Cuando Robert y su hija Lily —de siete años y enferma desde hacía dos años— se mudaron a una casa en ruinas en un remoto pueblo de Kansas, esperaban encontrar paz y un nuevo comienzo. La promesa era un aire más puro, silencio y un espacio donde la niña recuperase la salud. Nadie imaginó que también encontrarían un oscuro secreto bajo tierra.

La vivienda había sido comprada con sus últimos ahorros tras vender su departamento en la ciudad. Los primeros días estuvieron llenos de trabajo: reparar el techo, cambiar maderas podridas, restaurar la estufa. En ese entorno rústico, la tos de Lily se fue desvaneciendo poco a poco, su rostro volvió a sonreír y correteaba en el patio con renovada energía.

Pero pronto comenzaron a escuchar lamentos profundos que provenían del jardín. A primera vista parecía el viento, pero cada noche, mientras Lily dormía acurrucada junto a su padre, susurros entrecortados le helaban la sangre: “Alguien está llorando afuera.” Al amanecer, Robert descubrió algo inesperado: un pozo antiguo, cubierto con una tapa de hierro oxidada ya apartada, dejando un abismo oscuro al interior.

Los gemidos se hicieron más claros: una voz suplicante, angustiada, pidiendo ayuda. Impulsado por el temor y el instinto protector hacia su hija, Robert decidió bajar al pozo. Con una linterna y una cuerda fuerte atada a un roble cercano, él descendió. Las paredes del pozo estaban cubiertas de un limo cálido y resbaloso; el aire se impregnaba de un olor dulce y nauseabundo. Conforme avanzaba, el túnel se abría en una caverna subterránea y lo que vio en la penumbra le hizo erizar cada cabello de su cuerpo.

Allí, en la oscuridad profunda del pozo, yacía una figura envuelta en telas antiguas que susurraba su propio nombre. Un ser humanoide, pálido y cubierto de una fina capa de desperdicios, parecía atrapado desde hacía mucho tiempo. Sus ojos, dos pozos negros inyectados de enfermedad, se llenaron de lágrimas cuando Robert lo llamó. En ese instante el padre comprendió que no estaba solo: algo —o alguien— existía bajo su nuevo hogar.

Con esfuerzo, subió al hombre con vida y lo llevó a la superficie. La criatura temblaba, balbuceando palabras incomprensibles, sufriendo en silencio. La llevó dentro de la casa y llamó al 911. Los servicios de emergencia tardaron en llegar, y la criatura desapareció sin dejar huella antes del amanecer. Nadie pudo confirmarlo: el pozo está ahora sellado con ladrillos, aunque sus lamentos repiten en la memoria de Robert cada noche.

El caso ha despertado la atención de periodistas y curiosos: ¿Se trata del espíritu de alguien que intentaba salir? ¿Un sobreviviente encerrado sin saber dónde estaba? O bien, ¿una alucinación colectiva de un padre al borde del agotamiento?

Robert prefiere no especular. Dice que lo más importante es que su hija está a salvo y que, por primera vez en mucho tiempo, ha dormido toda la noche sin tos ni pesadillas. Él sigue trabajando en la casa, conciente de que quizá nunca recupere su antigua vida, pero convencido de que al menos ha dado a Lily el comienzo que tanto merecía.

Y añade: “Si alguien alguna vez habla del pozo y del hombre que encontré, sepan que no lo hice para asustar. Lo hice por el amor de mi hija y la esperanza de que ya estamos libres.”