Perdí a mis padres, abandoné la escuela y me encontré sola, sin dinero y sin rumbo. Fue entonces cuando una amiga me habló de una familia acomodada en Ikoyi que buscaba una cuidadora interna para su abuela de 92 años. El sueldo era ínfimo, pero en ese momento lo único que necesitaba era un techo donde ocultar mi dolor.

Al ingresar a aquella mansión de lujo—con muebles de nácar y alfombras suaves—fue evidente que todo relucía, menos la felicidad. Me dijeron que solo debía bañarla, darle comida y medicinas, y que ignorara sus habladurías. Pero ella me vio.

Una tarde me encontró llorando en la cocina, me tomó de la mano desde su cama y dijo:

“Eres fuerte por fuera, rota por dentro. No te preocupes: todo cambiará.”

Esas palabras fueron mi bálsamo. Las noches siguientes, me sentaba a su lado escuchando relatos de guerra, de juventud, de amores y arrepentimientos. “Mis hijos me han olvidado… pero tú me ves”, me dijo una vez.

Le preparaba té, le daba masajes en los pies fríos, le contaba mi día… y ella decía que yo había devuelto la vida a sus últimos días.

Una tarde, con voz casi frágil, me reveló:

“Hay una caja bajo mi cama. Si algo me pasa… ábrela.”

Prometí hacerlo… y lo cumplí. En el funeral, la familia habló únicamente de tierras, bancas y herencia. Más tarde, al abrir la caja, hallé una carta y un testamento:

“Para mi querida Ajoke: me recordaste mi humanidad. Ahora eres propietaria en Shomolu y recibes ₦2.5 millones. Esto no es recompensa, es agradecimiento.”

Al presentarlo, estalló el escándalo: “¿Cómo puede una desconocida heredar todo?”. Pero había un video donde ella, lúcida, declaraba:

“Ajoke me dio paz. Mi familia… solo presencia.”

Hoy vivo en esa casa. La renové y fundé un centro para ancianas desamparadas: Ethel’s Arms. Comenzamos con tres abuelas; hoy atendemos a más de cincuenta cada semana.

Años después, apareció su nieta, con lágrimas en los ojos:

“Te juzgué. Lo siento. Ahora necesito ayuda para mi madre.”

Yo le respondí con calma:

“Perdonar es fácil… cuando el amor guía el camino.”

Cada flor en mi jardín florece por la memoria de ella. Cada anciana que abrazo es homenaje a su legado.

Me contrataron para cuidar a una anciana. Pero ella… me regaló una vida nueva.