“La Casa de los Susurros”
En el corazón de un pequeño pueblo mexicano, donde las calles empedradas se iluminaban tenuemente por faroles antiguos y las noches eran tan tranquilas que parecía que el mundo entero contenía el aliento, vivía una joven llamada Elena. Tenía 28 años y trabajaba en una cafetería modesta, ubicada frente a la plaza principal. Su vida era sencilla, casi monótona, pero había algo que la mantenía despierta cada noche: una niña que siempre veía desde la ventana de la cafetería.
La niña tenía unos 10 años, flaca como un hilo de luz, con el cabello oscuro y desordenado cayendo sobre sus hombros. Sus ojos, grandes y vacíos, parecían guardar secretos que nadie se atrevía a preguntar. Siempre estaba ahí, sentada en el mismo banco del parque, frente a una fuente rota que ya no lanzaba agua, solo reflejos de las estrellas. Nunca hablaba, nunca se movía demasiado. Solo esperaba.
Elena había notado su presencia desde hacía meses. Al principio, pensó que era una niña del pueblo, quizá de una familia pobre. Pero con el tiempo, empezó a darse cuenta de que nadie la mencionaba, nadie parecía conocerla. Era como si solo ella pudiera verla. Cada noche, al cerrar la cafetería, Elena preparaba un sándwich con más cuidado del habitual: pan fresco, queso, y jamón si había. Lo envolvía con delicadeza y lo dejaba en el banco, siempre en el mismo lugar. Nunca se quedaba para verla tomarlo. Pero cada mañana, al regresar al trabajo, encontraba el envoltorio vacío, doblado con cuidado, como si alguien agradeciera en silencio.
Una noche, la curiosidad le ganó al miedo. Decidió esperar. Se escondió detrás de un árbol cercano y observó. A las tres de la madrugada, bajo la luz parpadeante de un farol, la niña apareció. Caminaba con paso leve, casi etéreo, como si no tocara del todo el suelo. Elena la siguió a distancia. La niña cruzó la calle, se internó entre arbustos y llegó a una casona abandonada que todos en el pueblo conocían pero evitaban. Era una construcción vieja, con muros agrietados, ventanas rotas y un aire de abandono que parecía pesar sobre su estructura.
Elena se detuvo frente a la casa, dudando si entrar. Finalmente, la curiosidad la venció. Empujó la puerta, que se abrió con un crujido largo y doloroso. Dentro, el aire olía a humedad, a madera podrida y a soledad. Como si la casa hubiera estado guardando el aliento por décadas. En el vestíbulo, vio un retrato cubierto de polvo. Era una familia: un hombre serio, una mujer de mirada melancólica y una niña en el centro. Era ella. La misma niña que veía cada noche. Revisó el marco del retrato y leyó la fecha: 1995.
—¿Por qué me sigues? —preguntó una voz suave detrás de ella.
Elena se giró bruscamente, con el corazón latiendo como tambor. Ahí estaba la niña, parada junto a la escalera, pálida pero serena.
—Solo quería saber si estabas bien —dijo Elena, con la voz temblorosa.
—Tengo hambre —susurró la niña.
—¿Qué te pasó? —preguntó Elena, sintiendo que el aire se volvía más pesado.
—Me quedé sola —respondió la niña, con un tono que parecía venir de un lugar lejano—. Nadie volvió. Se acabó la comida… y luego, el calor. Después de eso, me dormí con frío.
Elena sintió un nudo en el pecho. Era como si cada palabra de la niña le arrancara un pedazo de alma.
—No tienes que seguir sola —dijo Elena, con lágrimas en los ojos—. Vengo todas las noches. Pensaba que era por ti, pero… creo que también lo hago por mí. Hay algo en ti que me recuerda a mí misma, cuando era niña.
La niña la miró fijamente. No dijo nada más. Solo sonrió, una sonrisa pequeña pero llena de paz, y luego se desvaneció, como neblina al sol.
Elena salió de la casa con el corazón pesado pero decidido. Al día siguiente, preparó el sándwich como siempre, pero esta vez añadió una nota que decía: “Sigo aquí”. Lo dejó en el banco del parque, y aunque sabía que probablemente no volvería a ver a la niña, sentía que debía hacerlo. No por ella, sino por sí misma. Porque hay ausencias que se sienten como piedras en el zapato del alma, y hay fantasmas que no buscan asustar, solo ser recordados.
Con el tiempo, Elena empezó a notar pequeños cambios en su vida. La cafetería comenzó a llenarse más de clientes, y su sonrisa, antes tímida y apagada, se volvió cálida y constante. Cada noche, seguía dejando el sándwich en el banco, aunque nunca más vio a la niña. Era su manera de honrar la memoria de alguien que, de alguna forma, le había enseñado que incluso en la soledad más profunda, siempre hay espacio para el amor y la esperanza.
Un año después, mientras caminaba por el parque al atardecer, Elena vio algo que la hizo detenerse. En el banco donde siempre dejaba el sándwich, había una pequeña flor blanca, fresca y brillante, como si alguien la hubiera dejado ahí hace unos minutos. Elena sonrió. No necesitaba más respuestas. Sabía que, de alguna forma, la niña estaba en paz. Y ahora, también lo estaba ella.
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