Nunca imaginé que un perro me salvaría de morir a 10.000 metros de altura sobre el océano Atlántico.

Pero esa mañana de abril en el Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, todo mi mundo se estaba desmoronando. Intentaba pasar el control de seguridad con un vestido holgado de diseñador, ocultando un vientre de seis meses que, a mis 55 años, parecía un milagro imposible.

Fue entonces cuando Roco, un pastor alemán de la unidad de Guías Caninos de la Policía Nacional, se plantó frente a mí.

Sus ladridos no eran normales. Eran furiosos, guturales, una acusación directa que heló la sangre de todos los presentes en la Terminal 4.

“¡Quieta, no se mueva!”, gritó el Agente López, un tipo corpulento, de rostro curtido por el sol de Madrid, que se acercó con la mano en la funda de su arma.

Levanté las manos, temblando. A mi edad, jamás había tenido problemas con la ley. Soy Jimena, profesora de literatura, madre de dos hijos adultos y ahora, para mi sorpresa y la de todos, embarazada del hombre con quien llevaba tres años casada.

“Por favor, estoy embarazada”, supliqué con voz quebrada. “El perro me está asustando”.

Detrás de mí, mi esposo, Javier Montes, el famoso cantante de baladas que llenaba estadios en España y Latinoamérica, resopló con impaciencia visible. Llevaba gafas de sol oscuras y una gorra, pero varios pasajeros ya lo habían reconocido y sacaban sus móviles.

“¿Cuánto va a tardar esto? Tenemos un vuelo que tomar”, dijo Javier con ese tono de celebridad acostumbrada a que el mundo se pliegue a sus necesidades.

A su lado, Isabela Durán, su elegante mánager de 38 años, vestida con un traje sastre negro, miraba la escena con los brazos cruzados. Algo en su expresión no encajaba. No era preocupación, era… molestia. Pura y dura impaciencia.

Roco seguía ladrando, sus patas delanteras rascando el suelo de mármol, sus ojos fijos en mí, como si pudiera ver a través de la tela de mi vestido, a través de mi piel.

El Inspector Garrido, más joven que López y con una mirada más calmada, se acercó por el otro lado. “Tranquilo, Roco, tranquilo, chico”.

El perro obedeció momentáneamente, bajando el volumen de sus ladridos a un gruñido profundo, pero sus ojos no se apartaron de mi vientre.

“Señora”, dijo Garrido, con voz firme pero educada. “¿Lleva algo en su equipaje o en su persona que deba declarar? ¿Estupefacientes, dinero en efectivo?”

“Nada, solo mi ropa, mis documentos y…” Me llevé la mano al vientre, un gesto instintivo de protección. “Estoy embarazada de seis meses. Por favor, el perro me está alterando. Debe ser por las hormonas”.

“Claro que sí”, interrumpió López con sarcasmo. “Todos dicen lo mismo. ‘Estoy embarazada’, ‘Tengo una condición médica’, ‘Soy inocente’. Señora, este perro está entrenado para detectar narcóticos y explosivos. Si ladra así, es porque huele algo”.

“¡Pero no llevo nada!”, las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. La humillación era insoportable.

Javier se quitó las gafas. Su rostro, tan familiar en las portadas de las revistas, mostraba una mezcla de vergüenza e irritación.

“Miren, oficiales, mi esposa dice la verdad. Esto es ridículo. Tenemos que estar en Ciudad de México en 12 horas para una conferencia de prensa muy importante. ¿Saben quién soy?”

Isabela se acercó a Javier y le susurró algo al oído. Él asintió, su mandíbula tensa.

“¿Saben qué? Vámonos, Isabela. Si ella tiene que quedarse a aclarar esto, que se quede. Yo no puedo perder ese vuelo”.

Sentí como si me hubieran dado un golpe en el estómago. El aire se me escapó de los pulmones.

“¿Qué…? ¿Javier? No puedes dejarme aquí sola”.

“Cariño, es solo un malentendido”, dijo, pero ya estaba retrocediendo. “Acláralo y tomas el siguiente vuelo. Yo te espero allá”.

Ya estaba volteándose, ya estaba alejándose con Isabela, quien cargaba ambos maletines de mano.

