“Sangre, poder y escape: La bestia de Ciudad Juárez”
En la fría madrugada de Ciudad Juárez, bien temprano, se armó la de Dios: ¡la cárcel explotó de adentro hacia afuera! Se lanzó un zafarrancho con balazos y todo, cortesía del cartel Mexicles que mandó blindados full de maleantes a arrancar rejas y roofs del penal federal… y como quien hace tortillas en marca negra, lograron que treinta presos se rajaran del penal, mientras que diecisiete custodios, casi todos puros guardianes sin mala fama, caían bajo balas bien certeras. ¿Y qué crees? Lo tremendo es que no era cualquier fuga: dentro, estos tipos tenían tV satelital, chelas, droga, fierros y hasta llaves pa’ abrir zonas restringidas del penal. O sea, tenían el penal civilizado, ¡como si fuera cantina entre cuates! Algunos se movían con llave de pasillo, eran completos amos. Y neta que no es choro: allí, gente que debería estar trabajando por chupir tequila, estaban enseñándoles a recién llegados cómo ser de los buenos… o de los malos.
Imagínate: México tiene como 226 mil reos, y cárceles superpobladas, nivel sardina. En Ciudad Juárez había un sobrepase como de 23 % y los chamacos que nomás estaban en espera de juicio convivían con criminales duros —una pura mezcla mortal. Cuando alguien pone un billetazo, podía mangonear hasta cambiarse a un área VIP donde pasaba como huésped distinguido: con TV, cuche, visitas, cocina… ¡como si fuera Airbnb carcelario! La verdad es que existen tantas versiones del español mexa como hay estados, desde el norte enchilado hasta el centro apapachado, pero aquí traducir sueño: esto se siente de terror perrón, pero neta, real.
La cosa fue que, cuando los de Mexicles se fugaron, la raza se enteró de que las prisiones eran una sucursal del cártel… y no es mito: en muchas partes el capo tiene a su gente dentro, operación estilo “casa abierta”. Familias que van a visitar tienen que soltar dinero, unos pesos pa’ que no pase nada con el preso; y sí, hay quien se lleva comal y tortas pa cocinar con la esposa en el patio… chingó su madre. Todo eso, junto con lo que contaban testigos que iban a visitar, era puro cotorreo: “aguas o adiós nomás entras”, porque si no dabas, pasaba bronca con el reo. Vamos, que hasta se escucha que les llaman los “tigres” a esos compas que mandan en el penal: tienen vigilantes, armas, cocina, música de banda y hasta pueden reclutar a otros presos con sobornos y feriezas. Y los que no tienen quién los respalde se parten la madre a puros golpes.
Más de uno se va al gheto porque metió el dedo al enchílame un taco, pero sale hecho bad boy. Y las broncas diarias eran tantas: matanzas estilo rito de los ridículos; reos colgados del techo; campañas de linchamiento entre bandas; narcofugas épicas. Al final, la puerta trasera estaba abierta pa’ El Chapo hasta dos veces. En la primera le hizo sobornos al guardia pa’ que lo dejara ir; en la segunda, excavó un túnel desde la regadera—y pa’ que no se rinda el mañoso, pagaba a todos los custodios. O sea, hasta el personal gana su quincena con sobornos del capo…
Mientras la ciudad ve esto, politiqueros hicieron como doña gandalla que dice que ya limpió, pero ni limpian. Hasta que el presidente López Obrador ordenó investigar y quitar a los malos de prisión, y un poquito se calmó la cosa. Pero falta chamba: hasta que no cambie el sistema desde dentro, neta que el cuento seguirá siendo medio cabrón. Aquí no hay finales felices sin huevos ni cambio verdadero, porque esa bestia que dejó crecer al penal no se va sola. Pero si alguien se anima a ponerle el grito al cielo, entonces puede que la justicia de verdad florezca… poco a poco.
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