».
En el autobús, mi madre no dijo nada. Cuando llegamos a casa, se sentó en el sofá, sin quitarse el abrigo.
«Clarita, creo que es mejor que no vengas más conmigo al trabajo».
«¿Por qué, mamá? ¿Hice algo malo?».
«No… es solo… esa conversación sobre Zaragoza… No es normal, Clarita. Algo raro está pasando y no quiero que te veas envuelta».
«Pero, mamá, ¡tenemos que ayudar a Tío Bernardo!».
«¡Don Bernardo es un hombre poderoso, Clarita! ¡Puede cuidarse solo! ¡Tú eres una niña y yo soy una limpiadora! ¡Olvida esta historia!».
Pero yo no podía. Y la semana siguiente, todo empeoró.
Me quedé con Doña Josefa, la vecina. Me sentía en una jaula. Cada noche, le preguntaba a mamá por Tío Bernardo.
«¿Cómo está? ¿Ha preguntado por mí?».
«Está bien, hija, muy ocupado».
Pero un jueves, mamá llegó a casa pálida como el papel.
«¿Qué pasa, mamá?».
Dejó el bolso sobre la mesa. «Don Bernardo se ha encontrado mal hoy. Se lo han llevado de urgencia al hospital».
Se me paró el corazón. «¿Qué le ha pasado?».
«Se desmayó en una reunión. Doña Daniela estuvo con él todo el tiempo. Ella llamó a la ambulancia».
Ella lo hizo. Mi plan no había funcionado. Ella había encontrado otra manera.
«Pero hay algo más», dijo mi madre, sus ojos llenos de miedo. «Doña Daniela ha pedido hablar conmigo mañana. Dice que es importante».
Esa noche supe que la trampa se estaba cerrando.
Al día siguiente, mamá volvió del trabajo temblando.
«Tenemos que hablar, Clarita».
Nos sentamos en el pequeño sofá. «La reunión… no era conmigo. Era sobre ti».
«¿Sobre mí?».
«Dice… dice que tienes una imaginación muy fértil. Que has estado inventando historias sobre ella y el señor Eduardo».
«¡No inventé nada!».
«Lo sé, o… creo que lo sé. Pero, Clarita, ella dice que le has estado contando esas historias a don Bernardo. Que le dijiste que ella estaba poniendo cosas en sus medicinas».
«¡Yo no hablé con él! ¡Solo te lo conté a ti!».
Un silencio horrible llenó la habitación. Mi madre desvió la mirada.
«Mamá, ¿tú le dijiste algo?».
«Yo… no… no lo sé, Clarita. Quizás… ¡Ay, Dios mío!».
«Fue por eso que se encontró mal», susurré, dándome cuenta. «Porque le quité sus medicinas… las que no estaban envenenadas».
La cara de mi madre fue de horror. «¿Qué? ¿Tú… tú tocaste sus medicinas?».
Le conté todo. El bote. La maceta.
«¡Dios mío, Clarita, qué has hecho!», gritó, agarrándose la cabeza. «¡Don Bernardo necesita esas medicinas! ¡Por eso se desmayó! ¡No por ningún veneno!».
«¡Pero estaba envenenado, mamá, te lo juro!».
«¡Tienes siete años! ¿Cómo puedes saber eso? ¡Solo has empeorado las cosas!».
Lloré. Lloré de rabia, de miedo, de frustración. ¿Por qué nadie me creía?
«¿Qué va a pasar ahora, mamá?».
Mi madre respiró hondo, sus ojos llenos de lágrimas. «Doña Daniela… está muy “preocupada” por ti. Dice que no es normal que una niña invente historias tan oscuras. Sugirió que… que necesitas ayuda. De un médico».
«¿Qué médico?».
«Un psicólogo, Clarita. Un médico que ayuda a los niños que… que no saben diferenciar la realidad de la fantasía».
Un psicólogo. Como Pedro, el niño del cole del que todos se reían porque “estaba loco”.
«¡Yo no estoy loca! ¡No necesito un médico! ¡Ella es la mala!».