“¡Javier!”, grité, mi voz rota.

Pero mi esposo ya estaba atravesando la puerta hacia las salas de embarque, sin mirar atrás.

López me tomó del brazo con una fuerza innecesaria. “Vamos, señora, a la sala de revisión. Y no haga ningún escándalo, o esto va a ser peor para usted”.

Garrido frunció el ceño, mirando a su compañero, pero no dijo nada. Roco me siguió de cerca, sus gruñidos ahora más bajos pero constantes, como un motor de advertencia.

Mientras me arrastraban hacia los pasillos interiores del aeropuerto, alcancé a ver en una pantalla que el vuelo IB6401 con destino a Ciudad de México comenzaba el embarque.

En ese avión iban mi esposo y la mujer que había insistido tanto en que yo viajara con ellos esta vez. La mujer que me había conseguido el “mejor médico privado” para cuidar mi embarazo difícil. La mujer que, el día anterior, había supervisado que me instalaran ese “dispositivo especial de vitaminas” para el largo vuelo.

Yo no lo sabía todavía, pero ese perro, ese maravilloso perro llamado Roco, acababa de salvarme la vida.

Tres días antes, todo había comenzado con una ilusión.

Sostenía la prueba de embarazo en mis manos temblorosas, en el baño de nuestro lujoso apartamento en el barrio de Salamanca, en Madrid. Dos líneas rosadas. Claras e inequívocas.

Imposible.

A mis 55 años. Después de la menopausia temprana que había sufrido a los 48. Después de que todos los médicos me dijeran que mis posibilidades eran “nulas”.

Estaba embarazada.

“¡Javier!”, grité, mi voz mezcla de pánico y una alegría que no me atrevía a sentir.

Él entró secándose las manos en una toalla, venía de revisar unas partituras en su estudio. “¿Qué pasa, Jimena? Pareces un fantasma”.

Le mostré la prueba, sin palabras.

El rostro de Javier pasó por un carrusel de emociones: sorpresa, desconcierto, algo que parecía miedo y, finalmente, una sonrisa forzada que no llegó a sus ojos.

“Vaya… No me lo puedo creer”.

“Yo tampoco. Los doctores dijeron que era imposible”.

“¿Estás segura de que es fiable? A lo mejor está caducado…”, dijo, buscando una salida.

Sentí una punzada en el pecho ante su duda. “Es la tercera prueba que me hago, Javier. Las tres positivas. Y tengo todos los síntomas: el retraso, las náuseas, un cansancio que me tumba”.

Javier se pasó las manos por el cabello, ese gesto que hacía cuando estaba estresado. “Es que… es complicado, Jimena. Yo tengo 52 años, tú 55. Mis hijos del primer matrimonio ya son adultos. Nunca planeamos esto”.

“Yo tampoco lo planeé”, respondí, mi voz quebrándose. “Pero está pasando. ¿Y qué vamos a hacer?”

“Hacer… es nuestro hijo, Javier”, dije, aunque su reacción me estaba helando por dentro.

Él se quedó en silencio, mirando por la ventana. Afuera, Madrid brillaba bajo el sol de la tarde.

“Tenemos que hablar con Isabela”, dijo finalmente. “Ella sabrá cómo manejar esto con la prensa. Tú sabes cómo son. Van a convertir esto en un circo. ‘El cantante de 52 años y su esposa de 55 esperan un bebé milagro’. Los memes, las burlas…”

“¿Eso es lo que te preocupa? ¿Los memes?”, pregunté, incrédula.

“¡Me preocupa mi carrera, Jimena!”, espetó. “Tenemos compromisos, giras programadas. Esto lo cambia todo”.

Sentí las lágrimas agolparse. Este no era el Javier del que me había enamorado tres años atrás, el hombre que me recitaba poesía, que me prometió un amor para toda la vida después de mi doloroso divorcio. Este era un extraño, un contable calculando pérdidas.

“Voy a llamar a Isabela”, dijo Javier, sacando su móvil. “Ella nos ayudará”.

