“La Flor que No Veía el Sol”

Nadie quería a Marisol.


Nació en un pequeño pueblo de Michoacán, en una casa donde las flores eran más valoradas que las personas, siempre y cuando esas flores tuvieran pétalos perfectos. Ella vino al mundo sin ver la luz — ciega desde su primer aliento — y eso fue suficiente para que su padre, Don Fausto, decidiera que no valía nada.

Su madre, que la amaba en silencio, murió cuando Marisol tenía apenas seis años. Desde entonces, Don Fausto cambió. Se volvió seco, frío, y hablaba de su hija como si fuera una mancha imposible de limpiar. Nunca la llamó por su nombre. Le decía “la sombra”, y prohibía que se sentara en la mesa cuando había visitas.

Sus hermanas, Lucrecia y Alma, eran el orgullo del pueblo: bellas, con ojos como miel derretida y risas de canción. Marisol, en cambio, caminaba descalza entre las paredes, leyendo libros en braille que su madre le había dejado escondidos entre los roperos. Era invisible.

Un día, cuando cumplió veinte años, su padre entró a su cuarto sin tocar. Le tiró una tela sobre el regazo y dijo con voz seca:

—Te casas mañana.

Marisol se quedó helada. No preguntó con quién. Sabía que las respuestas, con Don Fausto, nunca eran un regalo.

—Es un limosnero de la iglesia —agregó—. Tú eres ciega. Él es pobre. Van bien juntos.

Ningún “felicidades”, ningún “lo conoces”. Solo una decisión, como quien cambia un mueble de lugar.

La boda fue rápida. En la parte trasera de la capilla, sin música, sin abrazos. Don Fausto la empujó hacia un hombre delgado, de voz baja. Nadie le describió su rostro. Nadie le deseó suerte. Solo escuchó las risas suaves de los curiosos: “La ciega y el mendigo. Qué chiste”.

Al terminar, Don Fausto le entregó al hombre una bolsa con un par de ropas y dijo sin mirarlo:

—Es tu problema ahora.

El hombre la tomó del brazo con una delicadeza que la desconcertó. Caminó en silencio por los caminos de tierra, hasta llegar a una choza de barro cerca del bosque.

—No es mucho —dijo él—. Pero aquí estarás segura.

Se llamaba Elías.

La choza olía a humo y maíz quemado. El suelo crujía. Pero esa noche, algo inesperado ocurrió. Elías le preparó té con canela. Le ofreció su única cobija. Y durmió cerca de la puerta, como un guardián.

Le hablaba con ternura. Le preguntaba qué cuentos le gustaban, qué sabores recordaba, qué olores le daban paz. Marisol no sabía qué responder. Nadie, nunca, le había hecho esas preguntas.

Pasaron las semanas. Elías la llevaba al río cada mañana. Le describía los colores con palabras como pintura: “El cielo es del color del maíz tierno”, “El sol huele a naranja y tierra mojada”. Le contaba historias de pueblos lejanos, de aves que cruzaban océanos, de estrellas que se enamoraban.

Marisol, por primera vez en su vida, sonreía.

Una tarde, mientras le tocaba las manos, le preguntó:

—¿Siempre fuiste limosnero?

Hubo un silencio.

—No siempre —respondió él.

No dijo más. Y ella no insistió.

Hasta que un día, fue sola al mercado. Elías le había enseñado cada paso, cada voz, cada textura del camino. Todo marchaba bien, hasta que una mano la jaló con brusquedad.

—¡Rata ciega! —escupió una voz.
Era su hermana, Lucrecia.

—¿Sigues viva? ¿Todavía finges ser esposa de ese pobre?

Marisol quiso llorar, pero respiró hondo.

—Soy feliz —dijo con firmeza.

Lucrecia soltó una carcajada.

—Pobrecita. Ni siquiera sabes con quién estás. ¿Crees que es un limosnero? Te mintieron.

Y susurró algo que le heló el alma:

—Él es hijo del hacendado. Te casas con un rico disfrazado.

Marisol regresó temblando. Esa noche, cuando Elías volvió, lo esperó sentada, con las manos en el regazo.

—Dime la verdad —dijo—. ¿Quién eres realmente?

Elías no habló al principio. Luego, se arrodilló frente a ella, le tomó las manos y dijo:

—Yo no quería que lo supieras aún. Pero no puedo mentirte más.

Su voz temblaba.

—Mi nombre completo es Elías de la Fuente. Soy hijo del señor Esteban, dueño de estas tierras. Me fui de la hacienda cuando rechacé un matrimonio arreglado. Quise desaparecer… hasta que vi cómo tu padre te trataba. Y supe que si no te sacaba de ahí, te ibas a apagar como una flor sin sol.

Marisol no respondió. Solo lo abrazó.

Y en ese abrazo, por primera vez, se sintió vista.

Con el tiempo, Elías reconstruyó la choza. La convirtió en una casita cálida, con jardines de rosas y caminos de piedra. Marisol, aunque nunca vio el mundo con los ojos, lo conoció a través del amor.

Nunca volvió a casa de su padre. Pero un día, una niña tocó la puerta: era hija de Alma. Venía con lágrimas en los ojos, huyendo del mismo desprecio. Marisol la recibió con los brazos abiertos.

Porque a veces, los ciegos ven lo que los demás no.

Y en una choza que una vez olió a tristeza, ahora crecían flores que no necesitaban sol para florecer.