«No tenemos elección, hija», dijo mi madre, su voz rota. «Doña Daniela ya ha concertado la cita. El lunes. Dice que la empresa lo paga todo. Fue muy insistente. Dijo que si de verdad me importas, no debería rechazar la ayuda».
Era una amenaza. Una amenaza perfecta. Si no iba, mi madre perdía el trabajo y yo sería “la niña loca” que se negó a recibir ayuda. Si iba, me convertirían en “la niña loca” oficialmente.
Estaba atrapada.
El lunes, fuimos a la consulta. Estaba en un barrio pijo, de esos donde no se ve ni un papel en el suelo. La consulta de la “Doctora Patricia” era toda blanca y azul, y olía a limpio, pero no a la lejía de mi madre. Olía a un limpio frío.
La doctora era elegante, como Daniela. Tenía el pelo recogido y unas gafas sofisticadas. Su sonrisa no le llegaba a los ojos.
«Hola, Clarita. Siéntate aquí, en los cojines».
Me hizo preguntas sobre el cole, sobre mis amigos. Y luego, empezó.
«He oído que a veces inventas historias sobre la gente de la oficina de tu mamá. Historias que dan miedo».
«No invento historias. Solo cuento lo que veo».
«¿Y qué es lo que has visto, Clarita?».
La miré. Miré a mi madre, que estaba sentada en una silla, rígida como una estatua, suplicándome con los ojos que tuviera cuidado.
«Vi a Doña Daniela haciendo cosas malas. Para hacerle daño al Tío Bernardo. Con una jeringuilla. En sus medicinas».
La doctora anotó algo. «Entiendo. ¿Y entiendes, Clarita, que don Bernardo necesita esos medicamentos? Que por quitárselos, casi le provocas un problema grave».
«¡Pero estaban envenenados!», grité.
«Veneno», repitió ella. «¿Y cómo sabes tú lo que es un veneno?».
«¡Los oí! ¡Hablaban de un “problema cardíaco” y de quedarse con la empresa! ¡Por favor, mamá, créeme!», le supliqué.
Mi madre solo lloraba en silencio.
La doctora se levantó. «Creo que tenemos suficiente por hoy. Clarita muestra claros signos de confusión entre la realidad y la fantasía. Recomiendo sesiones dos veces por semana».
Me sentí ahogar. Estaba perdida. Nadie me creería nunca.
Mientras salíamos, mi madre concertaba la siguiente cita, su voz temblando. Miré por última vez el despacho de la doctora. Y entonces, lo vi.
En su escritorio, en un marco de plata, había una foto.
Era la Doctora Patricia, sonriendo, abrazada a otra mujer. Una mujer con el pelo oscuro y unos penetrantes ojos verdes.
Doña Daniela.
Eran amigas.
La trampa era perfecta. No solo me iban a llamar loca; la persona que tenía que “curarme” era parte del plan.
Fui a cuatro sesiones más. Cuatro horas de mi vida en las que intenté luchar contra un muro. La Doctora Patricia intentaba, con preguntas dulces y venenosas, que yo admitiera que todo había sido un sueño.
«Pero, Clarita, ¿no crees que quizás lo soñaste? A veces los sueños parecen muy reales».
«No fue un sueño».
«¿No crees que quizás oíste a los adultos hablar de “problemas de corazón” y tu imaginación inventó el resto?».
«Yo vi la jeringuilla».
En la cuarta sesión, yo estaba agotada. Ya casi no hablaba. Solo dibujaba. Dibujé un león grande, con melena de todos los colores.
«¿Qué dibujas hoy?», preguntó.
«Un león guardián», dije, sin mirarla. «Protege a la gente buena de los peligros que no pueden ver».
«Interesante. ¿Y a quién protege?».
La miré. «Al Tío Bernardo. Solo que el león está triste porque nadie cree que el peligro exista».
La doctora se quedó quieta. Vi su mano temblar un poquito cuando anotaba algo. Por un segundo, su cara de “doctora” se rompió. Vi a una mujer que parecía… triste.
«Clarita», dijo, su voz más suave. «¿Sabes que don Bernardo ha vuelto al trabajo?».