Esa misma noche, Isabela llegó al apartamento. Llevaba una botella de vino caro que, irónicamente, yo no podía beber. Se sentó en el sofá de terciopelo, con las piernas cruzadas, su postura perfecta, su maquillaje impecable incluso a las nueve de la noche.

“Felicidades a ambos”, dijo con una sonrisa que no le llegaba a los ojos. “Es una noticia… inesperada”.

“Esa es una forma de decirlo”, murmuró Javier.

“Pero podemos manejarlo”, continuó Isabela, tomando el control como siempre. “De hecho, podría ser bueno para tu imagen, Javier. El amor maduro, la familia, la segunda oportunidad. Podemos hacer una campaña de relaciones públicas alrededor de esto”.

Sentí náuseas, y no tenían nada que ver con el embarazo. “No quiero hacer una campaña. Quiero tener a mi bebé en paz”.

“Por supuesto, Jimena”, dijo Isabela con ese tono condescendiente que usaba conmigo. “Pero entiende que Javier es una figura pública. Todo lo que hacen afecta su carrera. Por eso estoy aquí, para protegeros a ambos”.

“¿Protegernos?”

“Sí. Mira, a tu edad, este embarazo es de altísimo riesgo. Necesitas los mejores cuidados médicos. Conozco a un especialista increíble, el Doctor Serrano. Tiene una clínica privada muy discreta en el barrio de Serrano. Él puede monitorizarte sin que la prensa se entere, hasta que estemos listos para hacer el anuncio”.

Javier se inclinó hacia adelante. “De verdad. Eso sería perfecto”.

“Y otra cosa”, Isabela sacó su tablet. “En dos días tenemos la conferencia de prensa en México sobre la nueva gira. Es crucial que estés allí, Javier. Y creo que Jimena debería ir también. Mostrar unidad, que todo está bien”.

“No sé si puedo viajar”, dije. “Me siento muy cansada”.

“Por eso mismo deberías ver al Doctor Serrano antes del viaje”, insistió Isabela. “Él te dará vitaminas especiales, te preparará para que puedas viajar segura. De hecho, tengo una cita reservada para ti mañana a las tres”.

Algo en su tono, en su eficiencia fría, hizo que esa vocecita de advertencia sonara en mi cabeza. Pero Javier ya estaba asintiendo, aliviado.

“Es buena idea. Ve al doctor, cariño. Yo tengo ensayos todo el día mañana, pero Isabela te puede acompañar”.

Y así, sin más objeciones, sin escuchar mi instinto, había aceptado.

La sala de revisión del aeropuerto era fría y estéril. Paredes blancas, una mesa de metal, dos sillas.

Estaba sentada con las manos sobre mi vientre, protegiéndolo. Roco estaba echado cerca de la puerta, pero sus ojos no se apartaban de mí.

El Inspector Garrido entró con una oficial femenina, la Agente Reyes, una mujer de unos 40 años con expresión seria pero no hostil.

“Señora Montes, necesitamos que pase por el escáner corporal. Es un procedimiento estándar”.

“Ya les dije que estoy embarazada. ¿Es seguro?”

“Es completamente seguro”, aseguró la agente Reyes. “El escáner usa ondas milimétricas, no radiación. No afectará a su bebé”.

Asentí y me levanté con dificultad. El embarazo a mi edad me hacía sentir pesada, lenta. Me llevaron a una habitación contigua donde estaba el escáner, una cabina cilíndrica transparente.

“Entre y levante los brazos”, indicó Reyes.

Obedecí. La máquina zumbó durante varios segundos. Cuando salí, Garrido estaba mirando la pantalla de la computadora con el ceño fruncido.

“Está embarazada”, confirmó. “Aproximadamente 24 semanas. No hay señales de ningún paquete interno. Nada de droga”.

Desde la puerta, el Agente López bufó. “Entonces el perro se equivocó. Joder. Déjela ir, ya perdimos suficiente tiempo”.

Pero en ese momento, como si hubiera escuchado su nombre, Roco se levantó de un salto y se coló en la habitación del escáner. Comenzó a ladrar de nuevo, pero esta vez de manera diferente. No era un ladrido de alerta general, era específico.

El perro se acercó a mí y empezó a olfatear mi costado derecho, justo debajo de mis costillas, donde el vestido holgado formaba un pequeño bulto.

