El perro permanecía intranquilo en la entrada de la iglesia cuando me ve, Ana, vestida de novia el día de mi boda. De inmediato, se abalanza sobre mí y muerde mi vestido. No entendí qué pasaba hasta que sentí el tirón brutal en la base de mi vestido de novia.

Un instante, antes de que mis rodillas golpearan el frío mármol del atrio de la iglesia. El dolor fue agudo, pero la confusión era un martillo que golpeaba más fuerte. A mi lado, gruñendo con una ferocidad que nunca le había conocido, estaba Ramón, mi viejo mestizo de labrador, con los dientes clavados en los tules y sedas blancas.

El perro no me estaba atacando a mí. Tiraba hacia atrás, hacia la puerta, con la desesperación de quien intenta arrastrar a alguien lejos de un precipicio. Su cuerpo entero temblaba y un hilo de baba caía de su hocico, pero sus ojos estaban fijos, no en mí, sino en el hombre que me esperaba en el altar.

“¡Javier, por el amor de Dios, que alguien quite a ese animal!”, gritó mi madre desde la primera fila.

Javier, el novio perfecto, reaccionó con una calma que parecía ensayada. Descendió los escalones del altar con una expresión de profunda preocupación, ignorando los gritos y el caos. Se arrodilló junto a mí, pero su primera acción no fue ayudarme, sino mirar al perro con una frialdad que helaba la sangre.

“Ramón, suelta”, dijo. Su voz era un susurro autoritario que cortó el aire, pero el perro solo intensificó su gruñido, un sonido gutural que vibraba en mi pecho.

El animal me estaba protegiendo. ¿Pero de qué? Del hombre que toda mi familia adoraba. Del hombre que me había devuelto la ilusión.

Dos de mis primos finalmente se acercaron y, tras un forcejeo que rasgó aún más el costoso vestido, lograron separar al perro. Lo arrastraron por el pasillo central mientras él seguía ladrando, no con rabia, sino con una especie de súplica frenética.

“¿Estás bien, mi amor?”, preguntó Javier, ayudándome a levantarme. Su toque era suave, pero sus ojos siguieron por un segundo la trayectoria del perro que desaparecía por la puerta.

Asentí, aunque todo mi cuerpo temblaba. Miré mi vestido arruinado, las caras de espanto de los invitados y luego a Javier. En su rostro solo había amor y preocupación por mí. Entonces, ¿por qué el acto desesperado de Ramón se sentía menos como una locura y más como una advertencia? ¿Y por qué, en medio del escándalo, sentí un alivio fugaz por no haber llegado al altar?

La boda, por supuesto, se canceló.

La casa de mis padres, que debía ser el epicentro de una fiesta jubilosa, se convirtió en una sala de crisis. Sentada en el sofá del salón, con una manta sobre los hombros y todavía con los restos del vestido de novia, escuchaba el murmullo de mi familia. La voz que dominaba era la de Javier.

“No deben culparlo”, decía, sirviendo un vaso de agua para mi madre. “Es un perro viejo. A veces se desorientan, se vuelven territoriales. Probablemente vio a tanta gente, sintió el estrés de Ana… Fue una reacción de pánico. Pobre animal.”

Mi tía Beatriz asintió vigorosamente. “Claro que sí. Mi prima tenía un caniche que en sus últimos años no reconocía a nadie. Es una lástima, pero es la edad.”

“Lo importante es que Ana no resultó herida de gravedad”, continuó Javier, acercándose para ponerme una mano reconfortante en el hombro. “Solo fue un susto terrible. Ya veremos cómo reorganizamos todo.”

Yo no decía nada. Observaba cómo mi familia entera, que al principio estaba furiosa, ahora miraba a Javier con admiración. Él era la calma en la tormenta, el hombre razonable, el yerno ideal que incluso disculpaba al animal que le había arruinado la boda.

Pero mi hermana Lucía, de pie junto a la ventana con los brazos cruzados, no compartía esa opinión.

“A mí no me parece que estuviera desorientado”, dijo Lucía en voz baja, pero lo suficientemente alta para que todos la oyeran. “Parecía saber exactamente lo que hacía. Te gruñía a ti, Javier. Solo a ti.”

El silencio que siguió fue denso. Mi madre fulminó a Lucía con la mirada. “Lucía, por favor, no es el momento para tus teorías. Javier ha sido increíblemente comprensivo.”

“Solo digo lo que vi”, replicó ella, encogiéndose de hombros.

Javier sonrió, una sonrisa triste y magnánima. “Lucía tiene derecho a su opinión. Sé que nunca le he caído del todo bien. Quizás deba esforzarme más para ganarme su confianza.”

Con esa frase, desarmó por completo la acusación de mi hermana y la hizo parecer una niña celosa y conflictiva. Vi la jugada. La vi con una claridad que me asustó. Vi cómo, con unas pocas palabras, Javier había aislado a Lucía y se había reafirmado como la víctima sensata de la situación.

Sentí un escalofrío. Quería creerle. Necesitaba creer en la historia del perro viejo y confundido, pero la mirada calculadora que vi en él por una fracción de segundo no encajaba en esa narrativa.

A la mañana siguiente, un silencio pesado se había instalado en la casa. Me desperté con la sensación de que algo fundamental faltaba. No era el alboroto de los preparativos de una boda, sino algo más primario. El sonido de las garras de Ramón en el piso de madera, su respiración tranquila al pie de la cama.

Me levanté y recorrí la casa. El plato de comida del perro estaba intacto. Su cama en la esquina de la cocina, vacía.

Encontré a Javier en el porche trasero, tomando una taza de café, mirando el jardín con una serenidad imperturbable. Parecía un modelo de revista, incluso con la resaca emocional del día anterior.

“Buenos días, mi amor”, dijo él, sonriéndome. “¿Dormiste algo?”

“No mucho. ¿Has visto a Ramón?”, pregunté, intentando que mi voz sonara casual.

Javier dejó la taza sobre la mesita de mimbre. Su rostro adoptó una expresión de comprensión y una pizca de tristeza. “Ah, sobre eso… Quería esperar a que estuvieras más tranquila para decírtelo. Anoche, después de que todos se fueron, tomé una decisión.”

Sentí que se me oprimía el pecho. “¿Qué decisión? ¿Dónde está mi perro, Javier?”

“Tranquila, está perfectamente. Anoche lo subí al coche y lo llevé a la finca de un viejo amigo mío, a las afueras de la ciudad. Es un lugar precioso, con hectáreas de campo para correr. Pensé que, después de lo de ayer, el ambiente aquí estaría muy tenso para él. Y para ti. Necesitabas espacio para procesar todo sin tener que verlo y recordar.”

La explicación era lógica. Era sensata. Era exactamente el tipo de cosa considerada que Javier haría. Pero a mí me sonó a una sentencia.

“Sin preguntarme… Es mi perro desde hace 12 años, Javier.”

“Lo sé, cariño, y precisamente por eso lo hice”, respondió él, acercándose y tomándome las manos. “Quería protegerte. Protegerlo a él de las miradas de tu familia. Tu madre estaba hablando de… bueno, de tomar medidas drásticas. Pensé que esto era lo mejor. En unas semanas, cuando todo se calme, podemos ir a buscarlo. Te lo prometo.”

Se inclinó y me besó en la frente. Me quedé quieta. Me sentía como una niña a la que le explicaban por qué le habían quitado su juguete favorito: por su propio bien. Cada palabra de Javier era razonable. Pero el resultado era el mismo. Ramón ya no estaba. Y la decisión la había tomado él, unilateralmente. Como si ya fuera el dueño de mi vida, de mis afectos y hasta de mis perros.

Lucía me encontró en mi antigua habitación, mirando por la ventana una foto enmarcada de un Ramón mucho más joven, cuando era apenas un cachorro.

“Mamá me dijo que Javier se lo llevó”, dijo Lucía, sin preámbulos, cerrando la puerta tras de sí.

Asentí, sin girarme. “A una finca. Para que se calme.”

“¿A una finca? ¿Qué finca? ¿Conoces a ese amigo? ¿Te dio un número, una dirección?”

Las preguntas de mi hermana eran como dardos, precisos y dolorosos, porque apuntaban a los mismos agujeros que yo misma no quería ver en la historia de Javier.

“No, Lucía. Simplemente confío en él. Hizo lo que creyó mejor para todos.”

Lucía soltó una risa seca, sin humor. “¿Mejor para todos? ¿O mejor para él? Ana, despierta. El perro te adora. Ha dormido a los pies de tu cama desde que papá te lo regaló. Nunca le ha hecho daño a una mosca. Y de repente, el día de tu boda, intenta arrancarte del altar y, casualmente, al día siguiente el perro ‘desaparece’ a una finca misteriosa. ¿De verdad no te parece raro?”

“Estás paranoica”, repliqué, mi voz temblando. La defensa sonaba débil, incluso para mis propios oídos. “¡Estás buscando cualquier excusa! ¡Nunca te ha gustado Javier!”

“¡Claro que no me gusta!”, exclamó Lucía, acercándose. “¡Porque parece demasiado perfecto! Porque apareció de la nada y en seis meses los tiene a todos comiendo de su mano con regalos y palabras bonitas. No sé qué es, pero algo en él no está bien. Y Ramón fue el único que tuvo las agallas de demostrarlo.”

El enfrentamiento directo me dejó sin aire. Eran mis propios miedos, mis dudas más profundas, verbalizadas por mi hermana. Pero admitirlo era admitir que estaba a punto de cometer el error más grande de mi vida. Era más fácil pelear con Lucía.

“Eres increíble. Arruinaron mi boda y ahora vienes a culpar al único que ha intentado mantener la calma y arreglar las cosas. ¡Quizás la que debería irse a una finca a calmarse eres tú!”

La herida en el rostro de Lucía fue visible. Dio un paso atrás, como si la hubieran abofeteado. “Bien. Cásate con él. Pero cuando las cosas se pongan feas, no digas que no te lo advertí.”

Lucía salió de la habitación, cerrando la puerta con una suavidad que fue más dolorosa que un portazo. Me quedé sola con la fotografía y una certeza aterradora: mi hermana podía estar equivocada, pero la lealtad de Ramón nunca había estado en duda. Y él ya no estaba allí para protegerme.

Dos días después, en la fría y aséptica oficina de una notaría, me casé.

No hubo vestido blanco, ni marcha nupcial, ni invitados más allá de mis padres y los de Javier, que habían llegado en un vuelo apresurado y parecían dos figuras de cera, sonrientes y distantes. La ceremonia fue un trámite de 10 minutos. El notario leyó los artículos del Código Civil con la monotonía de quien lee una lista de compras.

Firmé donde me indicaron. Mi caligrafía, normalmente fluida y clara, salió temblorosa, como si mi mano se resistiera. Javier, a mi lado, firmó con un trazo rápido y seguro. Me sonrió, me tomó la mano y me la besó.

“Ahora sí, señora de Castillo”, susurró él. Su apellido sonó extraño en sus labios.

Todo se sentía extraño. Mis padres aplaudieron con un entusiasmo forzado, tratando de inyectar algo de alegría en el ambiente estéril. La madre de Javier me abrazó, un gesto rígido que olía a laca y a un perfume caro. “Bienvenida a la familia, querida”, dijo, aunque sus ojos no sonreían.

