Isabela nació en un pequeño pueblo junto al río. Su padre murió temprano, y su madre trabajó incansablemente para criar a ella y a su hermana. La vida difícil le enseñó a ser ahorrativa, independiente y a valorar las cosas pequeñas.

Cuando fue a la universidad en la ciudad, Isabela trabajó en varios empleos: camarera en un café, tutora, vendiendo productos en línea… Gracias a eso, no solo cubría sus gastos, sino que también podía enviar algo de dinero a su madre. Fue en la biblioteca donde trabajaba que conoció a Diego, un estudiante de último año, alto, amable y de familia acomodada.

Después de más de un año de noviazgo, Diego le propuso llevarla a casa de sus padres. Isabela estaba emocionada pero también nerviosa. Sabía que las circunstancias de ambas familias eran muy diferentes, pero confiaba en el amor sincero de Diego.

Esa mañana, Isabela se levantó temprano para ir al mercado y escoger las frutas más frescas: manzanas rojas, uvas moradas, naranjas… Las colocó cuidadosamente en una bonita canasta de mimbre y la adornó con una cinta. Aunque el regalo era sencillo, era lo mejor que podía comprar con el dinero que había ganado por sí misma.

Al llegar a la casa de Diego, se presentó con cortesía. Su padre la recibió con amabilidad, pero su madre, Doña Carmen, solo echó un vistazo rápido a la canasta, mostrando un gesto ligeramente indiferente.

“¿Qué ha traído esta chica, Diego?” – preguntó ella.
“Son frutas para el postre, mamá.” – respondió Diego, sonriendo.

Doña Carmen asintió ligeramente y volvió a la cocina para decir algo a la empleada. Isabela no le prestó mucha atención, pensando que todo estaba normal.

Un rato después, se sirvió la comida. Frente a Isabela había un plato de verduras hervidas, sopa de calabaza aguada y un plato de tofu frío. Todo era sencillo, aunque desde la cocina se percibía un aroma delicioso. Por la rendija de la puerta, Isabela vio que una abundante comida —pollo dorado, pescado al vapor, camarones guisados, carne estofada…— estaba siendo retirada.

Diego frunció el ceño: “Mamá, ¿no habías preparado muchos platillos esta mañana?”
Doña Carmen sonrió forzadamente: “Ah, esos platos los reservamos para los invitados de esta tarde. Comer verduras también es saludable.”

Isabela sonrió levemente, tomó los palillos y probó un poco, pero ya había entendido la situación. El ambiente en la mesa se volvió tenso.

Después de un rato, dejó los palillos, se levantó con calma. Todos en la mesa la miraron. Su voz era tranquila pero clara:

“Señora, sé que su familia tiene más recursos que la mía. Nací en un pueblo y comer verduras hervidas o sopa aguada es algo normal para mí; incluso hubo días en que no teníamos nada. Pero hoy no vine aquí para probar mi resistencia, sino para conocer y compartir con su familia. La comida no es solo alimento: es también una muestra de bienvenida. Traje esta canasta de frutas, no porque no supiera comprar algo lujoso, sino porque es lo mejor que pude elegir con mis propias manos. Creo que el afecto y la sinceridad valen más que cualquier regalo.”

El ambiente se silenció. El padre de Diego tosió ligeramente, mirando a Doña Carmen con significado. Diego bajó la cabeza, claramente avergonzado.

Isabela continuó: “Amo a Diego y espero, si tengo suerte, poder ganar otra familia para querer. Pero también entiendo que una familia solo existe si hay respeto mutuo. Si solo me juzgan por ser pobre, creo que es mejor detenernos aquí.”

Dicho esto, Isabela se inclinó y se preparó para irse. Diego se levantó de golpe: “¡Isabela, espérame!” Se volvió hacia su madre, con una voz inusualmente firme: “¡Mamá! Amo a Isabela, no porque sea rica o pobre. Si sigues juzgándola así, me iré de la casa con ella.”

Doña Carmen estaba confundida. Las miradas de todos en la casa la hicieron sonrojar. El padre de Diego habló con calma: “Lo que debemos valorar es la gente buena, no la comida en la mesa.”

Doña Carmen guardó silencio unos segundos y suspiró: “Cielos… te pido perdón. He sido demasiado crítica. Esos platillos… bueno, voy a mandar que los sirvan para todos.”

Isabela sonrió: “Gracias, pero creo que hoy es mejor que regresemos. Si hay oportunidad, volveré, pero espero que entonces todos seamos más sinceros.”

Salió por la puerta y Diego corrió tras ella. Doña Carmen se quedó mirando su pequeña figura, sintiendo un vacío inesperado. Se dio cuenta de que solo con unas palabras, Isabela había hecho que toda la familia reflexionara sobre su comportamiento.

Y desde ese día, la abundante comida seguía sirviéndose, pero Doña Carmen ya no la encontraba tan deliciosa como antes.