Mi corazón dio un salto. «¿Está bien?».
«Sí. Los médicos dijeron que solo fue estrés. Nada de envenenamiento. Lo ves… no había veneno. Solo era tu imaginación».
Algo no encajaba. Si ella quería matarlo, ¿por qué estaba bien?
«¿Puedo ir a verlo?», pregunté.
Ella negó. «Doña Daniela cree que es mejor que no os veáis. Al menos hasta que estas… fantasías… disminuyan».
El viernes siguiente, en la quinta sesión, decidí cambiar de táctica. No dije nada. Solo dibujé. Dibujé la foto de su escritorio. La dibujé a ella y a Doña Daniela. Pero en mi dibujo, Doña Daniela tenía cuernos de diablo y le estaba dando una bolsa de dinero a la doctora. Y en una esquina, dibujé a Tío Bernardo, enfermo en una cama, y a mí, llorando en una jaula.
Deslicé el dibujo sobre la mesa.
La Doctora Patricia lo miró. Su cara se quedó sin color. Miró el dibujo, luego a mí, luego otra vez al dibujo.
«¿Qué es esto?», susurró.
«La verdad», le dije.
Se quedó mirando el papel durante un minuto entero. Cuando levantó la vista, sus ojos estaban llenos de lágrimas. La máscara se había roto.
«Daniela… pagó esta consulta», susurró, como si se lo confesara a sí misma. «Me dijo que Bernardo estaba enfermo, que tenía demencia… que tú eras una niña con problemas que estaba inventando cosas que lo alteraban… Yo… yo le creí. O quise creerle».
«Está mintiendo», le dije. «Ella lo está envenenando. Y usted la está ayudando».
Se tapó la cara con las manos. «Lo sé. Lo sé ahora. Ayer… oí una conversación entre ella y Eduardo. No sabían que yo estaba allí. Hablaban de… de una nueva forma. No en las pastillas. En el agua. Le están poniendo algo en la botella de agua que tiene en su escritorio».
¡Lo sabía! ¡Por eso había vuelto al trabajo! ¡Estaban usando un veneno más lento!
«Tienes que creerme», le supliqué.
«Te creo, Clarita», dijo, secándose las lágrimas. «Dios mío, te creo. Y voy a ayudarte».
Sacó algo de su bolso. Una cosita negra y pequeña. «Esto es una grabadora. Graba todo lo que oye».
Mis ojos se abrieron como platos.
«Voy a llamar a tu madre», dijo, su voz firme ahora. «Le diré que como parte de tu “terapia”, necesitas volver a la oficina. Para “enfrentar tus fantasías”. Mañana. Cuando estés allí, tienes que esconder esto. Tienes que grabarlos. Es la única forma de que Bernardo nos crea».
«¿Y si me pillan?».
«No te pillarán», dijo. «Eres pequeña e inteligente. Eres la única que puede hacerlo. Eres la única que ellos no ven como una amenaza, solo como una niña loca».
El día siguiente fue el más largo de mi vida. La Doctora Patricia convenció a mi madre. «Es terapia de exposición, Celia. Es crucial para su recuperación».
Mi madre aceptó, aterrorizada. «Solo… no te separes de mí, Clarita».
Llegamos al edificio. Mi corazón era un tambor. La grabadora estaba en el bolsillo de mi vestido, fría contra mi pierna.
Mamá empezó a limpiar. «Me quedo aquí, mamá, en la sala de descanso».
«Bien. No te muevas».
En cuanto se fue, corrí. Corrí al despacho de Tío Bernardo. Sabía que él tenía una reunión a esa hora. La puerta estaba sin cerrar. Entré.
Su despacho. El olor a colonia. El gran sillón.
Me escondí detrás de él, como la primera vez. Apreté el botón de la grabadora. Y esperé.
Esperé lo que pareció una eternidad.
Entonces, oí la puerta. Clic-clac-clic-clac. Y la voz de Eduardo.
Entraron. Daniela y Eduardo.
«¿Bernardo está en la reunión?», preguntó ella.