Fuimos a almorzar a un restaurante elegante, el tipo de lugar que Javier siempre elegía. Pidió el vino más caro y propuso un brindis: “Por mi esposa. Por nuestra capacidad de sobreponernos a los pequeños obstáculos y empezar nuestro futuro.”

Todos levantaron sus copas. Bebí, pero el vino me supo amargo.

Durante todo el almuerzo, Javier guió la conversación. Habló de la luna de miel en Cartagena, de los planes para la casa que comprarían, de cómo se haría cargo de todo para que yo no tuviera que preocuparme por nada. Era un discurso perfecto, el de un hombre proveedor y protector. Pero a mí me sonaba a una toma de control. Cada plan que él mencionaba era una puerta que se cerraba para mí.

Mientras Javier entretenía a nuestros padres con una anécdota de negocios, miré por la ventana del restaurante. En la calle, un hombre paseaba a un perro que se parecía a Ramón. El perro tiró de la correa, ansioso por oler algo en el suelo, y su dueño se rio y lo dejó hacer. Una escena cotidiana, simple, llena de un afecto que a mí me oprimió el corazón.

Me había casado. Era oficialmente una mujer feliz. Pero todo lo que sentía era un profundo vacío y una sensación de premonición, como si acabara de firmar un contrato cuyas cláusulas más importantes estaban escritas con tinta invisible.

Cartagena era un sueño de postales: calles empedradas, balcones rebosantes de bugambilias de colores vibrantes y el calor húmedo que prometía noches de romance. Javier había reservado la suite más lujosa de un hotel boutique en la ciudad amurallada.

Durante el día, era el esposo perfecto. Me llevaba a los mejores restaurantes, me compraba esmeraldas en joyerías exclusivas y contrataba coches de caballos para pasear al atardecer. Posábamos para las fotos, sonreíamos, nos besábamos bajo los arcos de piedra. Cualquiera que nos viera pensaría que éramos la pareja más feliz del mundo.

Casi me lo creía.

Pero la ilusión se rompía por la noche. Alrededor de la medianoche, cuando él creía que yo estaba dormida, su teléfono vibraba. Javier siempre se levantaba sigilosamente y salía al balcón para atender la llamada.

Yo, con los ojos entreabiertos en la penumbra, lo observaba. No podía oír las palabras, solo el murmullo urgente y bajo. Veía su silueta recortada contra la luz de la luna, su lenguaje corporal tenso, muy diferente al del hombre relajado y encantador que era durante el día.

Una noche, me moví en la cama a propósito. Al instante, la conversación de Javier se detuvo. “Te llamo luego”, dijo en un susurro apresurado, y cortó.

Cuando volvió a entrar en la habitación, pregunté con una somnolencia fingida: “¿Todo bien, mi amor?”

Él se sentó en el borde de la cama y me acarició el cabello. Su mano estaba fría. “Sí, perfecto. Solo unos asuntos de la oficina. Un negocio importante en Europa. Con la diferencia horaria es un lío. No quería despertarte. Vuelve a dormir.”

La excusa era plausible, como todas sus excusas. Pero la frecuencia de las llamadas aumentaba. Eran todas las noches. Y a veces, durante el día, se excusaba para “ir al baño” en un restaurante y tardaba más de 20 minutos. O decía que iba a “confirmar una reserva” y volvía con la mirada extraña, como si acabara de tener una discusión.

Comencé a notar un patrón. Después de esas llamadas, él siempre estaba especialmente cariñoso, casi de forma exagerada. Me llenaba de cumplidos, me proponía un plan aún más espectacular que el anterior, como si intentara compensar algo. Como si el lujo y el romance fueran un velo espeso que él tejía a mi alrededor para que yo no pudiera ver lo que se escondía detrás.

Y lo más inquietante era que estaba funcionando. El sol de Cartagena, los regalos, las cenas a la luz de las velas… todo era tan seductor que hacía falta un esfuerzo consciente para recordar el gruñido de Ramón, la advertencia en los ojos de mi hermana y los susurros en el balcón.

Una tarde, Javier anunció que tenía una “teleconferencia de dos horas” que no podía posponer. “Es con la gente de Zúrich, mi amor. Aburridísimo. ¿Por qué no vas a ese spa del que tanto hablan?”, sugirió, dándome un beso y su tarjeta de crédito.

Le dije que sí, pero en lugar de ir al spa, decidí caminar sola. Necesitaba aire. Necesitaba un momento lejos de la asfixiante perfección de mi luna de miel.

Me perdí a propósito por las calles menos turísticas, observando la vida real de la ciudad. Vendedoras de fruta pregonando sus productos, niños jugando al fútbol con una botella de plástico, ancianos sentados en las puertas de sus casas viendo la vida pasar.

En una pequeña plaza, lejos del bullicio, me senté en un banco bajo la sombra de un almendro. Un perro callejero, flaco y con el pelaje enmarañado, se acercó con cautela. Tenía una cojera en una de las patas traseras, pero sus ojos eran inteligentes y amables.

Le sonreí. El perro movió la cola tímidamente. Busqué en mi bolso y encontré media barra de cereal que había guardado. Se la ofrecí en la palma de la mano. El perro la olfateó y luego la comió con una delicadeza sorprendente.

Mientras el animal comía, sentí una punzada de dolor tan intensa que me cortó la respiración. Pensé en Ramón. ¿Estaría bien? ¿Lo estarían cuidando? La historia de la “finca”, que me había esforzado tanto por creer, de repente me pareció un cuento de hadas absurdo.

¿Cómo pude permitir que se lo llevaran? ¿Cómo pude no exigir una dirección, un teléfono, una prueba?

El perro callejero, habiendo terminado su ración, lamió mi mano como agradecimiento y luego se acurrucó a mis pies, como si me conociera de toda la vida.

Empecé a llorar en silencio. Lloraba por Ramón, por su lealtad incondicional. Lloraba por mi propia ceguera, por las ganas de creer en un cuento de hadas que me habían llevado a traicionar a mi amigo más fiel. Y lloraba porque, sentada en ese banco en una ciudad paradisíaca, casada con un hombre supuestamente maravilloso, me sentía más sola y perdida que nunca en mi vida.

El perro levantó la cabeza y gimió suavemente, como si entendiera mi pena. Y por primera vez, me permití sentir la verdad. Algo estaba terriblemente mal.

Esa misma noche, la sensación de inquietud no me abandonó. De vuelta en la suite del hotel, mientras Javier se duchaba, me movía nerviosamente por la habitación. Necesitaba algo, una prueba, algo tangible que confirmara que mis miedos no eran una invención de mi mente.

Recordé que Javier me había pedido que guardara unos documentos en el compartimento con cremallera de su maleta de mano. Era una excusa tonta, pero me servía.

Abrí la pequeña maleta de cuero que él siempre llevaba consigo. Dentro, todo estaba impecablemente ordenado. Un ordenador portátil, una carpeta con documentos, un neceser. Abrí la carpeta. Eran estados de cuenta de inversiones, contratos con cláusulas que no entendía. Todo parecía legítimo.

Estaba a punto de cerrar la maleta, sintiéndome ridícula por mi desconfianza, cuando mi dedo rozó algo extraño en el forro interior. Una costura que no parecía de fábrica. Tiré suavemente y una sección del forro se desprendió, sujeta por un pequeño velcro.

Era un doble fondo.

El corazón me empezó a latir con fuerza. Metí la mano y mis dedos tocaron un objeto rectangular y rígido. Lo saqué.

Era un pasaporte. Pero no era el pasaporte con el que habíamos viajado. La cubierta era de otro color, de un país centroamericano. Con manos temblorosas, lo abrí.

La fotografía era inconfundiblemente de Javier, aunque parecía un par de años más joven. Pero el nombre era otro: Alejandro Ruiz. La fecha de nacimiento también era diferente, lo hacía tres años mayor. Y la nacionalidad: panameña.

Me quedé mirando el documento, sintiendo cómo el suelo se abría bajo mis pies. No era un alias. Un alias no venía con una fecha de nacimiento falsa y una nacionalidad distinta. Esto era otra identidad. Una vida entera falsa.

Las llamadas nocturnas, las reuniones secretas, la historia del perro… todo empezó a encajar de una forma monstruosa. El hombre con el que me había casado no existía.

Escuché el sonido de la ducha al detenerse. Con un pánico helado, volví a meter el pasaporte en el doble fondo, arreglé el forro y cerré la maleta. Me senté en la cama justo cuando él salía del baño, envuelto en una toalla, sonriendo.

“¿Lista para pedir la cena, mi vida? Muero de hambre.”

Lo miré, al hombre que ahora era un completo desconocido, y asentí, forzando una sonrisa que me dolió en todos los músculos de la cara. “Claro. Pide lo que quieras.”

No pude esperar. La idea de pasar una noche más fingiendo normalidad era insoportable. Después de que el servicio de habitaciones retirara los platos de la cena, me armé de valor. Me senté en el sofá frente a él, que leía unas noticias de economía en su tableta.

Dejé el pasaporte falso sobre la mesa de centro, entre ellos. “Encontré esto”, dije, mi voz más firme de lo que esperaba.

Javier bajó la tableta lentamente. Miró el pasaporte, luego me miró a mí. No hubo sorpresa en su rostro, ni pánico. Solo una calma gélida que me aterrorizó más que cualquier grito.

Se reclinó en su asiento, cruzó los dedos y suspiró, como un padre decepcionado. “Sabía que tu curiosidad te ganaría tarde o temprano”, dijo en voz baja. “Supongo que te debo una explicación.”

“Creo que me debes más que eso. Alejandro. O como sea que te llames.”

Él esbozó una media sonrisa. “Mi nombre es Javier. Javier Castillo. Alejandro Ruiz es una herramienta de trabajo, por así decirlo. Una identidad que necesito por la naturaleza de mis negocios.”

Lo miré, incrédula. “¿Negocios? ¿Qué clase de negocios requieren una identidad falsa, Javier? ¿Contrabando? ¿Lavado de dinero?”

“Nada tan vulgar, por favor”, respondió él con un tono casi ofendido. “Manejo inversiones de muy alto riesgo para clientes muy privados. Gente que valora su anonimato por encima de todo. A veces, para proteger sus intereses y los míos, debo moverme bajo otro nombre. Es una simple medida de seguridad en un mundo muy complicado. Entiendo que te asuste, pero es parte de la vida que te puedo ofrecer.”

La explicación era tan fluida, tan ensayada, que parecía casi lógica. Apelaba a un mundo de finanzas internacionales y secretos que yo no conocía, haciéndome sentir ingenua y provinciana por dudar.

“¿Y la fecha de nacimiento? ¿La nacionalidad?”

“Detalles, Ana. Parte del camuflaje. Cuanto más completa es la historia, más segura es la operación.” Se inclinó hacia adelante. Su voz se volvió suave y persuasiva. “Escúchame. Te amo. Nada de esto cambia lo que siento por ti. Es solo trabajo. Un trabajo que nos permitirá vivir como reyes. ¿No es eso lo que quieres? ¿O prefieres que vuelva a ser un don nadie sin un peso en el bolsillo?”

