“22 años después, los cuerpos de 9 jóvenes desaparecidos en Monterrey revelan un oscuro secreto sangriento”

### **22 años de silencio: el hallazgo que revela la verdad oculta tras la desaparición de nueve exploradores en Monterrey**

Era un día cualquiera en Monterrey, en el corazón de la Sierra Madre Oriental. En medio de su belleza salvaje y sus montañas imponentes, en 1989, nueve jóvenes exploradores partieron en un campamento de fin de semana, llenos de ilusión, aventura y sueños por descubrir los secretos de la naturaleza. Carmen Mendoza Herrera, con 18 años y una pasión por la montaña, lideraba aquel grupo. Junto a ella estaban Miguel Castillo Vega, Ana Patricia Moreno Silva, Fernando Gutiérrez Ramos, Sofía Delgado Martínez, Diego Hernández Flores, Claudia Jiménez Pérez, Arturo Salinas Guerrero y Valeria Ochoa Mendoza. Todos, estudiantes de primer año de ingeniería en la Universidad Autónoma de Nuevo León, miembros del club de exploradores montañistas de la ciudad.

El plan era simple: acampar en las cercanías del área conocida como El Chorrito, en García, y regresar el domingo por la tarde. Pero esa simple aventura se convirtió en una tragedia que marcaría para siempre a sus familias, a la comunidad y a la historia de la región.

La desaparición de los nueve jóvenes, en aquel entonces, parecía un caso cerrado. La versión oficial sostenía que habían sido arrastrados por una tormenta torrencial, que su río, crecido por las lluvias, los había llevado río abajo, quizás hasta el río Bravo, y que sus cuerpos nunca serían recuperados. La búsqueda, que duró dos semanas, terminó sin éxito, y el caso quedó en el olvido oficial.

Pero 22 años después, en 2011, la historia dio un giro inesperado. Un hombre, Roberto Mendoza Herrera, hermano de Carmen, decidido a encontrar respuestas, se aventuró en un sendero rocoso que llevaba hacia la Sierra Madre, en busca de la verdad que nunca le habían contado. Lo que encontró sería mucho más que objetos o restos humanos: revelaría una historia de corrupción, encubrimiento y crímenes que habían sido ocultados por décadas.

Era un día soleado y ventoso cuando Roberto Mendoza caminaba por un sendero que parecía no cambiar, rodeado de mezquites y rocas afiladas. A sus 43 años, con la determinación que solo quienes han perdido a un ser querido pueden comprender, decidió explorar aquella zona donde, según los reportes oficiales, los jóvenes desaparecieron en 1989.

De repente, algo brillante entre las rocas llamó su atención. Se acercó con cautela y encontró una pequeña placa de identificación metálica, parcialmente enterrada. La levantó con cuidado y leyó en voz alta: “Explorador: 447 Carmen Mendoza Herrera, Grupo Scout Monterrey.” La sorpresa lo paralizó. Carmen, que en aquella época tenía solo 18 años, nunca había sido scout militar. La placa, corroída por el tiempo, era legible, pero su significado era desconcertante.

Roberto continuó excavando y encontró más objetos: una cantimplora grabada con las iniciales MCV, que reconoció como perteneciente a Miguel Castillo, uno de los otros desaparecidos; fragmentos de una tienda de campaña; y, lo más inquietante, cartuchos de bala calibre 22 dispersos por el suelo. Cada descubrimiento aumentaba la confusión y el temor en su interior.

Con cada fotografía que tomó y cada coordenada GPS que marcó, quedó claro que aquel lugar no coincidía con la versión oficial. La zona donde estaban los objetos se encontraba a cinco kilómetros del área reportada en 1989. La evidencia física sugería que algo mucho más oscuro y violento había ocurrido.

Inmediatamente, Roberto guardó las evidencias y condujo su camioneta hasta la Procuraduría General de Justicia de Nuevo León. La historia de aquel grupo de jóvenes, que en su día fue solo una leyenda de desaparición y tormenta, comenzaba a desvelar un secreto terrible.

Al llegar a la oficina, Roberto solicitó hablar con la detective Isabel Ramírez Santos, una mujer con 15 años de experiencia en casos fríos. Al revisar las evidencias y las fotografías, la detective quedó sorprendida. La placa militar, que indicaba que Carmen era scout militar, no concordaba con su perfil. La joven estudiaba ingeniería civil y participaba solo en actividades recreativas.

Ramírez tomó notas, pidió que Roberto firmara una declaración formal y prometió organizar una expedición oficial al sitio. La evidencia física sugería que la versión oficial de 1989, que aseguraba que los jóvenes se habían perdido en una tormenta, no encajaba con los objetos encontrados.

Roberto, con el corazón pesado, empezó a visitar a las familias de los otros exploradores, quienes compartían una misma sensación: sus hijos no habrían muerto por accidente en la montaña. Todos estaban convencidos de que sus hijos eran exploradores experimentados, que conocían bien los senderos y que jamás se habrían puesto en peligro de manera tan tonta.

La última visita fue a la casa de Valeria Ochoa, novia de Miguel y amiga cercana de Carmen. Los padres, los señores Rodolfo Ochoa y María Mendoza, conservaban intacto el cuarto de su hija. Ella les había hablado unos días antes del viaje, diciendo que iban a explorar una zona nueva cerca de Coahuila, no en su área habitual. Esa información contradecía la versión oficial y despertó aún más sospechas.

La noche del 16 de marzo de 2011, la detective Ramírez decidió reabrir oficialmente el caso, y pronto, nuevas evidencias comenzaron a salir a la luz. La excavación en las coordenadas 25°40’23″N 100°15