«Sí. Tenemos una hora. ¿Trajiste… eso?».
«Claro, mi amor».
Oí el sonido de un cajón. Y luego, un líquido.
«Está funcionando», dijo Eduardo, y su voz sonaba feliz. «El idiota está más tonto cada día. Firma todo lo que le pongo delante sin leerlo».
«Pronto, mi amor», dijo Daniela. «Solo unas gotas más en el agua. El doctor Meneces dijo que para fin de mes, su cerebro estará tan dañado que será irreversible. Y todos culparán al “estrés”».
Se rieron. Y luego, se besaron.
«¿Y la niña?», preguntó Eduardo.
«Patricia la tiene controlada. Mañana me da el informe oficial. “Fantasías delirantes”. Nadie volverá a creer una palabra de la hija de la limpiadora».
Se me revolvió el estómago. Pero no me moví. Seguí grabando.
«Vamos», dijo Daniela. «Tengo que ir a “visitar” a mi marido a su reunión. Mostrarle lo preocupada que estoy por su salud».
Salieron.
Me quedé allí, temblando, pero con la grabadora en la mano. La prueba. ¡Tenía la prueba!
Salí de mi escondite. Sobre la mesa estaba la botella de agua de Tío Bernardo. El veneno estaba allí.
¡Tenía que encontrarlo! ¡Tenía que encontrarlo antes de que volviera y bebiera esa agua!
Salí corriendo del despacho. Corrí por el pasillo. ¿Dónde estaba? ¿En la sala de reuniones grande?
No. Lo vi. Al final del pasillo, junto a los ascensores.
Estaba pálido, apoyado contra la pared. Se estaba masajeando la cabeza.
Y Doña Daniela estaba con él. Acababa de salir de la reunión.
«Bernardo, querido, te ves fatal», decía ella, con su voz dulce y falsa. «Toma, bebe un poco de agua. Es la de tu despacho. Te sentirás mejor».
Estaba desenroscando el tapón de la botella. La botella envenenada.
El tiempo se detuvo.
«¡NOOOOOO!», grité.
Mi grito resonó en todo el pasillo. Corrí. Corrí como nunca había corrido en mi vida.
Daniela y Tío Bernardo se giraron, sus caras de sorpresa.
No me detuve. Salté.
Con mis dos manos, golpeé la botella. Voló de la mano de Daniela y se estrelló contra el suelo de mármol, haciéndose añicos. El agua se esparció por todas partes.
«¡NIÑA DEMONIO!», chilló Daniela. Su cara bonita desapareció. Se convirtió en algo feo, lleno de rabia. Me agarró del brazo, sus uñas clavándose en mi piel. «¡BERNARDO, ESTA NIÑA ESTÁ LOCA! ¡TE LO DIJE! ¡ES LA HIJA DE LA LIMPIADORA!».
Tío Bernardo me miraba, su cara llena de confusión y enfado. «Clarita… ¿qué… qué has hecho?».
«¡Me amenazó!», grité, intentando soltarme de Daniela. «¡Quiere despedir a mi mamá! ¡Está mintiendo!».
«¡Seguridad!», gritaba Daniela, arrastrándome. «¡Sáquenla de aquí!».
Sabía que tenía un segundo. Tío Bernardo estaba confundido, enfermo. Creería a su esposa.
Desesperada, mientras ella me arrastraba, agarré su pelo largo y oscuro con mi mano libre y tiré. Tiré con todas mis fuerzas.
«¡AHHHHHHHHH!», gritó ella, soltándome el brazo para agarrarse la cabeza.
«¡SUÉLTALA, CLARITA!», gritó Tío Bernardo, ahora furioso conmigo. «¡Estás loca! ¡Vas a lastimarla!».
«¡NO!», sollocé, las lágrimas quemándome los ojos. Seguía agarrando su pelo. «¡NO ESTOY LOCA! ¡ELLA TE ESTÁ MATANDO! ¡ELLA Y EDUARDO! ¡ESCUCHA!».