Estaba dándole la vuelta a la situación, haciéndome a mí la responsable de aceptar o rechazar su “complicado mundo”. Me estaba manipulando con una maestría diabólica.

Quería gritar, quería salir corriendo. Pero me quedé paralizada por la audacia de su mentira. Recogí el pasaporte y me levanté. “Necesito pensar.”

“Tómate el tiempo que necesites”, dijo él, volviendo a su tableta como si el asunto estuviera zanjado. “Verás que no es para tanto.”

Pero yo sabía que sí lo era. Era para todo.

El resto de la luna de miel fue una tortura silenciosa. Actuaba. Sonreía en los momentos adecuados, pero por dentro estaba construyendo un muro de hielo. Contaba las horas para volver a casa, para hablar con la única persona que sabía que me creería: Lucía.

Aterrizamos y, en lugar de ir a la casa que compartía con Javier, insistí en pasar primero por casa de mis padres para “recoger unas cosas”. Era una excusa. Sabía que Lucía estaría allí.

Javier, siempre complaciente, aceptó sin problemas. “Claro, mi amor. Saluda a todos. Yo iré a casa a deshacer las maletas y a preparar todo para mi esposa.”

En cuanto el taxi de Javier se alejó, entré corriendo en la casa. Lucía estaba en la cocina tomando un café. Al ver mi cara, se levantó de inmediato. “¿Qué pasó?”

No dije nada. Simplemente saqué de mi bolso el pasaporte de “Alejandro Ruiz” y lo puse sobre la mesa.

Lucía lo abrió. Sus ojos se agrandaron mientras leía los datos. Levantó la vista hacia mí, una mezcla de validación y preocupación en su mirada. “Lo sabía. Sabía que había algo podrido.”

“Es peor de lo que crees, Lucía”, dije, y las palabras empezaron a salir a borbotones. Le conté de las llamadas nocturnas, de las excusas, de su explicación ensayada sobre las “inversiones de alto riesgo”.

Lucía escuchaba, asintiendo lentamente. Cuando terminé, mi hermana no dijo “Te lo dije”. En su lugar, se dirigió al estudio de mi padre y volvió con un pequeño fajo de papeles.

“Mientras estabas fuera, no me quedé de brazos cruzados”, dijo, extendiéndome los documentos. “Contraté a un conocido que hace verificaciones de empresas. La compañía de Javier, ‘Castillo Inversiones Globales’, fue registrada hace apenas 8 meses. No tiene empleados declarados, solo él. Y su dirección fiscal es un apartado postal en un centro de mensajería.”

Miré los papeles. Era la prueba que respaldaba el pasaporte falso. Era la confirmación de que todo era una elaborada mentira.

“No solo eso”, continuó Lucía, su voz grave. “Busqué registros de su supuesta familia en Barranquilla, los ‘padres’ que vinieron a la notaría. No hay ningún matrimonio Castillo-Fernández con un hijo llamado Javier en los registros de los últimos 50 años. Esos señores eran actores, Ana.”

La palabra resonó en la cocina. Actores. Mi boda, mi matrimonio, mi familia política… todo era una obra de teatro, y yo era la protagonista engañada.

“¿Qué hago, Lucía?”, susurré, sintiendo que el pánico me ahogaba.

Lucía me puso una mano firme en el hombro. “Ahora luchamos. Lo primero es averiguar quién es este hombre en realidad. Y vamos a hacerlo juntas.”

Esa noche no dormí en la casa que compartía con Javier. Me quedé en casa de mis padres, en mi habitación de la infancia, con la excusa de que mi madre “se sentía mal” y quería mi compañía. Javier no protestó. Un gesto que, en lugar de tranquilizarme, me alarmó. Era como si me diera cuerda, confiado en que yo no iría a ninguna parte.

Con Lucía a mi lado, pasamos la noche frente a la pantalla del ordenador portátil, sumergiéndonos en el abismo digital que era la vida inventada de Javier Castillo.

Comenzamos por sus perfiles sociales. A primera vista, eran perfectos. Fotos de viajes a lugares exóticos, cenas en restaurantes de lujo, participaciones en conferencias de inversión. Pero bajo la lupa de dos mujeres con una misión, las grietas aparecieron.

“Mira esto”, dijo Lucía, señalando una foto de Javier, supuestamente en un seminario en Frankfurt. “Hice una búsqueda inversa de la imagen. La foto del centro de convenciones es de un banco de imágenes. Él se insertó con Photoshop. Es una edición muy buena, pero aquí, en el borde de su hombro, la luz no coincide.”

Seguimos tirando del hilo. Los “amigos” que le daban “me gusta” y comentaban sus publicaciones eran perfiles sospechosos. La mayoría tenían pocas fotos, casi ninguna interacción personal y habían sido creados en los últimos dos años. Eran un ejército de fantasmas digitales, diseñados para dar la impresión de una vida social activa.

“No tiene pasado, Ana”, susurró Lucía, mientras sus dedos volaban sobre el teclado. “No hay fotos de la graduación del colegio, ni del equipo de fútbol, ni de cumpleaños de cuando era niño. Su vida, según internet, empezó hace 3 años.”

Sentí un frío glacial. Estaba casada con un hombre que no solo tenía un nombre falso, sino una existencia completamente fabricada. Era un espectro.

“¿Y su familia?”, pregunté con la voz rota. “¿Sus ‘padres’ en la notaría?”

Lucía tecleó sus nombres en un buscador. Los resultados fueron desoladores. El hombre que se presentó como su padre era un actor de teatro de una compañía pequeña de Cali, con algunas apariciones menores en comerciales de televisión. La mujer, su supuesta madre, había trabajado como extra en un par de novelas locales.

Eran actores contratados. Nada era real.

Apoyé la cabeza en el escritorio. El peso de la mentira era físico, aplastante. No era solo un estafador. Era un arquitecto de realidades falsas. Y yo vivía en el centro de su última creación.

Volver a casa al día siguiente fue uno de los actos más difíciles de mi vida. Javier me recibió con un ramo de rosas y una cena preparada. La normalidad de la escena era grotesca.

Mientras cenábamos, decidí ponerlo a prueba. Era un riesgo, pero necesitaba ver su reacción.

“Estuve hablando con una vieja amiga de la universidad”, comencé, removiendo la comida en mi plato con un tenedor. “Estudió en la misma facultad de finanzas que tú, en Bogotá. Dice que se acuerda de ti.”

Javier levantó la vista de su plato, sus ojos atentos. “Ah, sí. Qué curioso. ¿Cómo se llama?”

“Mariana Londoño. Dice que recuerda mucho las clases del profesor Sifuentes. Un hombre bajito, con un bigote enorme, que siempre contaba los mismos chistes malos.”

Inventé el nombre del profesor sobre la marcha. Lucía y yo habíamos comprobado la lista de docentes de esa época. No existía ningún Sifuentes.

Javier sonrió con nostalgia, una actuación impecable. “¡El viejo Sifuentes! ¿Cómo olvidarlo? Un genio, a pesar de sus chistes. Sí, creo recordar a una Mariana. Dile que le mando saludos.”

Se bebió su copa de vino, tranquilo, sin la menor vacilación. Sentí que se me helaba la sangre. No solo mintió, sino que lo hizo con una facilidad y una naturalidad aterradoras. Añadió detalles a mi mentira, la hizo suya.

Por un segundo, un destello cruzó por sus ojos, una chispa de triunfo y casi de burla. Fue tan rápido que casi pensé que lo había imaginado. Pero lo había visto. Él sabía que yo estaba mintiendo, y estaba jugando conmigo, demostrándome que su habilidad para engañar era muy superior a la mía para descubrirlo.

“Me alegro de que la recuerdes”, dije, forzando una sonrisa.

“Claro que sí, mi amor”, respondió él, extendiendo la mano para acariciar la mía sobre la mesa. “Yo nunca olvido un detalle importante.”

La frase quedó flotando en el aire, cargada de una amenaza silenciosa. No era una simple conversación, era una partida de ajedrez, y él me acababa de advertir que siempre iba un movimiento por delante.

Esa noche, cerré con llave la puerta de mi habitación por primera vez. Un gesto inútil que, sin embargo, me hizo sentir un poco menos vulnerable en mi propia casa.

Dos días después, el teléfono sonó mientras estaba en el supermercado. Era un número privado. Dudé en contestar, pero una extraña intuición me obligó a hacerlo.

“Aló”, dije con cautela.

Al otro lado solo se escuchaba una respiración agitada, entrecortada. “¿Es usted, Ana, la esposa de Javier Castillo?”, preguntó una voz de mujer, distorsionada por el pánico o por un aparato.

“Sí, soy yo. ¿Quién habla?”

“No tengo tiempo. No nos conocemos, pero tiene que escucharme.” La mujer hablaba rápido, atropelladamente. “Está en un peligro terrible. Javier no es quien usted cree. No es un inversor. Es un depredador.”

Me detuve en medio del pasillo de las pastas, apretando el teléfono con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos. El carrito de la compra se quedó quieto.

“¿De qué está hablando? ¿Cómo sabe usted…?”

“¡Porque yo fui una de él!” La voz se quebró en un sollozo ahogado. “Estuve a punto de perderlo todo. Logré escapar, pero por poco. Él le quitará su dinero, su casa, su dignidad. Y si usted se interpone… él es capaz de cualquier cosa.”

El ruido de fondo cambió, como si la mujer estuviera moviéndose. “Tengo que colgar. No puedo… Él no puede saber que la llamé. Por favor, sea inteligente. No lo confronte. Busque ayuda. Huya.”

“¡Espere!”, supliqué. “¡Dígame su nombre! ¿Dónde está? ¿Cómo puedo…?”

Pero la llamada ya se había cortado. Un pitido monótono era todo lo que quedaba.

Me quedé de pie, paralizada, con el teléfono en la mano. La gente pasaba a mi lado con sus carritos, inmersa en la banalidad de sus compras, ajena al hecho de que mi mundo acababa de implosionar.

La llamada no era una advertencia, era una confirmación. El miedo abstracto que sentía se había convertido en un terror concreto y palpable. Ya no se trataba solo de mentiras y dinero. Se trataba de mi vida.

Dejé el carrito abandonado en mitad del pasillo y salí del supermercado casi corriendo, como si el propio Javier fuera a aparecer de detrás de una estantería de cereales.

Llegué a casa de Lucía con el rostro pálido y las manos temblorosas. Le conté sobre la llamada. Lucía me escuchó sin interrumpir, su expresión endureciéndose con cada palabra.

“Necesitas hablar con esa mujer, Ana. Es la única que puede darnos respuestas reales. ¿Dijo algo que nos permita encontrarla?”

“No, nada. Estaba demasiado asustada. Piénsalo bien… el acento… ¿algún ruido de fondo?”

Cerré los ojos, reconstruyendo la llamada. “El acento… no era de aquí. Era más paisa. Sí, sonaba como de Medellín.”

“Medellín”, repitió Lucía, como si fuera un plan. “Bien, es un comienzo.”

“¿Un comienzo para qué? No voy a encontrar a una mujer anónima en una ciudad de 3 millones de habitantes.”

