Desaparecieron camino a la iglesia en Veracruz: 12 años después, el río revela su secreto
El río que nunca olvida: la desaparición de María y Juan
La mañana del 15 de septiembre de 1989 amaneció serena sobre la costa de Veracruz. El sol se alzó sin esfuerzo sobre las aguas tranquilas, iluminando el polvo ligero que danzaba en el aire seco. Los gallos cantaron temprano, la ropa en el tendedero de la casa de adobe de los López se mecía lentamente, y el aroma a maíz tostado y aceite caliente llegaba desde la cocina donde la madre de María terminaba de freír tortillas para vender.
María López salió de su cuarto con el vestido cuidadosamente doblado en los brazos, luciendo una blusa clara, el cabello recogido en un moño sencillo y los pies descalzos. Antes de salir, tomó un puñado de flores silvestres que sus hermanos menores habían recogido detrás del campo de pesca: margaritas pequeñas, algunas marchitas, otras con hormigas trepando por los tallos. María sonrió. Ese sería el día de su boda. Aunque sin brillo ni lujo, sabía el valor de lo que estaba por suceder.
Juan Ramírez había despertado mucho antes que el sol. Había ido a casa de su primo a buscar el traje oscuro que usaría, el único que le quedaba más o menos bien a su cuerpo delgado. Aunque grande en los hombros y corto en el dobladillo, los zapatos estaban gastados pero limpios. Pasó por la playa, vio a su padre arreglando redes en la lancha y asintió con la cabeza sin decir nada. Estaba nervioso, no con miedo, sino con la extraña sensación de que la vida estaba a punto de pasar una página que no sabía leer.
La iglesia donde sería la boda estaba a pocos kilómetros, en otro pueblo, por un camino de tierra. Don Ernesto, comerciante local, había acordado llevar a los novios en su vieja camioneta azul a las ocho de la mañana. Como era costumbre, se encontrarían en la esquina de su tienda, bajo un árbol de hojas gruesas que daba sombra incluso en los días más calurosos.
A las 7:40, don Ernesto ya esperaba, recargado en el cofre, abanicándose la cara con un pedazo de cartón. El cielo comenzaba a calentarse y los primeros clientes compraban velas y papel de china tricolor para las fiestas patrias. A las 8:10 seguía allí, pero no había señal de María ni de Juan. A las 8:25 tocó la puerta de la casa de María. La madre, con el rostro confundido y las manos sucias de masa, dijo que ella había salido temprano, como estaba acordado. En la casa de Juan, el padre confirmó lo mismo: su hijo había salido a pie con el traje en brazo.
A las nueve, la inquietud ya había cruzado el portón de la iglesia vacía. Don Ernesto regresó a la esquina y se quedó parado largos minutos mirando el camino de tierra. El pueblo era demasiado pequeño para que dos personas simplemente desaparecieran sin dejar rastro. Era como si el suelo se los hubiera tragado.
A las once, uno de los hermanos de María fue al campo a buscar. A la una de la tarde, la madre lloraba sentada en el escalón de la casa. A las cinco, con el calor pegado a las paredes, alguien mencionó ir a la policía de la ciudad cercana. Una joven pareja a punto de casarse había desaparecido con el vestido y el traje que simbolizaban no solo una unión, sino años de sueños, sacrificios y una rutina sencilla.
Esa noche, la casa de los López permaneció con las puertas abiertas y las luces encendidas, como quien espera visitas que prometieron volver pronto. No hubo baile, ni misa, ni fiesta, solo silencio, sudor y ojos puestos en la calle. Al día siguiente, el sonido de los cohetes de las fiestas patrias estallaba en el cielo como si nada hubiera pasado. Pero en ese pueblo de pescadores nadie tenía ánimo de celebrar.
Fue hasta el 18 de septiembre, un lunes caluroso y bochornoso, que algo extraño ocurrió. Un niño que pasaba por un callejón estrecho detrás de la antigua gasolinera vio dos zapatos blancos cuidadosamente colocados uno junto al otro, como quien se quita los pies de la tierra antes de entrar a un altar. Estaban limpios, sin lodo ni polvo, a pesar de la lluvia de la madrugada anterior. Eran los zapatos de María, pequeños, gastados en los costados con la costura reforzada en la punta derecha. La madre los reconoció de inmediato. Un policía local intentó recogerlos con un palo sin tocarlos directamente. Era como si el silencio que rodeaba ese hallazgo exigiera respeto. No había huellas alrededor, ni marcas de arrastre, ni siquiera un papel. Nada más que dos zapatos limpios en un callejón por donde ya nadie pasaba.
