“El Café de las Promesas”

Adrián trabajaba como camarero en una pequeña cafetería ubicada en el corazón de la Ciudad de México. Era un lugar acogedor, con mesas de madera desgastadas y un aroma constante a café recién hecho que llenaba el aire. La cafetería no era particularmente famosa ni concurrida, pero tenía su encanto. Los clientes habituales llegaban cada día, y Adrián, con su sonrisa cálida y su actitud servicial, se había ganado el cariño de todos. Sin embargo, había algo —o mejor dicho, alguien— que hacía que sus mañanas fueran especiales.

Eran las 9:15 de cada día cuando ella entraba. Siempre puntual, siempre igual. Cabello recogido en un moño sencillo, un abrigo azul que parecía abrazarla con delicadeza, y un libro bajo el brazo. Sin mirar a nadie, se dirigía a la misma mesa junto a la ventana, donde la luz del sol filtraba suavemente a través del vidrio. Adrián la observaba desde detrás del mostrador, preguntándose qué historia escondía aquella mirada tranquila y distante. Como siempre, ella pedía lo mismo:

—“Un vaso de agua, por favor.”

Nunca café.
Nunca té.
Solo agua.

Adrián, intrigado, se preguntaba por qué alguien elegiría una cafetería para pedir agua. ¿Era el café demasiado caro? ¿No le gustaba? ¿O había algo más? Día tras día, ella se sentaba en silencio, hojeando su libro mientras el mundo seguía su curso. Él empezó a esperar las 9:15 con impaciencia, como si esa rutina silenciosa le diera sentido a su jornada.

Una mañana, incapaz de contener su curiosidad, Adrián decidió preguntar mientras dejaba el vaso en su mesa:

—“¿No le gusta el café?”

Ella levantó la mirada y sonrió. Era una sonrisa ligera, pero suficiente para iluminar el rincón donde estaba sentada.

—“Me encanta el café. Pero hace tres años prometí no volver a tomarlo hasta que pudiera hacerlo con una persona especial.”

Adrián, sorprendido, frunció el ceño.
—“¿Y aún no ha llegado esa persona?”
—“Creo que no. O tal vez sí… y no me he dado cuenta.”

La respuesta quedó flotando en el aire, como el aroma del café que llenaba la cafetería. Adrián regresó al mostrador, pero las palabras de ella no salían de su cabeza. ¿Quién sería esa persona especial? ¿Por qué había hecho esa promesa? Y, más importante aún, ¿cómo era posible que alguien esperara tanto tiempo para cumplirla? Desde ese día, él empezó a llevarle el agua con una pequeña galleta, “cortesía de la casa”. Ella sonreía y agradecía, pero nunca decía más de lo necesario.

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Adrián encontraba cada vez más razones para acercarse a su mesa. A veces le preguntaba sobre el libro que estaba leyendo, otras simplemente comentaba sobre el clima. Ella respondía con amabilidad, pero siempre mantenía una distancia que lo intrigaba aún más. Sin embargo, algo era evidente: había una conexión silenciosa entre ellos, una especie de danza invisible que ambos parecían entender sin necesidad de palabras.

Una mañana lluviosa, el sonido de las gotas golpeando el vidrio de la ventana llenaba la cafetería. Adrián, como siempre, preparó el vaso de agua y lo llevó a su mesa. Pero antes de que pudiera retirarse, ella lo detuvo.

—“¿Sabes qué día es hoy?” —preguntó, con un tono que parecía contener algo más que curiosidad.
—“No… ¿qué día es?” —respondió él, intrigado.
—“El día en que rompo mi promesa.”

Adrián la miró, confundido.
—“¿Qué significa eso?”
Ella dejó el libro a un lado y lo miró directamente a los ojos.
—“Que quiero un café… contigo.”

El corazón de Adrián pareció detenerse por un momento. ¿Era posible que él fuera esa persona especial? ¿Que todo este tiempo ella hubiera estado esperando por él? Se quedó quieto, incapaz de responder, hasta que finalmente encontró las palabras.

—“¿Quieres decir que yo…?”
—“Que tú eres esa persona especial. Sí.”

Adrián no podía creer lo que estaba escuchando. Una mezcla de felicidad, nervios y sorpresa lo invadió mientras ella sonreía con una tranquilidad que parecía decirle: “Todo está bien, no tengas miedo.” Sin decir más, él se sentó frente a ella. Por primera vez, no era el camarero; era simplemente Adrián, un hombre que había esperado este momento sin siquiera saberlo.

Pidieron dos cafés. Mientras el vapor subía de las tazas, ella comenzó a hablar. Le contó cómo, tres años atrás, había hecho la promesa después de una ruptura dolorosa. Había decidido que no volvería a tomar café hasta que encontrara a alguien que le hiciera sentir que valía la pena intentarlo de nuevo. Adrián escuchaba cada palabra con atención, como si estuviera leyendo las páginas de un libro fascinante. Cuando terminó, él dijo:

—“Tres años esperando… y valió la pena.”
Ella sonrió.
—“Ojalá nunca se te acabe la paciencia para esperarme.”

Desde entonces, las 9:15 dejó de ser la hora del agua. Se convirtió en la hora del café… y de una historia que comenzaba con la promesa más pequeña, pero más bonita, que Adrián había escuchado en su vida.