“Quizás no tengamos que hacerlo”, dijo Lucía. Y vi cómo la mente de mi hermana empezaba a trabajar a toda velocidad. “Si esa mujer te llamó, es porque de alguna manera está vigilando a Javier, o porque supo de tu boda. Si le damos una razón para volver a contactarte, quizás lo haga.”

El plan era arriesgado, pero era el único que teníamos. Tenía que salir de la ciudad. Necesitaba crear una oportunidad para que la misteriosa mujer me contactara de nuevo, lejos de la vigilancia de Javier.

“Tengo una convención de arquitectura en Medellín la próxima semana”, dijo Lucía. “Se suponía que iba a ir yo sola. Ahora iremos las dos. Le dirás a Javier que te invité para que te distraigas del mal rato de la boda.”

Esa noche, durante la cena, le presenté la idea a Javier. “Lucía tiene una convención en Medellín y quiere que la acompañe. Son tres días. Creo que me vendría bien un cambio de aires.”

Javier dejó los cubiertos a un lado. Me miró fijamente y, por un momento, pensé que se negaría. Vi un cálculo rápido en sus ojos.

“Me parece una idea maravillosa, mi amor”, dijo finalmente, con una sonrisa cálida que no le llegó a los ojos. “Te lo mereces. Pero prométeme que te cuidarás mucho. Medellín puede ser una ciudad complicada.”

“Estaremos bien. Nos quedaremos en el hotel del evento, todo muy seguro.”

“Por supuesto”, dijo él. “Confío en ti. Y en Lucía.”

La forma en que dijo el nombre de mi hermana, con una pausa casi imperceptible, fue una advertencia. Él sabía que Lucía desconfiaba. Al permitirme ir, no estaba siendo generoso. Me estaba poniendo a prueba. Y yo sabía que si fallaba, las consecuencias serían nefastas.

El vestíbulo del hotel en Medellín estaba abarrotado de arquitectos y diseñadores. Me sentía como una impostora. Mientras Lucía se registraba, mi teléfono vibró. Otro número privado.

El corazón me dio un vuelco. “Aló.”

“Vi que venía a Medellín”, dijo la misma voz de mujer, esta vez más calmada, pero igual de tensa. “Fue muy valiente. O muy imprudente.”

“Necesito hablar con usted, por favor. Dígame dónde.”

Hubo una pausa. Podía oír la duda al otro lado de la línea. “Hay un pequeño café llamado ‘El Jardín Escondido’ en el barrio Laureles. Esté allí en una hora. Vaya sola. Si veo a alguien con usted, me iré.”

Una hora después, empujé la puerta de un local pequeño y acogedor, lleno de plantas y con el aroma del café recién molido. En una mesa al fondo, una mujer de unos 40 y tantos años, con el cabello recogido y unas gafas grandes que no lograban ocultar las ojeras, levantó la vista de su taza. La reconocí por el miedo en sus ojos; era el mismo que yo veía en mi propio espejo.

“Gracias por venir”, dije, sentándome frente a ella.

“Mi nombre es Teresa”, dijo la mujer, sin rodeos. “Y el hombre con el que se casó se llama Alejandro Ruiz. Al menos ese es el nombre que usó conmigo.”

Teresa habló durante casi dos horas. Su historia era un eco escalofriante de la mía. Lo conoció en un viaje de trabajo. Fue encantador, atento, el hombre perfecto. Se casaron en seis meses. La convenció para que vendiera su apartamento y pusiera todos sus ahorros en una “oportunidad de inversión única”.

“Era tan convincente”, dijo Teresa con la voz temblorosa. “Te hace sentir que eres la mujer más inteligente y especial del mundo por confiar en él. Te aísla de tus amigos, de tu familia… de cualquiera que pueda tener dudas.”

Un día, el contable de toda la vida de Teresa la llamó, alarmado por las transferencias masivas a cuentas en el extranjero. Esa fue la primera señal de alarma.

“Cuando lo confronté, Alejandro reaccionó con una furia que nunca había visto.” “No fue la violencia física lo que me asustó”, confesó Teresa, mirando sus manos. “Fue su mirada. Era como si la máscara se cayera y viera al monstruo que había debajo. Esa noche, mientras él dormía, empaqué una maleta, tomé mi coche y conduje sin parar hasta que se me acabó la gasolina. Nunca volví.”

“¿Y el dinero?”, pregunté.

Teresa negó con la cabeza, una sonrisa amarga en los labios. “Lo perdí todo. Tuve que empezar de cero, viviendo con mi hermana. Avergonzada, destrozada. Pero al menos salí con vida. Otras no tuvieron tanta suerte.”

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, a pesar del calor del café que tenía entre las manos. “¿Otras? ¿A qué se refiere?”

Teresa se inclinó sobre la mesa, bajando la voz hasta convertirla en un susurro conspirador. “Cuando escapé, lo denuncié. La policía fue inútil. Sin pruebas contundentes, era mi palabra contra la de un fantasma. Pero un detective se apiadó de mí y buscó extraoficialmente. Encontró a dos mujeres más, en otras ciudades, que se habían casado con hombres que encajaban en la descripción de Alejandro, aunque con nombres diferentes.”

Hizo una pausa, tomando aire.

“Una de ellas era de Cali, una empresaria adinerada. Murió seis meses después de su boda. Su coche se quedó sin frenos bajando una colina. La policía lo caratuló como un ‘accidente’, un ‘fallo mecánico’. Pero ella le había dicho a su hermana una semana antes que su esposo la estaba envenenando lentamente. Nadie la creyó.”

Me quedé sin aliento. Un accidente. La palabra resonó en mi mente, cargada de un nuevo y siniestro significado.

“¿Y la otra?”, pregunté, temiendo la respuesta.

“La otra era de Bucaramanga. Una viuda joven que había heredado una fortuna. La encontraron en su casa. Oficialmente, fue un ‘suicidio’ por depresión. Se había tomado un frasco entero de pastillas para dormir. Pero su mejor amiga juró que ella estaba feliz, que estaba haciendo planes para el futuro, que lo único que la preocupaba era que su nuevo marido controlaba cada céntimo de su dinero.”

Teresa me miró fijamente, sus ojos llenos de una urgencia desesperada. “¿Entiendes ahora, Ana? Él no es solo un ladrón. Es un asesino. Si sospecha que sabes la verdad, no dudará en deshacerse de ti. No te dará la oportunidad de escapar como yo. Te está vaciando las cuentas, ¿verdad? Ya te ha hecho firmar poderes. Te ha convencido para que juntes tu patrimonio con el suyo.”

Asentí, incapaz de hablar. Cada palabra de Teresa era un clavo en el ataúd de mi antigua vida.

“Cuando el dinero se acabe, o cuando te conviertas en un estorbo, buscará una salida. Y su salida siempre es permanente. Por eso te llamé. Cuando vi la noticia de tu boda en un pequeño portal social, reconocí su cara. No podía quedarme de brazos cruzados. Tienes que irte. Ahora. Desaparece, como hice yo.”

“No”, dije. Y la fuerza en mi propia voz me sorprendió. “No voy a huir. Voy a hacer que pague. Por ti, por las otras. Y por mi perro.”

Teresa me miró con una mezcla de admiración y terror. “Entonces no necesitas un plan de escape. Necesitas un milagro. O un ejército.”

Regresé a la habitación del hotel sintiéndome como una persona completamente diferente. El miedo seguía ahí, un nudo frío en el estómago, pero ahora estaba mezclado con algo nuevo: una rabia gélida y una determinación de acero.

Le conté a Lucía cada detalle de la conversación con Teresa. Lucía, normalmente tan fuerte, palideció al oír hablar de las otras mujeres. “Dios mío, Ana, esto es una pesadilla. Teresa tiene razón, tienes que salir de esa casa.”

“No puedo, Lu. Si me voy, él desaparecerá. Se irá con mi dinero y buscará a su próxima víctima. No voy a permitirlo. ¿Cuántas más tienen que morir?”

“Pero, ¿qué podemos hacer? Es un monstruo. Es peligroso. No podemos enfrentarnos a él solas.”

“Entonces no lo haremos solas”, dije. Mi mente trabajaba con una claridad que no había sentido en meses. La confusión y la negación habían sido barridas por la cruda verdad. “Papá siempre hablaba de un amigo suyo, un detective que se retiró. Morales, creo que se llama. Decía que era el hombre más terco y brillante que había conocido, que podía encontrar una aguja en un pajar.”

Lucía me miró, sus ojos encendiéndose con una chispa de esperanza. “Claro, el señor Morales. Lo recuerdo. Un hombre muy serio, siempre con cara de pocos amigos. Se retiró hace un par de años. No sé si querrá involucrarse.”

“Tendrá que hacerlo”, afirmé, sacando mi teléfono. “Conseguiré su número. Le pagaremos lo que pida. Pero necesitamos a alguien que sepa cómo funciona este mundo, alguien que pueda encontrar las pruebas que la policía no quiso buscar.”

Lucía asintió, la decisión tomada. “De acuerdo. Pero con una condición. No volverás a esa casa sola. Me mudaré contigo hasta que esto termine. No te dejaré ni un segundo a solas con él.”

Acepté. No era solo una cuestión de seguridad. Era la certeza de que, por primera vez en mucho tiempo, no estaba sola en mi lucha. Tenía a Lucía, tenía la historia de Teresa, y ahora íbamos a buscar a nuestro propio ejército, aunque fuera un ejército de un solo hombre.

La “oficina” de Hernán Morales no era una oficina. Era la mesa de una cafetería de barrio que olía a café quemado y a pan de ayer. Morales era un hombre de unos 60 años, con más arrugas que sonrisas y una mirada que parecía haberlo visto todo dos veces.

Escuchó mi historia sin interrumpir, bebiendo un tinto pequeño y amargo. Le conté todo desde el principio. Empecé por la escena de la boda. La desesperación de Ramón, sus gruñidos, su intento frenético por impedir que llegara al altar.

Vi un cambio sutil en la expresión del detective. La mayoría de la gente había descartado el incidente como la rareza de un animal viejo. Morales, en cambio, se inclinó ligeramente hacia adelante, su interés claramente avivado.

Luego le narré la luna de miel, el pasaporte falso, las mentiras, la llamada anónima y la terrible historia de Teresa en Medellín. Puse sobre la mesa una copia del pasaporte de “Alejandro Ruiz” y los papeles de la empresa fantasma que Lucía había conseguido.

Cuando terminé, el silencio se apoderó de la mesa. Morales se terminó el café de un sorbo.

“Su perro era más inteligente que toda su familia junta”, dijo finalmente. Su voz era una lija. No era un insulto, sino una declaración de hechos. “Los animales no mienten. Ven a la gente como es, sin el disfraz de las palabras bonitas y el dinero.”

“¿Nos ayudará?”, preguntó Lucía.

Morales nos estudió por un largo momento. “Los casos de estafadores sentimentales son un desastre. Son fantasmas. Cuando los quieres atrapar, ya se han ido con el dinero y el corazón de la víctima. La policía no tiene recursos o ganas para perseguirlos.”

