Donde el maíz crece de nuevo

La noche había comenzado como una promesa.
La promesa de una velada tranquila, un reencuentro con los sabores de su tierra, y quizás —solo quizás— el comienzo de algo nuevo.

Martín Herrera, con sus 39 años y una vida dividida entre éxitos fugaces y silencios largos, había regresado a Oaxaca después de más de una década viviendo en Monterrey.
La ciudad, con sus calles adoquinadas y el olor persistente a tamal y leña, lo abrazaba con la calidez que uno no sabe que extrañaba hasta que vuelve.
Aquella noche, decidió cenar en “La Cosecha”, un restaurante local que ahora todos recomendaban. No lo recordaba de antes; quizá era nuevo, o quizá él simplemente nunca se fijó en esas cosas cuando vivía allí.

Se sentó en una mesa cerca de la ventana, desde donde se veía la plaza y el kiosko iluminado por luces festivas. Una banda tocaba suavemente algo de son jarocho a la distancia. La nostalgia se coló como el viento entre las cortinas del alma.

—¿Desea algo de beber mientras decide, señor? —preguntó una voz suave, ligeramente ronca, pero con acento costeño.

Martín levantó la vista… y el tiempo se detuvo.

Allí estaba Clara Méndez, su exesposa.
La misma mujer que una vez soñó con abrir una escuela de cocina para mujeres en comunidades rurales.
La mujer que lloró cuando él le dijo que su carrera de ingeniería no tenía futuro en Oaxaca.
La mujer que una vez amó tanto que le escribió poemas, aunque nunca se atrevió a mostrarlos.

Ahora ella estaba frente a él, con el cabello más corto, algunos hilos de cana brillando con orgullo, y una blusa blanca bordada a mano que contrastaba con el delantal del restaurante.
No llevaba maquillaje, pero sus ojos seguían igual: oscuros, intensos, vivos.

—¿Clara…? —susurró Martín, como si nombrarla pudiera romper el hechizo del tiempo.

Ella lo miró, y en ese instante, algo en su expresión se rompió y se reconstruyó al mismo tiempo.
—Hola, Martín —respondió con calma. Luego, sonriendo con una dulzura que dolía, añadió—: No esperaba verte por aquí.

—Yo tampoco… —Él tragó saliva—. No sabía que trabajabas aquí.

—No trabajo aquí —dijo ella, dejando la carta sobre la mesa—. Este lugar es mío.

Silencio. Un silencio que tenía forma y peso.

Martín desvió la mirada hacia el interior del restaurante. Cada rincón estaba decorado con artesanías locales, fotografías antiguas, y pequeñas notas escritas a mano colgadas en las paredes. En una esquina, un altar con velas encendidas mostraba retratos de mujeres mayores con delantales, seguramente cocineras tradicionales.

Clara siguió:
—Después de que te fuiste, no fue fácil. Pero empecé con un puesto pequeño en el mercado. Unos tamales, café de olla… poco a poco. Las señoras me ayudaron. Luego vino un proyecto con mujeres de la Sierra Sur. Y un día… abrí esto.

Martín no sabía qué decir. Había tantas cosas que se suponía que debía preguntar. ¿Estaba feliz? ¿Se volvió a casar? ¿Lo odiaba aún? Pero todo lo que dijo fue:
—Está hermoso, Clara. De verdad.

Ella asintió.
—¿Te traigo un mezcal, como antes?

Martín sonrió, esta vez con los ojos.
—Sí. Como antes.