En los días siguientes, los pescadores fueron a los manglares. Los jóvenes revisaron los alrededores de los senderos de tierra y hasta la vegetación alta detrás del cementerio fue cortada. Pero no había más pistas, nada más. Siete días después de la desaparición, el nombre de María ya no se decía en voz alta, se susurraba, como quien teme llamar de vuelta algo que el río se llevó. Lo mismo con Juan.
En el pueblo pesquero, donde todo solía ser pequeño y repetido, la desaparición de ambos era demasiado grande para caber en las palabras de siempre. Por eso el silencio crecía, un silencio caluroso, hecho de miradas desviadas, puertas entreabiertas y pasos cautelosos sobre el polvo fino del camino principal.
La madre de María empezó a dormir en la hamaca de la veranda con los ojos abiertos. Los hermanos, antes ruidosos, ahora cargaban las ollas con cuidado, como si cualquier ruido pudiera interrumpir el regreso de los dos. En un rincón de la cocina, el vestido de María seguía colgado en un gancho, como si fuera a volver por él en cualquier momento. Pero el vestido nunca fue usado. Ella salió con él doblado en los brazos esa mañana y nunca regresó.
Juan también dejó señales. En la casa de su padre, la hamaca donde dormía seguía extendida, sin ser recogida. Los anzuelos que había afilado dos días antes seguían alineados sobre un trapo. Una semana atrás había limpiado su pequeña colección de conchas guardadas en una caja de madera que mantenía escondida detrás de la estufa. Decía que serían el regalo para María después de la ceremonia. Ahora la caja estaba abierta con las conchas revueltas, como si las hubieran movido apresuradamente.
La policía llegó dos días después del hallazgo de los zapatos. Un auto viejo y sucio estacionó frente a la casa de la madre de María. Dos hombres salieron con portapapeles y ojos secos. Hablaron de buscar posibles conflictos o celos familiares, pero parecían más preocupados por llenar formularios que por encontrar respuestas.
Uno de los hermanos contó que María había mencionado un camión blanco que rondaba el pueblo. Le pareció extraño porque nunca se detenía en ningún comercio ni dejaba carga, pero nadie sabía de dónde venía ni quién lo conducía. Otro vecino dijo que Juan semanas antes tuvo una discusión con un hombre del puerto, algo sobre redes de pesca, territorio y deudas antiguas, pero nada fue confirmado. En lugar de pistas, lo que se acumulaban eran versiones.
Don Ernesto, el comerciante, fue buscado de nuevo por la policía. Explicó por cuarta vez que llegó a las 7:40 como acordado y que nunca vio a los dos. Le preguntaron si tenía alguna relación íntima con María y él respondió con la mirada baja que la conocía desde niña. Ella iba a comprar sal y aceite a su tienda cada semana. Siempre sonreía, incluso cuando no tenía cambio. Dijo en un tono que parecía pedir disculpas por algo que no expresó.
El tiempo no se detuvo. Las redes siguieron siendo lanzadas al mar. Las tortillas seguían haciéndose y los tendederos continuaban cargados de ropa, pero por dentro el pueblo estaba fracturado. Poco a poco surgieron rumores.
Algunos decían que Juan había huido con María porque ella estaba embarazada. Otros decían que él tenía nexos con gente del puerto que lidiaba con embarcaciones extranjeras y que tal vez el día de la boda intentaron escapar, pero fueron detenidos. También había quienes creían que María nunca quiso casarse y que ambos planearon su propia fuga para vivir lejos en una ciudad donde nadie los conociera. Pero nada sustentaba esas ideas. No había carta, ni movimientos bancarios, ni testigos.
Dos meses después, a finales de noviembre, un grupo de mujeres decidió coser una colcha de recuerdo con pedazos de ropa que habían sido de María y Juan. Fue una forma de mantener viva su memoria. La colcha quedó colgada en la pared del salón comunitario, detrás de las sillas de madera donde se hacían las reuniones del pueblo. Cada año, en septiembre, alguien limpiaba la tela y encendía una vela frente a ella.
En 1990 no pasó nada. En 1991 el mismo silencio. En 1992, la policía cerró el caso por falta de evidencias. Uno de los papeles decía: “No se identifican señales de delito comprobable.” Para el pueblo eso sonaba como un punto final que nadie pidió. Pero para las madres, padres, hermanos y vecinos que vieron crecer a María y Juan entre esa tierra roja y el olor a pescado, la desaparición no era un delito sin pruebas, era una herida abierta, un corte invisible en el mapa.