“No nos importa el dinero”, intervine, mi voz firme. “Quiero pruebas. Pruebas de quién es, de lo que hizo. Quiero que termine en la cárcel por lo que le pasó a esas mujeres.”

Morales se rascó la barbilla canosa. “Esto ya no es una estafa. Si la historia de su amiga de Medellín es cierta, estamos hablando de un asesino en serie. Es mucho más peligroso de lo que imaginan. Si me meto, las cosas se van a poner feas. ¿Están preparadas para eso?”

Lo miré directamente a los ojos. “Estoy preparada para cualquier cosa. Él se llevó a mi perro.”

Esa fue la frase que pareció sellar el trato. Morales asintió lentamente. “De acuerdo. Acepto el caso. Mi tarifa es alta. Y mi primera instrucción es esta: a partir de ahora, usted es la esposa más feliz y confiada del mundo. Ni una duda, ni una pregunta. Actúe su papel, porque su vida depende de ello. Yo empezaré a cavar. Y créame, siempre encuentro algo.”

Morales era un hombre de palabra. En menos de 48 horas, empezó a obtener resultados. Operaba desde las sombras, usando una red de antiguos contactos y una habilidad para navegar por las bases de datos que bordeaba lo ilegal.

Su primera llamada fue corta y al grano. “El ‘amigo de la finca’ se llama Ricardo Echeverry, según su esposo. No existe ningún Ricardo Echeverry en su círculo conocido, ni en el de usted. El nombre es inventado. Y la ‘finca’… busqué en los registros de propiedad de toda la región. No hay ninguna a su nombre ni al de sus supuestos familiares. El perro no está en ninguna finca.”

Escuché en silencio, apretando el teléfono en la cocina mientras Javier estaba en el estudio, en una de sus interminables llamadas de “negocios”. La confirmación, aunque esperada, fue como un golpe.

Mientras tanto, vivir con Javier y Lucía bajo el mismo techo era una obra de teatro de alta tensión. Lucía se había instalado en la habitación de invitados con la excusa de un “problema de humedad” en su apartamento. La dinámica era extraña. Javier era encantador con ella, tratándola como a una hermana. Pero yo podía ver la guerra fría que se libraba en las miradas que cruzaban cuando creían que nadie los veía.

Javier, por su parte, empezó a notar el cambio en mí. A pesar de mis esfuerzos por actuar normal, algo en mi actitud había cambiado. Me había vuelto más silenciosa, más observadora.

Una noche, mientras leía en la cama, él entró y se sentó a mi lado. “Últimamente estás muy distante, cariño”, dijo con una suavidad que me erizó la piel. “¿Es por lo de tu hermana aquí? ¿Te sientes incómoda?”

“No, para nada. Es solo el estrés del trabajo, mucho cansancio”, mentí.

“Entiendo”, dijo él, pero sus ojos me escrutaban, buscando algo más. “Sabes que puedes confiar en mí para lo que sea. Somos un equipo, ¿recuerdas?”

La palabra “equipo” sonó como una burla. Él me acarició la mejilla y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no retroceder. Su toque, que antes me reconfortaba, ahora se sentía como el de una serpiente.

Sabía que él sospechaba. El tiempo se estaba agotando. La carrera entre la investigación de Morales y la paciencia de Javier había comenzado.

Una semana después de haberlo contratado, Morales me citó en el mismo café de la primera vez. La cara del exdetective estaba más sombría que nunca. No hubo preámbulos. En cuanto me senté, deslizó una hoja de papel sobre la mesa.

“Lo siento, Ana.”

Era un informe oficial con el sello del Centro de Control Animal de la ciudad. Y debajo, una factura de una clínica veterinaria.

Leí el documento. Mi respiración se detuvo. Mis ojos repasaban las palabras una y otra vez, pero mi cerebro se negaba a procesarlas.

Solicitante: Javier Castillo. Mascota: Canino, mestizo, macho. Nombre: Ramón. Motivo de la visita: Evaluación de comportamiento agresivo incontrolable. Procedimiento solicitado: Eutanasia humanitaria.

La fecha del informe era el 23 de octubre. El día después de la boda cancelada. El mismo día que Javier me había dicho que lo había llevado a una “hermosa finca” para que corriera libre y feliz.

“Hablé con el veterinario”, dijo Morales en voz baja, casi con gentileza. “Un chico joven. Dijo que el señor Castillo llegó muy afectado. Le contó la historia del ataque en la boda. Dijo que el perro se había vuelto loco, que era un peligro para su esposa, que no tenía más remedio. El chico se lo creyó. Le pareció un acto de responsabilidad de un dueño preocupado. El procedimiento se realizó esa misma tarde.”

Miré la factura. “Servicio de eutanasia e incineración comunitaria”.

Ni siquiera le había dado un entierro digno. Lo había descartado como si fuera basura.

El mundo a mi alrededor se disolvió. El ruido de la cafetería, el olor a café, la presencia de Morales… todo desapareció. Solo quedaba un dolor blanco y cegador, un abismo que se abría en mi pecho.

No había finca. No había campo para correr. Solo hubo una mentira para cubrir un acto de una crueldad inimaginable.

No lo mató porque fuera un peligro. Lo mató porque Ramón había visto la verdad. Lo mató porque fue el único que ladró para advertirme. Era un castigo. Y un mensaje.

No lloré. Las lágrimas parecían un recurso demasiado insignificante para la magnitud de ese horror. Levanté la vista del papel y la mirada que le devolví a Morales ya no era la de una víctima asustada. Era una mirada dura, fría y absolutamente inquebrantable.

“Encuentre todo”, dije. Mi voz era apenas un susurro, pero cortaba como el cristal roto. “Absolutamente todo. Y luego, vamos a destruirlo.”

Cuando llegué a casa, encontré a Javier en la sala de estar, revisando unos planos arquitectónicos sobre la mesa de centro. Estaba diseñando la “casa de sus sueños”, la jaula dorada que construiría con mi dinero.

Levantó la vista y me sonrió. Una sonrisa radiante que ahora me revolvía el estómago. “Hola, mi amor. Justo estaba pensando en ti. Mira, he hecho unos cambios en la distribución de la terraza. ¿Qué te parece si ponemos un jacuzzi aquí?”

Me quedé mirándolo. Vi al hombre que había ordenado la мυerte de mi compañero más leal y luego había venido a casa a diseñar una terraza con jacuzzi.

El dolor en mi pecho, que había sido una herida abierta, comenzó a cristalizarse. Se transformó en algo duro, pesado y afilado. Era ira. Una ira pura, fría y silenciosa que desplazó al miedo y a la pena.

“Me parece perfecto”, respondí, mi voz sorprendentemente calmada. Caminé hacia la mesa, me incliné para ver los planos y rocé su hombro deliberadamente. Él no se inmutó.

“Sabía que te gustaría”, dijo él, entusiasmado. “Esta casa será nuestro refugio. Nuestro paraíso.”

Asentí. Una sonrisa helada dibujada en mis labios. “Será tu tumba”, pensé.

En ese instante, la dinámica de poder cambió. Dejé de ser la presa asustada. El conocimiento de su crueldad no me había roto. Me había forjado en algo nuevo. Ya no sentía la necesidad de huir o de llorar. Solo sentía el impulso inquebrantable de la justicia. La justicia para Ramón.

Me senté a su lado en el sofá, fingiendo interés en los planos, mientras mi mente, con una claridad aterradora, comenzaba a trazar los contornos de mi venganza.

No bastaba con exponerlo. No bastaba con que fuera a la cárcel. Tenía que quitarle todo, exactamente como él había planeado hacer conmigo. Tenía que desmantelar su mundo, pieza por pieza, hasta que no quedara nada del hombre que se hacía llamar Javier Castillo.

Al día siguiente, me reuní de nuevo con Morales. Le conté a Lucía la verdad sobre Ramón en el coche, antes de llegar al café. Lucía tuvo que detener el vehículo en el arcén, ahogada por las lágrimas y la rabia. La noticia solidificó su compromiso. Ya no era solo la protectora de su hermana; era una vengadora.

En la mesa del café, el ambiente era tenso. “Ya no quiero solo pruebas para la policía”, le dije a Morales. Mi voz era un témpano. “Quiero que lo arruinemos. Quiero que cada persona que alguna vez confió en él sepa la clase de monstruo que es. Quiero que termine sin nada, solo en una celda, recordando cómo dos mujeres y el fantasma de un perro lo destruyeron.”

Morales me observó, estudiando mi rostro. Vio la transformación. “La venganza es un plato que se sirve frío, pero puede quemar las manos de quien lo cocina”, advirtió él. “Si vamos por ese camino, nos adentramos en un territorio peligroso. Él no es un simple estafador, es un sociópata. Si se siente acorralado, se volverá impredecible y violento.”

“Asumo el riesgo”, repliqué sin dudar. “¿Cuál es el plan?”

“El plan tiene dos frentes”, explicó Morales, sacando una libreta. “El primero es el oficial. Seguiré buscando pruebas de sus otras identidades y las мυertes sospechosas. Necesitamos un caso sólido que ningún fiscal pueda ignorar. El segundo frente es el suyo. Necesitamos que siga siendo la esposa perfecta, pero ahora con un objetivo: obtener acceso a sus dispositivos. Su teléfono, su ordenador. Ahí es donde guarda sus secretos, sus contactos, sus planes. Sin eso, solo tenemos historias. Con eso, tenemos un mapa de su imperio criminal.”

“Él nunca se separa de su teléfono”, dijo Lucía.

“Entonces tendrán que crear la oportunidad”, dijo Morales. “Un descuido, un momento de distracción. Un viaje, una fiesta, una emergencia fingida. Piensen. Ustedes lo conocen ahora. Saben cómo manipular al manipulador. Usen su encanto, su inteligencia. Háganle creer que tiene todo el control, justo hasta el momento en que se dé cuenta de que no tiene absolutamente nada.”

Morales se centró en el caso de Cali, el del supuesto accidente de coche. La víctima se llamaba Elena Ferrer, una adinerada importadora de textiles. Su “esposo” en ese momento era un carismático empresario español llamado Ricardo Sotomayor.

Morales viajó a Cali y se reunió con la hermana de Elena, una mujer amargada y desconfiada que había perdido la fe en la justicia.

“La policía dijo que fue un accidente”, le contó la mujer a Morales en la sala de su casa, rodeada de fotos de Elena. “Pero yo sé que no lo fue. Ricardo la aisló de todos. La convenció de que yo solo quería su dinero. Una semana antes de morir, Elena me llamó a escondidas. Me dijo que Ricardo le estaba dando unas ‘vitaminas’ que la hacían sentir débil y mareada. Le dije que fuera al médico, que lo dejara. Me dijo que tenía miedo.”

El informe policial era superficial. El peritaje mecánico concluyó “fallo por desgaste en el sistema de frenos”. No se hizo autopsia completa, solo lo básico para certificar la мυerte accidental. “Ricardo Sotomayor” heredó todo y desapareció de Cali un mes después, tras vender todas las propiedades.

Morales, usando sus contactos, consiguió algo que la policía nunca pidió: el historial de servicio del coche de Elena. El vehículo había pasado por una revisión completa dos semanas antes del accidente. El informe del taller era claro: “Sistema de frenos en perfecto estado”.