“Roco, ¡quieto!”, ordenó Garrido. Pero había algo en el comportamiento del perro que lo hizo dudar. “Señora Montes, ¿qué lleva ahí?”, preguntó, señalando el bulto.

Me toqué el costado y palidecí. “Es… es un dispositivo médico. Me lo puso mi doctor hace dos días”.

“¿Un dispositivo médico? ¿Qué tipo de dispositivo?”

“Es una bomba de infusión subcutánea”, respondí con voz temblorosa. “El Doctor Serrano dijo que era para administrarme vitaminas esenciales durante el vuelo. Por el embarazo, por mi edad… dijo que era necesario”.

Garrido y Reyes intercambiaron miradas. “¿Le instalaron un dispositivo de infusión para un vuelo de… 9 horas?”

“Sí, Isabela, la mánager de mi esposo, me llevó con él. Dijo que era el mejor. Que era por seguridad”.

“Señora Montes”, dijo Reyes con una calma que me asustó más que los gritos de López. “Necesito que se levante el vestido y nos muestre ese dispositivo”.

Mis manos temblaban mientras levantaba la tela.

Pegado a mi piel, sujeto con un vendaje médico transparente, había un aparato del tamaño de un móvil antiguo. Tenía una pantalla pequeña y lo que parecían botones. Un tubo delgado salía del dispositivo y se adentraba en mi piel mediante una aguja subcutánea.

Reyes se acercó con cuidado. “Esto no es una bomba de infusión estándar”, murmuró. “Nunca he visto una así”.

López se acercó también, y por primera vez, su rostro mostró algo diferente a la arrogancia. Había preocupación. “Probablemente es de esos modelos nuevos”, dijo rápidamente. “Los médicos privados usan tecnología de punta. Seguro está bien. Déjenla ir de una vez”.

“No”, dijo Garrido con firmeza. “Algo no está bien. Roco tiene un historial de detección perfecto. Si él reacciona así, es por algo”.

“El perro reaccionó porque olió los químicos de las vitaminas, nada más”, insistió López, con un tono cada vez más irritado. “Están haciendo perder el tiempo a esta señora y comprometiendo la reputación del aeropuerto. ¿Saben quién es su esposo? Esto va a ser un escándalo”.

Pero Garrido sacó su radio. “Necesito a Germán Palacios, de la unidad TEDAX, en la sala de revisión 3. Es urgente”.

TEDAX. La unidad de desactivación de explosivos.

Sentí que el mundo se inclinaba. Mis rodillas flaquearon y tuve que apoyarme en la mesa. “¿Qué está pasando? No entiendo nada. Solo quiero tomar mi vuelo, ir con mi esposo…”

“Señora, necesito que se siente”, dijo Reyes, guiándome a la silla. “Vamos a revisar ese dispositivo. Es solo una precaución”.

Roco finalmente se calmó, pero se echó a mis pies, como si me estuviera vigilando. O protegiendo.

López salió de la sala, sacando su móvil. Garrido lo notó, pero no dijo nada todavía.

Algo estaba muy mal en toda esta situación, y el instinto de 20 años en la policía le decía a Garrido que Roco acababa de detectar algo mucho peor que drogas.

El técnico, Germán Palacios, llegó quince minutos después. Era un hombre de unos 50 años, con gafas gruesas y una placa que lo identificaba como especialista en artefactos no convencionales.

Cuando vio el aparato pegado a mi costado, su expresión cambió inmediatamente.

“Necesito que todos salgan, excepto la paciente y los oficiales a cargo”, dijo con voz tensa. Reyes cerró la puerta.

Germán se puso guantes de látex y sacó un pequeño escáner de mano. “Señora, ¿le duele?”

“No. Cuando me lo pusieron, el doctor me durmió la zona. Me dijo que no sentiría nada”.

“¿Y cuándo se lo instalaron exactamente?”

“Hace dos días, por la tarde. En la Clínica Integral Serrano”.

Germán pasó el escáner sobre el dispositivo. La pantallita del aparato emitió una serie de pitidos. El técnico anotó algo en su tablet y luego tomó fotografías del dispositivo desde varios ángulos.