Con la mano libre, saqué la grabadora de mi bolsillo. Mi mano temblaba tanto que casi la tiro. Apreté el botón de ‘Play’.
El silencio del pasillo se rompió.
Primero, estática. Y luego, la voz de Eduardo, clara como el cristal.
«…el idiota está más tonto cada día…»
Tío Bernardo se quedó helado.
Luego, la voz de Daniela.
«…solo unas gotas más en el agua… el doctor Meneces dijo que… su cerebro estará tan dañado que será irreversible…»
Y la risa de Eduardo.
«¿Y la niña?».
«Patricia la tiene controlada… “Fantasías delirantes”. Nadie volverá a creer una palabra de la hija de la limpiadora».
Solté el pelo de Daniela.
Ella no se movió. Su cara estaba blanca como el papel.
Eduardo, que venía corriendo a ver qué era el escándalo, se paró en seco al oír su propia voz.
Tío Bernardo miró a su esposa. Su cara pasó de la confusión, a la enfermedad, y luego… a una rabia fría y terrible que nunca le había visto. Una rabia que daba más miedo que los gritos.
«Daniela…», susurró.
Los guardias de seguridad llegaron corriendo.
Tío Bernardo no les quitó los ojos de encima a su esposa y a Eduardo. Solo levantó un dedo tembloroso.
«Deténganlos. A los dos. Llamen a la policía. Ahora».
Yo me quedé allí, temblando, llorando, con la pequeña grabadora aún en la mano.
Tío Bernardo me miró. Y entonces, el hombre más poderoso de Madrid, el millonario del traje de armadura, se arrodilló lentamente en el suelo mojado de veneno.
Abrió los brazos.
Corrí hacia él. Me abrazó tan fuerte que me dolió. Hundí mi cara en su chaqueta, que ya no olía a tristeza, solo a él.
«Me salvaste la vida», susurró en mi pelo. «Te creí… no al principio… pero lo hice. Me salvaste, Clarita. Mi pequeña guardiana».
La policía llegó. Se los llevaron. Mi madre llegó corriendo, pálida de terror, pensando que me habían castigado. Cuando Tío Bernardo, aún abrazándome, le contó todo, se derrumbó en el suelo, llorando.
«Perdóname, hija», sollozaba. «Perdóname por no creerte».
«Tenías miedo, mamá», le dije.
El juicio fue rápido. La grabación era la prueba de todo. La Doctora Patricia testificó, contó cómo la habían engañado y luego amenazado. El juez fue bueno con ella, porque al final, había hecho lo correcto.
Daniela y Eduardo fueron a la cárcel. Por mucho tiempo.
Unos meses después, mi vida ya no olía a lejía. Olía a césped recién cortado. Tío Bernardo nos mudó a un piso grande, precioso, cerca del Parque del Retiro. Mi madre ya no era “Celia, la de la limpieza”. Ahora era “Doña Celia, Supervisora de Operaciones del Edificio Aurora”. Y por las noches, iba a la universidad. La empresa lo pagaba todo.
Y yo… bueno, yo tenía un cuarto para mí sola. Un cuarto lleno de lienzos y pinturas.
Una tarde, estaba sentada en un banco del Retiro con Tío Bernardo. Estaba sano. Sus ojos volvían a brillar.
«Sabes», me dijo, mientras dibujábamos juntos, «ya no puedes llamarme Tío Bernardo».
«¿No?», pregunté, asustada.
«No», dijo, sonriendo. Sacó unos papeles de su maletín. «Los abogados dicen que ahora, tienes que llamarme “papá”».
Lo abracé.
Mi nombre es Clarita Velasco. Tengo ocho años. Mi mundo es grande y está lleno de luz. Mi madre es la mujer más inteligente que conozco. Y mi padre… mi padre es el rey del edificio más alto de Madrid.
A veces, cuando dibujamos juntos, él me mira y dice: «Eres mi pequeña guardiana».
Y yo le sonrío, porque sé que es verdad. Yo protegí a mi rey. No con un dragón morado, sino con una grabadora y un corazón que sabía la verdad, incluso cuando ningún adulto quería escuchar.
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