No era una prueba de asesinato, pero era una inconsistencia monumental. Un clavo ardiendo al que agarrarse.

Morales también descubrió algo más. Elena tenía un perro, un viejo pastor alemán al que adoraba. El perro murió una semana después que ella. Ricardo lo llevó al veterinario para sacrificarlo. La razón que dio fue “depresión severa por la мυerte de su dueña”.

El patrón era el mismo. Deshacerse del único testigo que no podía hablar, pero que lo sabía todo. La crueldad era su firma.

Esa noche teníamos una cena. Amigos de mi familia, gente que me conocía desde niña, que habían quedado encantados con Javier. La velada era una tortura. Tenía que sentarme a la mesa, sonreír y escuchar cómo todos elogiaban a mi marido.

“De verdad, Ana, te sacaste la lotería”, dijo una amiga de mi madre. “Javier es un encanto. Y tan guapo.”

“Y un hombre de mundo, se nota que sabe de lo que habla”, añadió el esposo de la mujer. “Mis felicitaciones a los dos.”

Javier aceptaba los halagos con una humildad fingida. Contaba anécdotas de sus viajes, daba consejos de inversión, se mostraba como el yerno y esposo perfecto. En un momento, puso su mano sobre la mía, sobre la mesa.

“La verdadera lotería me la saqué yo”, dijo, mirándome a los ojos con una devoción que helaba la sangre. “Ana es mi ancla, mi inspiración.”

Le devolví la sonrisa. Sentí las náuseas subir por mi garganta, pero las contuve. Levanté mi copa. “Por mi esposo”, dije, mi voz clara y firme. “El hombre que ha cambiado mi vida por completo.”

El brindis fue un éxito. Nadie notó el doble sentido, la ironía venenosa en mis palabras. Nadie, excepto Lucía, que me miraba desde el otro lado de la mesa con una mezcla de orgullo y preocupación.

Estaba actuando. Y lo hacía con una maestría que rivalizaba con la del propio Javier. Estaba aprendiendo a usar sus mismas armas: la sonrisa como máscara, las palabras como veneno. La cena se prolongó, y cada minuto era un ejercicio de autocontrol supremo. Era una funambulista caminando sobre un alambre a cientos de metros de altura, donde el más mínimo error significaba la caída al vacío.

La investigación de Morales dio un giro inesperado. Rastreando las complejas transferencias de dinero de las cuentas de Elena Ferrer, encontró un nombre recurrente: Isabela Rojas, una gestora de un banco privado conocido por su discreción. Profundizando, descubrió que la misma Isabela Rojas había facilitado la apertura de las cuentas de “Castillo Inversiones Globales”.

No era una coincidencia. Era una cómplice.

Morales me envió una foto. Una imagen borrosa, tomada con un teleobjetivo, de Javier saliendo de un café con una mujer elegante de cabello oscuro y rostro afilado. “La reconoces”, decía el mensaje.

No reconocí la cara. Pero sí reconocí la voz. La voz del pánico, la voz de la llamada anónima. La voz que me había empujado al abismo de la verdad.

“Es ella”, respondí. “La mujer que me llamó.”

La revelación lo cambió todo. Isabela no era solo una banquera corrupta. Era una pieza clave en el esquema de Javier, pero una pieza que, por alguna razón, había intentado sabotearlo.

“Quizás tuvo un ataque de conciencia”, sugirió Lucía.

“O quizás tuvo miedo”, replicó Morales por teléfono. “Esta gente se mueve por dinero y por miedo. Si Javier se vuelve demasiado arriesgado, o si ella siente que la pueden descubrir, es capaz de traicionarlo para salvarse. Isabela es nuestra palanca. Si logramos presionarla, podría entregarnos todo el entramado.”

Pero acercarse a ella era arriesgado. Si Isabela le contaba a Javier que la estábamos investigando, el plan se vendría abajo y yo estaría en peligro mortal. Necesitábamos encontrar algo que pudiéramos usar en su contra, algo que la asustara más que el propio Javier.

La cacería ahora tenía un nuevo objetivo.

Mientras Morales investigaba a Isabela, Javier preparaba su siguiente movimiento. Una noche se acercó a mí con una carpeta llena de documentos y su pluma Montblanc favorita.

“Cariño, necesito tu firma en esto”, dijo con un tono casual. “Es una oportunidad de inversión que no podemos dejar pasar. Un fondo inmobiliario en Panamá. Rentabilidad garantizada, pero hay que actuar rápido.”

Tomé la carpeta. Las páginas estaban llenas de jerga financiera, gráficos y proyecciones optimistas. Pero entre las cláusulas, vi lo que buscaba: un poder notarial que le otorgaba a él control absoluto sobre una nueva cuenta conjunta, donde yo debía depositar el resto de mis ahorros y una parte de la venta de un apartamento que había heredado.

Era el golpe final. Me estaba vaciando.

“Parece complicado”, dije, fingiendo confusión. “¿Estás seguro de que es una buena idea poner todo ahí?”

“Totalmente seguro, mi vida”, respondió él. Su voz era pura miel. “Confía en mí. Yo sé manejar estas cosas. Con esto, en dos años duplicaremos nuestro patrimonio. Podrás dejar de trabajar si quieres, solo dedícate a ser feliz.”

La condescendencia en sus palabras era palpable. Él me veía como una tonta, una mujer ingenua, fácil de deslumbrar. Y esa era mi mayor ventaja.

“De acuerdo, mi amor. Si tú dices que es lo mejor”, dije, tomando la pluma.

Firmé cada página donde él me indicó. Vi el brillo de triunfo en sus ojos mientras recogía los documentos. Creyó que había ganado. No sabía que yo acababa de darle la soga con la que se iba a ahorcar. Morales me había advertido que esto pasaría y me había dado instrucciones claras: “Firma todo. Dale la confianza que necesita. Cuanto más seguro se sienta, más descuidado se volverá.”

Morales puso a Isabela bajo vigilancia constante. Descubrió su rutina: del gimnasio de lujo a la oficina, de la oficina a restaurantes caros. Vivía una vida muy por encima de lo que su sueldo de gestora bancaria podría permitir.

Pero una tarde, la rutina se rompió. Isabela no fue a casa después del trabajo. Condujo hasta un apartamento discreto en un barrio de clase media, un lugar que no figuraba a su nombre. Morales observó desde el otro lado de la calle.

Media hora después, llegó Javier. Entró en el edificio.

No era una reunión de negocios. Era un nido de amantes. Eran socios en el crimen y en la cama.

El detective logró tomar varias fotos nítidas de ellos entrando y saliendo del edificio con una diferencia de pocos minutos. La revelación fue una bomba. Isabela no era solo una cómplice asustada; era una jugadora activa, motivada por la codicia y, probablemente, por una relación tóxica con Javier.

“Esto lo explica todo”, me dijo Morales por teléfono. “La llamada anónima… Probablemente tuvieron una pelea. O ella sintió celos de ti, de que te casaras con él. Intentó asustarte para que lo dejaras. Pero cuando vio que no lo hacías, volvió al redil. Su lealtad es con él. O más bien, con el dinero que él le proporciona.”

“Entonces, ¿no podemos usarla?”, pregunté, decepcionada.

“Al contrario”, dijo Morales. “Ahora tenemos la palanca perfecta. Javier está casado contigo. Isabela es la amante. Una aventura extramatrimonial puede ser un escándalo, pero en su mundo de finanzas privadas, donde la reputación lo es todo, es un veneno. Y si a eso le sumamos la conspiración para estafar a la esposa… tenemos material para destruirla a ella primero. Y cuando ella caiga, cantará como un canario para salvarse.”

Con la información de Morales, Lucía y yo ideamos un plan para obtener la prueba definitiva: el contenido del teléfono de Javier.

La oportunidad se presentó en forma de una pequeña fiesta de cumpleaños para mi padre. Sabíamos que Javier asistiría para mantener su imagen de yerno perfecto.

El plan era simple, pero requería una sincronización perfecta. Durante la fiesta, Lucía derramaría “accidentalmente” una copa de vino tinto sobre la camisa de Javier. Mientras él estuviera en el baño limpiándose, furioso pero obligado a mantener la compostura, yo tendría una ventana de oportunidad de apenas unos minutos.

“Dejará el teléfono en la chaqueta o sobre alguna mesa. Nunca lo lleva al baño”, dije.

Habíamos comprado un pequeño dispositivo, un clonador de tarjetas SIM que Morales nos había conseguido. Era tecnología de punta. En menos de 2 minutos, podía copiar toda la información del teléfono: mensajes, llamadas, fotos, todo.

La noche de la fiesta, la tensión era insoportable. Sentía cada segundo como una hora. Finalmente, llegó el momento.

Lucía, con una torpeza perfectamente actuada, tropezó cerca de Javier. El vino tinto voló por los aires, manchando su impecable camisa blanca.

“¡Oh, Dios mío, Javier, lo siento tanto! ¡Qué torpe soy!”, exclamó Lucía con una angustia fingida.

Javier apretó la mandíbula. Por un instante, la máscara cayó y vi una furia asesina en sus ojos. Pero se recompuso al instante. “No te preocupes, Lucía. Un accidente le pasa a cualquiera”, dijo con los dientes apretados. Se quitó el saco, lo dejó en una silla (con el teléfono en el bolsillo interior, como habíamos previsto) y se dirigió al baño.

En cuanto desapareció, actué. Con movimientos rápidos y precisos, tomé el teléfono, inserté el dispositivo clonador y esperé. El pequeño aparato tenía una luz que parpadeaba. Cada parpadeo era un latido de mi corazón.

El proceso parecía eterno. Finalmente, la luz se quedó fija. Lo había logrado.

Saqué el clonador, devolví el teléfono al bolsillo del saco y me alejé de la silla justo un segundo antes de que Javier volviera del baño, con la camisa mojada y una sonrisa forzada. Nadie se había dado cuenta de nada.

Esa misma noche, después de la fiesta, Lucía, Morales y yo nos reunimos en el apartamento de ella. Conectamos el dispositivo a un ordenador portátil.

Lo que encontramos fue una mina de oro de maldad.

El teléfono clonado reveló una segunda vida completa. Cientos de mensajes con Isabela, no solo planeando las transferencias, sino burlándose de mi ingenuidad. “La princesita ya firmó todo”, decía un mensaje de Javier. “Pronto seremos tú y yo en una playa de las Maldivas, mi reina”, respondía ella.

Había fotos de otras mujeres. Conversaciones con otros alias. Y, lo más importante, una carpeta de “Notas” protegida por contraseña. Morales, con un programa especializado, logró descifrarla en menos de una hora.

Dentro había una lista de nombres. Eran sus víctimas. Elena Ferrer (Cali). La mujer de Bucaramanga. Teresa. Y al final de la lista, mi nombre. Ana.

Con una fecha al lado: 15 de diciembre.

Faltaban dos meses. Era mi fecha de caducidad.

Pero la prueba definitiva estaba en un borrador de correo electrónico. No tenía destinatario, pero estaba dirigido a una compañía de seguros. En él, Javier detallaba una solicitud para aumentar la póliza de seguro de vida de Ana, de la que él era el único beneficiario. Y adjunto, había un informe médico falso que me diagnosticaba con una “arritmia cardíaca severa”.