“¿Qué contiene el líquido que está infundiendo? ¿Le dieron algún documento, alguna receta?”

Rebusqué en mi bolso con manos temblorosas y saqué una carpeta. Dentro había una hoja con membrete de la clínica y el sello del Doctor Serrano. “Aquí dice… ‘Complejo vitamínico de alta concentración’. Incluye ácido fólico, vitamina B12, hierro… Eso fue lo que el doctor me dijo”.

Germán leyó el documento y luego volvió a examinar el dispositivo. “Esto no es una bomba de infusión vitamínica estándar”, dijo finalmente. “Este modelo específico lo he visto antes en capacitaciones. Sobre dispositivos modificados… para usos no convencionales”.

“¿Qué significa eso?”, preguntó Garrido.

“Significa que necesito analizar su contenido, pero no puedo hacerlo mientras esté conectado a la paciente. Es muy arriesgado”.

Sentí que se me cerraba la garganta. “Arriesgado. ¿Por qué? ¿Qué hay ahí dentro?”

“Todavía no lo sé con certeza, señora, pero este tipo de dispositivo tiene una capacidad de reserva que no es normal para vitaminas. Y tiene un temporizador programable”.

“Un temporizador”, repitió Reyes.

“Sí, miren aquí”. Germán señaló la pequeña pantalla del dispositivo. “Estos números… es una cuenta regresiva. Comenzó hace… (revisó sus cálculos) …aproximadamente 45 minutos”.

El silencio en la sala fue absoluto.

Miré la pantalla del dispositivo por primera vez con atención real. Los números cambiaban lentamente.

01: 15: 32 01: 15: 31 01: 15: 30

“Cuenta regresiva… ¿para qué?”, susurré.

“Para liberar el contenido del segundo reservorio”, explicó Germán con voz grave. “Este dispositivo tiene dos compartimentos. Uno está administrando algo ahora mismo, en dosis pequeñas. El otro está sellado y programado para abrirse cuando el temporizador llegue a cero”.

Garrido se acercó. “¿Cuánto tiempo falta?”

“Una hora y quince minutos, aproximadamente”.

“¿Y qué pasa cuando llegue a cero?”

“El contenido del segundo reservorio se liberará todo de una vez. Directamente en su torrente sanguíneo”.

Me llevé las manos al vientre. “Mi bebé… mi bebé está en peligro”.

“Necesito extraer este dispositivo ahora mismo”, dijo Germán. “Y necesito hacerlo en un ambiente controlado”.

“Sí, sí, por favor, ¡quítenmelo!”

Germán trabajó con precisión quirúrgica. Primero desinfectó el área, luego usó unas pinzas especiales para sujetar el catéter subcutáneo. Con un movimiento rápido pero cuidadoso, lo extrajo. Hice una mueca de dolor, pero no grité.

El dispositivo quedó en la mesa, su pantalla todavía marcando la cuenta regresiva.

01: 12: 28 01: 12: 27

Germán lo colocó dentro de una caja de contención especial, transparente y sellada. Luego usó una jeringa para extraer una muestra del líquido del primer compartimento, el que ya había estado entrando en mi cuerpo.

“Voy a llevar esto al laboratorio del aeropuerto. Tenemos capacidad de hacer análisis químicos rápidos. Necesito 20 minutos”.

“¿20 minutos?”, me levanté bruscamente. “¿Y si lo que ya me inyectó es venenoso? ¿Y si mi bebé…?”

“Señora, mantenga la calma”, dijo Reyes, tomándome de los hombros. “Si fuera un veneno de acción rápida, ya estaría sintiendo síntomas. El hecho de que se sienta (relativamente) bien indica que lo que ya recibió probablemente no es letal. Pero necesitamos saber qué es… y qué hay en el otro compartimento”.

Germán salió con la caja de contención. Garrido lo acompañó. En la sala quedamos Reyes, Roco y yo.

Acaricié la cabeza del perro mientras con la otra mano sostenía mi vientre. Las lágrimas rodaban por mis mejillas sin control.

