Esa mañana, el tren estaba casi desierto. Karl eligió su asiento habitual en el mismo compartimento, junto a la ventana número 6. La razón por la que eligió este asiento no fue porque fuera el más cómodo, sino simplemente porque lo conocía, sabía exactamente dónde estaba y cómo se sentía sentado allí. La familiaridad le brindó a Karl una sensación de seguridad y comodidad durante el viaje.

Esa mañana de invierno, cuando la nieve caía suavemente como un misterio, un niño se sentó frente a él. Llevaba la mochila en el regazo y sus ojos estaban llenos de curiosidad.

“Señor, ¿va lejos?”, preguntó el niño.
Karl levantó la vista y sonrió.
“Mucho, lo recuerdo.”
“¿Cuánto?”
“Solo lo suficiente para doblar la esquina.”
El niño no entendió, pero le gustó la respuesta.
“¿Qué lleva ahí?” Señaló una vieja cartera de cuero que tenía en la mano.
Karl dudó. Luego abrió la cartera lentamente. De dentro, sacó una vieja fotografía.
Era una mujer joven de rostro amable y mirada distante.
“Se llamaba Helene”, dijo el anciano. “La conocí en este tren, hace más de sesenta años. Está sentada aquí mismo. Le presté mi abrigo porque llovía. Y ella me prestó su nombre para el resto de mi vida.”
El joven guardó silencio.
“¿Y qué pasó?”
“La amaba. Luego la perdí. Pero nunca dejé de encontrarla en los lugares donde éramos felices.”
“¿Y por eso volvió al tren?”
Karl asintió.
“A veces la gente no viaja para llegar a algún lugar. Viaja para volver al lugar del que nunca quiso irse.”
El joven miró la foto con respeto. Luego miró al anciano.
“¿Crees que todavía puede verte?”
“Tal vez”, dijo Karl. “O tal vez necesito volver a verla.”
Al llegar el tren a la estación, Karl se levantó con dificultad. Le entregó la foto al chico con delicadeza.

“Guárdala. Y cuando te enamores… no esperes demasiado para volver a mirar por la ventana.” El niño asintió en silencio. Y observó al anciano bajar del tren, caminando despacio pero seguro.
A veces, los viajes más largos… son los que hacemos nosotros mismos.