Estaba sentando las bases para mi “мυerte natural”.

“Lo tenemos”, susurró Morales, su voz grave. “Con esto no solo lo hundimos. Lo enterramos para siempre.”

Ahora, el plan final tomó forma. Ya no se trataba de exponerlo. Se trataba de atraparlo en el acto.

“Fingiré un viaje de negocios ese fin de semana largo de noviembre”, dije, mi mente fría y calculadora. “Le diré que voy a un congreso a Panamá. El nido de sus finanzas.”

“Le encantará la idea”, dijo Lucía.

“Mientras yo no esté”, continué, “instalarás cámaras y micrófonos en la casa, Morales. Y esperaremos. Él traerá a Isabela a nuestra casa. Se sentirá el rey del mundo. Y entonces dirá algo, algo que lo incrimine sin lugar a dudas. Y nosotros estaremos grabando.”

La despedida en el aeropuerto fue una obra maestra de la actuación. Había preparado mi maleta para un viaje de tres días a Panamá. Javier me acompañó. Se mostró como el esposo perfecto, preocupado por mi viaje.

“Llámame en cuanto aterrices, ¿de acuerdo? Y ten mucho cuidado.”

“Lo tendré”, dije, mirándolo a los ojos. Él me abrazó. Sentí el frío de su cuerpo, la falsedad de su gesto. Tuve que reprimir el impulso de clavarle las uñas en la espalda. En su lugar, le devolví el abrazo y le susurré al oído: “Te voy a extrañar mucho.”

“Y yo a ti, mi amor”, respondió él.

Nos dimos un último beso. Fue un beso frío, vacío. El beso de dos actores terminando una escena.

Mientras caminaba hacia la sala de embarque, no miré hacia atrás. Sabía que él me estaría observando hasta que desapareciera de su vista.

Pero yo no iba a tomar ningún vuelo. Lucía me esperaba en la zona de llegadas nacionales. Tomamos un taxi y nos dirigimos a un hotel discreto al otro lado de la ciudad, donde Morales ya había montado un centro de operaciones improvisado en una de las habitaciones. Había monitores, ordenadores y un equipo de grabación.

La trampa estaba lista. Las piezas estaban en su lugar. Ahora solo quedaba esperar a que el monstruo caminara directamente hacia ella.

El hotel era anónimo, uno de esos lugares de paso para gente de negocios. Desde la ventana de la habitación, no podía ver mi casa, pero la sentía. Sentía la invasión en los monitores frente a mí; las imágenes de mis propias habitaciones aparecían en una cuadrícula silenciosa. La sala, la cocina, el dormitorio principal… mi hogar, convertido en un plató de televisión para una película de suspenso de la que yo era la protagonista.

Morales y un joven técnico de su confianza habían entrado en la casa una hora después de que Javier saliera del aeropuerto. Se movieron con la eficiencia de fantasmas, instalando cámaras diminutas en detectores de humo, libros en la estantería, incluso en el reloj digital de la mesita de noche. El trabajo fue impecable. En menos de 2 horas, la casa estaba completamente cableada.

“Ya estamos fuera. Sistema activado”, dijo la voz de Morales a través de un auricular. “Ahora te toca a ti, Ana. Llámalo. Tiene que ser creíble.”

Tomé mi teléfono, el corazón martilleándome en el pecho. Marqué su número. Javier contestó al segundo tono.

“Mi amor, ¿llegaste bien? Estaba preocupado.”

“Sí. Todo perfecto. El vuelo un poco movido, pero ya estoy en el hotel”, dije. Mi voz sonaba cansada, exactamente como la de alguien que acaba de bajar de un avión. Lucía me hizo un gesto de aprobación.

“Descansa entonces, te lo mereces. ¿La habitación es bonita?”

“Sí, es preciosa. Pero se siente vacía sin ti.” Dije las palabras, y me sabían a ceniza en la boca.

“Y la casa se siente vacía sin ti. Te extraño como un loco. Cuéntame todo mañana. Duerme bien. Te amo.”

“Yo también te amo”, mentí. Y colgué.

Me quedé mirando el teléfono. Era tan fácil para él mentir, tan natural.

En el monitor principal, vi cómo Javier entraba de nuevo en la casa. Caminó por la sala, se sirvió un whisky y se sentó en el sofá que yo había elegido. Se veía relajado, el dueño del castillo, completamente ajeno a los ojos invisibles que lo observaban desde cada esquina. La espera había comenzado.

Pasaron tres horas. Tres horas en las que Lucía, Morales y yo observamos a Javier moverse por la casa. Vio la televisión, hizo otra llamada de negocios, pidió comida a domicilio. Era la banalidad del mal, la normalidad de un monstruo en su hábitat. Me preguntaba cuántas veces habría hecho eso en las casas de sus otras víctimas, después de deshacerse de ellas.

Poco después de las 9 de la noche, el timbre sonó. En el monitor que apuntaba a la puerta principal, vimos la figura de Isabela Rojas. Llevaba un vestido elegante y una botella de champán en la mano.

Javier le abrió, la besó apasionadamente y la hizo pasar. No era el beso de un amante furtivo; era el beso de dos socios celebrando una victoria.

Entraron en la sala. Justo en el campo de visión de la cámara principal. Javier tomó la botella de champán.

“¿Y esto? ¿Qué celebramos, mi reina?”, preguntó él. Su voz sonaba clara a través de los micrófonos.

“Celebramos el final del principio”, respondió Isabela, pasando sus brazos alrededor de su cuello. “La princesita está fuera del camino. Firmó todo. En cuanto el dinero de la venta de su apartamento entre en la cuenta, lo movemos y desaparecemos.”

“Paciencia, mi amor. Todavía quedan algunos detalles por afinar”, dijo él, abriendo el champán con un estallido. Sirvió dos copas.

“Estoy cansada de los detalles, Alejandro. Estoy cansada de ella, de su estúpida hermana que siempre nos mira como si supiera algo. Quiero nuestra vida. La que me prometiste.”

“Y la tendrás”, aseguró él, entregándole una copa. “Brindemos por eso. Por Panamá, por las Maldivas… y por un futuro sin estorbos.”

Chocaron sus copas. En la habitación del hotel, nadie respiraba. Estaba viendo la celebración de mi propia мυerte anunciada, escuchando a mis verdugos brindar por mi desaparición. Lucía apretó mi mano con fuerza, un ancla en medio de la tormenta de horror que se desplegaba en las pantallas.

Bebieron, rieron. Se movieron por la casa con la arrogancia de los conquistadores. Tuve que ver cómo Isabela se probaba mis perfumes, cómo se sentaba en mi lado de la cama. Cada gesto era una profanación. Pero Morales nos había advertido: “Necesitamos algo explícito, algo que ningún abogado pueda desmentir.”

La conversación que lo cambió todo llegó cerca de la medianoche. Estaban sentados en el sofá, con la botella de champán casi vacía.

“A veces me preocupa”, dijo Isabela en voz baja. “La de Cali… el accidente… fue muy arriesgado. ¿Y si esta vez algo sale mal?”

Javier soltó una risa seca. “No salió nada mal. Fue una ejecución perfecta. Un pequeño ajuste en el líquido de frenos, una carretera empinada… la naturaleza sigue su curso. Los fallos mecánicos ocurren todos los días.”

Ahí estaba. La confesión. Fría, descarada, inequívoca. Morales hizo un gesto al técnico, que asintió, asegurándose de que cada palabra quedaba grabada con una claridad cristalina.

“Pero Ana no es estúpida”, insistió Isabela. “Y su hermana menos. Si le pasa algo, serás el primer sospechoso.”

“Por eso no será un accidente de coche”, dijo Javier. Su voz se volvió más seria. “Ya tengo el plan. El seguro de vida está aumentado. El informe médico falso que conseguiste es una obra de arte. Una arritmia cardíaca no diagnosticada. Es una tragedia silenciosa. Una noche se acostará a dormir y, simplemente, no despertará. Un par de pastillas disueltas en su té de la noche durante un par de semanas. Lento, indetectable. Cuando la encuentren, parecerá una мυerte natural y trágica. El viudo desconsolado heredará todo. Fin de la historia.”

El silencio en la habitación del hotel era absoluto, roto solo por el zumbido de los ordenadores. Sentí que el aire se me escapaba de los pulmones. No era un plan. Era una sentencia de мυerte detallada, pronunciada en mi propia sala por el hombre que dormía a mi lado cada noche.

Morales me miró. Sus ojos no preguntaban; afirmaban. “Es suficiente”, dijo él, cogiendo su teléfono. “Es hora de llamar a la caballería.”

Morales no llamó al número de emergencias. Llamó directamente a un capitán de la unidad de delitos especiales, un viejo amigo llamado Vargas, un hombre que le debía más de un favor. Le explicó la situación en dos minutos, sin rodeos: tenían a un asesino en serie con cómplice, confesando en directo la planificación de un asesinato.

“Te envío la ubicación y un clip de audio de los últimos 5 minutos. Quiero una orden de entrada para ya. Sin sirenas, sin escándalo. Lo quiero rodeado y sin escapatoria”, ordenó Morales.

Mientras Morales coordinaba, Lucía y yo observábamos las pantallas. Javier e Isabela se habían movido al dormitorio. Mi rabia era una bestia que arañaba por salir, pero me obligué a mantener la calma. Tenía que ver el final.

En menos de 20 minutos, Morales recibió una llamada. “Están en posición. Dos equipos por delante, uno cubriendo la parte trasera. Entrarán a mi señal.”

En los monitores todo parecía tranquilo. Pero yo sabía que, en la oscuridad de mi calle, hombres armados se estaban deslizando entre las sombras, rodeando la casa, cerrando el perímetro.

“Javier tiene un sexto sentido para el peligro”, dije de repente. “Algo en él siempre le avisa. No podemos esperar a que se duerman.”

Justo en ese momento, una de las cámaras, la que estaba en el pasillo, captó un movimiento. Javier salió del dormitorio. Caminaba de forma extraña, con la cabeza ladeada, como un animal que ha olfateado algo en el aire.

Se dirigió a la sala y se detuvo. Miró a su alrededor. No a los muebles, sino a las esquinas, al techo.

“¿Qué pasa?”, dijo Morales, inclinándose hacia el monitor.

Javier sacó del bolsillo un pequeño aparato, no más grande que un llavero. Un detector de radiofrecuencia. Lo encendió. Una pequeña luz verde comenzó a parpadear. Lo movió lentamente por la habitación. Cuando apuntó hacia la estantería donde estaba oculta una de las cámaras, la luz se volvió roja y el aparato emitió un pitido agudo.

La expresión en el rostro de Javier cambió del desconcierto al entendimiento, y luego a una furia helada.

“¡ISABELA!”, gritó. “¡Nos han tendido una trampa! ¡Vámonos, AHORA!”

“¡Entren ahora, Vargas! ¡AHORA!”, gritó Morales por el teléfono.

El caos estalló en las pantallas. Se oyó el sonido sordo de una puerta siendo derribada. Javier no esperó. Corrió hacia la parte trasera de la casa, hacia la cocina. Isabela lo seguía, gritando de pánico.