“No entiendo nada. ¿Por qué alguien haría esto? ¿Por qué el Doctor Serrano? ¿Por qué Isabela?”

Las piezas comenzaban a encajar en mi mente, pero eran demasiado horribles para aceptarlas.

Mi esposo abandonándome. Isabela insistiendo en que viajara. El doctor instalando ese dispositivo justo antes del viaje.

La cuenta regresiva.

Hice el cálculo mental. El vuelo a Ciudad de México duraba casi 10 horas. Si la cuenta regresiva era de 2 horas y había comenzado cuando pasé el control de seguridad… entonces el dispositivo estaba programado para liberar su contenido exactamente a mitad del Océano Atlántico. Cuando el avión estaría en el punto más lejano de cualquier aeropuerto de emergencia.

“Dios mío”, susurré, el terror helándome por completo. “Iban a matarme en el avión”.

Reyes no respondió, pero su silencio fue confirmación suficiente.

En el pasillo, el Inspector Garrido observaba a su compañero, López, que hablaba en voz baja por su móvil, lejos de las cámaras de seguridad.

“Sí, ya sé que hay un problema”, decía López con tono urgente. “El puto perro la detectó. No, no pude evitarlo. Garrido está encima de todo. Sí, ya tienen el dispositivo”.

Hubo una pausa. El rostro de López se puso tenso.

“No es mi culpa. Les dije que esto era una estupidez. ¿Usar el aeropuerto? ¿Con los perros de la K9? Debieron haberlo hecho de otra manera. ¿Qué? No, no voy a… ¡No puedo simplemente sacarla de aquí! Hay demasiados testigos”.

Otra pausa. López sudaba visiblemente. “Está bien, está bien. Haré lo que pueda, pero ustedes también muévanse. Si esto explota, no voy a caer solo, ¿me entienden?”

Colgó y se dio vuelta, casi chocando con Garrido.

“¿Con quién hablabas, López?”

“Con mi mujer. No es de tu incumbencia”.

“Tu mujer está en turno de noche en el hospital. No me mientas. ¿Me estás siguiendo ahora?”

“Estoy haciendo mi trabajo, algo que tú claramente no estás haciendo. Tenemos una posible intento de asesinato, una mujer embarazada con un dispositivo sospechoso, y tú has estado tratando de dejarla ir desde el principio. Dame tu móvil. Ahora”.

López apretó los dientes. Por un momento, pareció que iba a resistirse, pero luego sacó su móvil y se lo lanzó a Garrido. “Adelante, no vas a encontrar nada”.

Garrido revisó las llamadas. Y luego los mensajes. Un número sin identificar, enviado esa mañana.

“Vuelo IB6401. Mujer embarazada, 55 años. Dejarla pasar sin importar lo que el perro haga. 20.000 euros al completar”.

Garrido sintió que la sangre se le helaba. “Joder, López. ¿En qué estabas pensando?”

López palideció. “Yo no sabía nada del dispositivo, lo juro. Solo me dijeron que la dejara pasar. Que era un operativo de inteligencia, que no hiciera preguntas”.

“¿Un operativo de inteligencia? ¿Y te lo creíste?”

“Me ofrecieron 20.000 euros, Garrido. ¿Tú sabes lo que es eso? Puedo pagar la hipoteca…”

“Puedes ir a prisión”, interrumpió Garrido. “Por complicidad en intento de asesinato. ¡Esa mujer y su bebé hubieran muerto!”

En ese momento, Germán apareció corriendo por el pasillo, su rostro blanco como el papel. “¡Garrido! ¡Ya tengo los resultados!”

Los tres hombres entraron a una oficina vacía. Germán cerró la puerta.

“Analicé el contenido del primer compartimento. Es Heparina”.

“¿El anticoagulante?”, preguntó Garrido.

“Sí, en dosis pequeñas, controladas. No lo suficiente para causar daño inmediato, pero suficiente para sensibilizar el sistema. Como preparar el terreno”.

“¿Preparar el terreno para qué?”, preguntó López, temblando.

“Para el segundo compartimento”, dijo Germán. “No puedo analizarlo sin abrirlo y arriesgarme. Pero basándome en el peso y el dispositivo, estoy 99% seguro de que es una dosis masiva. 50 o 100 veces la dosis terapéutica normal”.

“¿Qué le haría eso a una persona?”, susurró Garrido.

“Hemorragia interna masiva. En una mujer embarazada, a 10.000 metros de altura, lejos de cualquier hospital… moriría en cuestión de minutos. Y parecería una complicación natural del embarazo. Un desprendimiento de placenta, una ruptura uterina… Nadie sospecharía”.

El silencio fue ensordecedor. López se dejó caer en una silla, vomitando en la papelera.

Garrido lo agarró por el cuello de la camisa. “Vas a decirme exactamente quién te contactó. Y vas a hacerlo ahora mismo”.

El vuelo IB6401 aterrizó en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de Ciudad de México a las 5:37 PM, hora local.

Javier Montes bajó del avión, cansado e irritado por el drama del aeropuerto. A su lado, Isabela caminaba con su móvil pegado a la oreja.

“Sí, llegamos bien. Vamos directo al hotel… Sí, todo bajo control”. Colgó y le sonrió a Javier.

“¿Crees que Jimena ya habrá resuelto el problema en Madrid?”

“Supongo. Aunque no me ha llamado. Tal vez esté molesta porque la dejaste”.

“Tú dijiste que era lo mejor. Que no podía perder este vuelo”.

“Y tenías razón en hacerme caso”, dijo ella.

Llegaron a la zona de migraciones. Había varios oficiales de la Policía Federal esperando. Javier asumió que era seguridad normal por ser una figura pública. Pero cuando un oficial se acercó directamente a ellos, supo que algo andaba mal.

“¿Javier Montes? ¿Isabela Durán?”

Isabela se puso tensa. “Sí. ¿Hay algún problema?”

“Necesito que me acompañen los dos”.

“¿Acompañarlos? ¿A dónde? Tenemos compromisos…”

“Sus compromisos van a tener que esperar. Han sido solicitados por las autoridades españolas para interrogatorio… en relación con un intento de asesinato”.

El rostro de Javier se volvió blanco. “Intento de asesinato. ¿De qué están hablando?”

Isabela, por otro lado, no mostró sorpresa. Solo una resignación fría. Por un segundo, su máscara se cayó, y Javier vio algo en sus ojos que nunca había visto antes: cálculo.

“Esto es un malentendido”, dijo Isabela con voz firme. “Exijo hablar con mi abogado”.

“Por supuesto. Puede hacer su llamada en la estación”.

Dos oficiales más se acercaron. Uno de ellos llevaba esposas.

“Esperen, esperen. Yo no he hecho nada”, balbuceó Javier.

El oficial sacó su radio y habló en voz baja. Luego asintió y se volvió hacia Javier.

“Señor Montes, acabamos de recibir confirmación de Madrid. Su esposa, Jimena Montes, fue víctima de un intento de asesinato en el aeropuerto de Barajas. Llevaba un dispositivo médico diseñado para matarla durante el vuelo”.

Javier sintió que el suelo se movía. “Jimena… ¿Está bien? Mi bebé… ¿están bien?”

“Fueron intervenidos a tiempo por la unidad K9. Pero el dispositivo estaba programado para liberar una dosis letal de anticoagulante exactamente cuando el avión estaría sobre el océano. Su esposa habría muerto, señor Montes. Y habría parecido una complicación del embarazo”.

Javier se volvió hacia Isabela, sus ojos llenos de incredulidad y horror.

“Tú… Tú hiciste esto”.

Isabela no respondió. Su rostro era una máscara de indiferencia. “No voy a decir nada sin mi abogado”.

“¡Isabela! ¿Trataste de matar a mi esposa? ¿A mi bebé? ¡RESPÓNDEME!”

El oficial puso una mano en el hombro de Javier. “Señor Montes, necesito que se calme. Usted no está arrestado, pero necesitamos hacerle algunas preguntas. La señorita Durán sí está bajo arresto”.

Las esposas sonaron al cerrarse en las muñecas de Isabela. Ella ni siquiera hizo un gesto. Simplemente miró a Javier con odio, desprecio y decepción.

“Debiste haberme elegido a mí”, susurró, antes de que se la llevaran.