“¡POLICÍA, AL SUELO!”, retumbó una voz a través de los micrófonos.

Pero Javier no se detuvo. Con una fuerza brutal, lanzó una silla contra la puerta de cristal que daba al jardín trasero, haciéndola añicos. Saltó a través del marco roto, sin importarle los cortes. Isabela lo imitó, tropezando y cayendo al suelo.

El equipo policial que cubría la retaguardia reaccionó al instante. “¡ALTO! ¡NO SE MUEVA!”

Isabela, en el suelo, levantó las manos, rindiéndose. Pero Javier siguió corriendo. Saltó la valla del jardín trasero hacia la propiedad del vecino con una agilidad sorprendente. Había desaparecido en la oscuridad.

“¡Se escapa! ¡Se dirige al norte por la calle trasera!”, gritó Morales a su contacto.

En los monitores, vi cómo los agentes esposaban a Isabela en el suelo de mi propio jardín, entre los cristales rotos de la puerta. Luego, las cámaras de la casa solo mostraban a los policías entrando, asegurando el perímetro, la escena del crimen que hasta hacía unos minutos había sido mi hogar.

La acción se había trasladado a la calle, fuera del alcance de mis ojos.

Me levanté, incapaz de seguir sentada. “Tengo que ir.”

“¡De ninguna manera! Es demasiado peligroso”, dijo Lucía, agarrándome del brazo.

“No va a ir muy lejos”, dijo Morales, todavía al teléfono. “Tienen la zona acordonada. Es cuestión de minutos.”

Pero pasaron 10, 15 minutos. Y las noticias que llegaban a través del teléfono de Morales no eran buenas. Javier había logrado llegar a un coche que, evidentemente, tenía aparcado a varias calles de distancia como plan de contingencia. Había roto el cerco. La persecución estaba en marcha.

La persecución se desarrolló en las calles dormidas de la ciudad. Lucía, Morales y yo la seguíamos a través de las tensas actualizaciones por radio que Vargas le transmitía a Morales. El coche de Javier, un sedán oscuro y potente, se movía a velocidades suicidas, ignorando semáforos y señales de alto.

“Está tomando la autopista del sur”, informó Morales, trazando la ruta mentalmente. “No va a ningún sitio. Esa carretera se vuelve rural en 10 km.”

“Sí que va a un sitio”, dije en voz baja, con una certeza que heló a los demás. “Conozco esa ruta. Es la que yo tomaba para ir al parque a pasear a Ramón.”

Lucía me miró, incrédula. “¿Crees que va hacia allí a propósito?”

“No lo sé. Pero es demasiada coincidencia.”

Las patrullas le pisaban los talones. Lograron colocar una banda de clavos en la carretera. Se escuchó el chirrido de los neumáticos reventando, el sonido metálico de un coche perdiendo el control.

“¡Lo tenemos! Ha chocado contra la barrera de contención. El vehículo está inmovilizado”, dijo Vargas por el altavoz del teléfono de Morales.

Pero no había terminado. Javier salió del coche accidentado. Estaba herido, cojeaba visiblemente, pero eso no le impidió correr. Se adentró en la oscuridad del pequeño bosque que bordeaba la carretera. El mismo bosque donde yo había pasado tantas tardes lanzándole una pelota a Ramón.

La policía lo siguió a pie, sus linternas cortando la oscuridad. El círculo se estaba cerrando. En el lugar más simbólico y doloroso para mí.

Cuando llegamos, la escena estaba iluminada por las luces intermitentes de las patrullas. El coche de Javier estaba destrozado contra un guardarraíl. Un cordón policial nos impidió acercarnos, pero el capitán Vargas se acercó a nosotros.

“Lo tenemos acorralado junto al viejo puente del arroyo”, dijo Vargas a Morales. “No tiene a dónde ir. Pero no se rinde.”

Me bajé del coche, ignorando las protestas de Lucía. Vargas intentó detenerme. “Señora, es mejor que se quede aquí.”

“Tengo que verlo”, dije. Mi voz no admitía discusión.

Vargas dudó, pero la mirada de Morales lo convenció. Me escoltó hasta el límite del perímetro. A unos 50 metros, bajo los potentes focos de la policía, estaba Javier. De pie, al borde del pequeño puente de madera, con el arroyo oscuro corriendo debajo. Estaba sucio, sangraba de un corte en la frente y su ropa cara estaba rasgada. Pero incluso en la derrota, mantenía un aire de desafío.

Cuando me vio, su expresión cambió. La máscara del encantador Javier volvió a aparecer, deformada por la desesperación.

“¡Ana, mi amor!”, gritó, su voz resonando en el silencio de la noche. “¡Tienes que decirles que todo es un error, un malentendido! ¡Esta gente está loca! ¡Yo te amo!”

Intentó dar un paso hacia mí, pero los agentes levantaron sus armas. “¡NO SE MUEVA!”, le ordenó un oficial.

Javier se detuvo, su mirada fija en mí. “Ana, por favor… todo lo que hice fue por nosotros. Por nuestro futuro. Podemos arreglarlo. Podemos irnos lejos, empezar de nuevo. Solo tú y yo.”

Las lágrimas corrían por su rostro. Pero eran lágrimas de cocodrilo. Era su último acto, su última manipulación. Intentaba apelar a la mujer que creía que todavía existía, la mujer ingenua y enamorada que él había creado.

Pero esa mujer había muerto. Murió en el momento en que leyó el informe de la eutanasia de su perro.

Di un paso adelante, cruzando la línea policial. Vargas se movió para detenerme, pero Morales le puso una mano en el brazo. “Déjala”, susurró.

Caminé lentamente hacia el puente, hasta que solo unos metros me separaron de Javier. Las luces de la policía creaban largas sombras que bailaban a nuestro alrededor.

“¿Me amabas cuando ordenaste matar a mi perro?”, pregunté. Mi voz era tranquila, pero cortaba el aire como un cuchillo de hielo.

La pregunta lo descolocó. La máscara vaciló. “Fue un error, Ana… El perro estaba enfermo… Era peligroso…”

“No estaba enfermo”, lo interrumpí. Cada palabra era un martillazo. “Estaba protegiéndome de ti. Él vio al monstruo desde el primer día. El único error fue mío por no escucharlo.”

Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos. Pero no eran de tristeza. Eran de rabia, de dolor, de una liberación catártica.

“Tú no amas a nadie, Javier. O Alejandro. O Ricardo. O como te llames. Tú solo destruyes. Destruiste a Elena, a la mujer de Bucaramanga. Casi destruyes a Teresa. Pero conmigo se acabó. Tu historia termina aquí. Esta noche.”

Él me miró y, por primera vez, vi miedo real en sus ojos. El miedo de un depredador que se da cuenta de que se ha convertido en la presa. Su encanto se desvaneció, su confianza se hizo añicos. Lo único que quedó fue un hombre patético y acorralado.

“Ana… por favor…”, suplicó. Su voz era un gemido.

“Ramón sabía quién eras”, repetí, como si fuera un veredicto. “Él nunca dudó. Y su lealtad vale más que todas tus mentiras.”

Me di la vuelta y me alejé, sin esperar una respuesta. Mientras caminaba de regreso hacia la luz de las patrullas, escuché el sonido de los agentes moviéndose, el chasquido metálico de las esposas cerrándose.

No necesité mirar atrás. Sabía que había terminado. La justicia por fin había llegado. No era una justicia perfecta, no me devolvía lo que había perdido. Pero era justicia al fin y al cabo.

Justicia para Ramón.

En la comisaría, el castillo de naipes de Javier se derrumbó por completo. Isabela, confrontada con las grabaciones y la perspectiva de pasar el resto de su vida en la cárcel como cómplice de asesinato, confesó todo. Detalló cada estafa, cada cuenta bancaria, cada identidad falsa. Su declaración, sumada a las pruebas recogidas por Morales y a las grabaciones de la casa, construyeron un caso tan sólido que era irrefutable.

La noticia del arresto del “Estafador de Viudas”, como lo bautizó la prensa, fue un escándalo nacional. Salieron a la luz los casos de Elena Ferrer y la víctima de Bucaramanga, que fueron reabiertos inmediatamente. Teresa, desde Medellín, vio las noticias y, por primera vez en años, se sintió segura.

Mi familia reaccionó con una mezcla de horror y una profunda vergüenza. Mis padres, que habían sido los mayores defensores de Javier, se sentaron conmigo en la cocina de su casa, la misma donde tantas veces habían alabado al encantador pretendiente.

“Hija, no sabemos qué decir”, dijo mi padre con la voz quebrada. “Te fallamos. Estábamos tan ciegos.”

“Lo siento tanto, mi amor”, sollozó mi madre. “Te presionamos, no escuchamos a Lucía… Perdóname.”

Los miré. Vi su dolor, su arrepentimiento. Ya no sentía rabia hacia ellos, solo una especie de compasión cansada. “No es su culpa. Él era un profesional. Engañó a todos”, dije, aunque una parte de mí sabía que su ceguera voluntaria había sido parte del problema. Pero en ese momento, el perdón parecía más constructivo que el rencor.

Lucía, sentada a mi lado, me tomó la mano. Habíamos ganado juntas. Habíamos atravesado el infierno y habíamos salido por el otro lado, más unidas que nunca. La pesadilla había terminado. Ahora comenzaba el largo y difícil camino de la reconstrucción.

Tres meses después, el sol de la tarde se filtraba a través de las hojas del viejo roble en el jardín trasero de la casa de mis padres, a la que me había mudado temporalmente. Bajo el árbol había una pequeña lápida de piedra lisa. No tenía fechas. Solo un nombre: RAMÓN.

Me arrodillé y coloqué un ramo de flores frescas junto a la piedra. Había recuperado una parte importante de mi dinero gracias a la confesión de Isabela. El resto estaba perdido en un laberinto de cuentas offshore. Javier y su cómplice esperaban un juicio que, según los fiscales, los pondría tras rejas por décadas.

Yo estaba en terapia, aprendiendo a procesar la traición y a reconstruir mi confianza en el mundo, en los demás y, sobre todo, en mí misma. El camino era largo. Había días buenos y días malos; días en que la rabia volvía y días en que una profunda melancolía me invadía. Pero ya no era una víctima. Era una superviviente.

Acaricié la piedra fría. “Gracias, amigo”, susurré, las palabras apenas audibles. “Gracias por no rendirte nunca. Por intentar salvarme, incluso cuando yo no entendía. Lo logramos.”

Me quedé allí un rato, en silencio, sintiendo la paz del jardín, la calidez del sol. Luego me levanté, me sequé una lágrima solitaria que se había escapado y miré hacia el horizonte. El futuro era un lienzo en blanco. Incierto, quizás aterrador. Pero por primera vez en mucho tiempo, también parecía lleno de posibilidades.

Me di la vuelta y caminé de regreso a la casa, con la espalda recta y la cabeza en alto. Había aprendido la lección más dura de todas: que a veces el amor más puro y verdadero no viene envuelto en promesas y regalos caros, sino en el gruñido leal de un perro que intenta protegerte de los monstruos que tú no puedes ver.