Javier se quedó paralizado. Su mundo entero, construido sobre la fama, el dinero y la conveniencia, acababa de implosionar.

En Madrid, la investigación se movió a la velocidad del rayo.

El Doctor Serrano fue arrestado en su lujosa clínica. Al principio negó todo, pero cuando le mostraron el dispositivo con el temporizador y la confesión del Agente López, se derrumbó.

Confesó que Isabela lo había chantajeado. Serrano tenía una deuda de juego masiva con un cartel para el que, casualmente, Isabela trabajaba como “consultora financiera”, usando la carrera de Javier como fachada para lavar millones de euros.

El motivo era simple y aterrador. Isabela había falsificado un testamento. Si Javier moría, ella heredaba todo. Pero un hijo legítimo, un heredero de sangre, arruinaba ese plan. El bebé tenía que desaparecer. Y yo, por supuesto, tenía que desaparecer con él.

El Agente López fue a prisión, su carrera y su vida destrozadas por 20.000 euros.

Isabela fue extraditada a España. Su juicio fue rápido. Con el testimonio de Serrano, la confesión de López, las pruebas del dispositivo y mi propia declaración, fue condenada. 45 años de prisión por intento de asesinato agravado, falsificación de documentos y pertenencia a organización criminal.

Javier… bueno, Javier lo perdió todo.

Su carrera se evaporó. Los patrocinadores huyeron. Las cuentas bancarias fueron congeladas por la investigación de lavado de dinero. Descubrió que el hombre que había sido, el “gran Javier Montes”, no era más que una marioneta en manos de Isabela.

Cooperó plenamente con las autoridades. Testificó contra Isabela, contra el cartel. Entregó todo.

No enfrentó cargos criminales, pero su castigo fue otro. La vergüenza pública. La bancarrota. Y mi silencio.

Seis meses después, di a luz.

Fue un parto prematuro, a las 36 semanas, provocado por el estrés, pero mi hija nació fuerte. Una niña preciosa a la que llamé Victoria. Porque eso era ella: mi victoria sobre la мυerte.

Javier estaba en el hospital. Yo no lo había dejado entrar al paritorio, pero cuando tuve a Victoria en mis brazos, le pedí a la enfermera que lo dejara pasar.

Entró, ya no era el cantante famoso. Era solo un hombre de 52 años, con aspecto cansado y arrepentido, que miraba a su hija como si fuera la única cosa real que había visto en años.

“Es… es perfecta”, susurró, llorando.

“Es tu hija, Javier”, le dije, mi voz cansada. “No sé si podré perdonarte por abandonarme. No sé si podré perdonarte por tu ceguera. Pero ella no tiene la culpa. Tienes que ganártela”.

“Lo haré”, dijo, poniendo un dedo tembloroso en su manita. “Te lo juro, Jimena. Lo haré”.

Hoy, Victoria tiene dos años.

Vivimos en un apartamento más pequeño, lejos del lujo de Salamanca. Javier perdió su fortuna, pero encontró algo parecido a la redención. Da clases de guitarra a niños en un centro cívico.

Viene a ver a Victoria tres veces por semana. No hemos vuelto a ser pareja. Ese barco zarpó el día que me dejó sola en el aeropuerto. Pero estamos aprendiendo a ser padres.

¿Y Roco?

El Inspector Garrido me llamó una semana después del incidente. Roco había sido “retirado” del servicio activo por “estrés postraumático” (un guiño, según supe después, ya que el perro estaba perfectamente).

Garrido me preguntó si estaría dispuesta a adoptar a un pastor alemán muy inteligente, pero un poco testarudo.

Roco ahora duerme a los pies de la cuna de Victoria. Es su protector, su sombra.

A veces, cuando miro a mi hija reír mientras le tira la pelota a Roco, pienso en ese día en Barajas. Pienso en cómo, en mi momento más oscuro, abandonada por el hombre que amaba y atacada por un perro furioso, en realidad estaba siendo salvada.

Javier me falló. Isabela intentó matarme. Pero Roco, ese perro increíble, vio lo que ningún humano podía ver.

Me salvó la vida. Y me dio la de mi hija.