La camioneta azul de don Ernesto siguió funcionando por algunos años más hasta que se descompuso de una vez en una curva de grava cerca del manglar. Él nunca más llevó a nadie a casarse y decía medio riendo, medio triste, que su suerte murió aquel septiembre.
En la playa, algunos pescadores aún mencionaban a Juan de vez en cuando. Uno de ellos juraba haber visto una silueta parecida en una embarcación lejana en 1993, cerca de las islas, pero era de noche y nadie lo confirmó. Lo que quedó fueron objetos: la caja de conchas, la foto de los dos tomada por un fotógrafo ambulante dos meses antes de la boda, el gancho del vestido vacío y el sonido de la brisa en el callejón donde dejaron los zapatos. Un callejón demasiado estrecho para un auto, pero lo bastante ancho para el olvido.
Hasta julio de 2001, nadie volvió a hablar de eso en voz alta. Los años pasaron lentamente, pero pasaron. En 1993 llegó un nuevo padre a la parroquia del pueblo vecino. Era joven, usaba sandalias y cargaba los libros de misa en una bolsa de lona. En el primer septiembre que estuvo ahí, le preguntaron si celebraría una misa por las almas de María y Juan. Dijo que sí, pero al día siguiente cambió de opinión; pensó que era mejor esperar una confirmación oficial de su fallecimiento. Los nombres de ambos entonces quedaron fuera de la misa y desde entonces no volvieron más.
La madre de María enfermó poco a poco. Primero fue la presión, luego los ojos que se cansaban de esperar. Un día, ya en 1996, dejó de coser. La máquina que hacía ruido en la vera quedó cubierta de polvo y humedad. Sobre la mesa, un ovillo de hilo rojo quedó igual por más de tres años. Los hermanos crecieron callados, cargando el peso de una ausencia que nadie podía nombrar.
Juan también fue desvaneciéndose de las conversaciones. Su padre, ya con los dedos torcidos y la espalda encorvada por el peso de las redes, siguió saliendo al mar por tres años más, hasta que una madrugada cayó de la lancha y se rompió el hombro izquierdo. Nunca volvió a pescar. Pasó a quedarse sentado a la sombra de la casa afilando cuchillos que ya no usaba, escupiendo al suelo entre un recuerdo y otro.
En 1999, la camioneta de don Ernesto fue vendida como chatarra. Una parte del pueblo decía que él nunca superó la culpa de haber sido el último en esperar a los dos. Otra parte decía que él sabía algo, que tal vez había visto a alguien esa mañana o escuchado algo, pero eso nunca quedó claro. Lo cierto es que don Ernesto empezó a hablar menos y a mirar más al suelo cuando se cruzaba con los vecinos.
Al mismo tiempo, el pueblo iba cambiando de forma. Algunas casas ganaron puertas de metal, otras se fueron con las tormentas. Un comerciante nuevo abrió una pequeña tienda con refrigerador y los niños comenzaron a tomar refrescos de colores en bolsitas de plástico. La colcha de recuerdo con pedazos de la ropa de María y Juan seguía ahí en el salón comunitario, pero ya no se le tocaba con tanto cuidado. Tenía manchas de moho en la esquina y la tela comenzaba a deshilacharse.
La historia de los dos, que antes se contaba con detalles, con horarios, ropa, flores y zapatos, ahora venía mezclada con rumores y distorsiones. Ya se hablaba de tres camiones, de una embarcación desaparecida, de un pescador borracho que habría escuchado gritos en el manglar esa mañana. La verdad se iba disolviendo como arena en el agua.
Fue en ese escenario que en julio de 2001, don Rogelio llegó al pueblo con una maleta. Nadie entendió bien al principio. Él era un hombre callado, pescador desde niño, vivía solo en un rancho de madera alejado, cerca de la curva donde el río se encuentra con el mar. Iba al pueblo solo para cambiar pescado por arroz o sal y regresaba de inmediato.
Esa mañana la marea estaba baja, el sol pegaba de lado y el calor ya hacía que el cuero del sombrero se pegara a la frente. Don Rogelio caminaba descalzo entre las piedras buscando un nuevo lugar para lanzar la red. Fue cuando vio la punta de cuero gastado entre dos rocas cubiertas de musgo. Era una maleta antigua, marrón, con los bordes rasgados y un fuerte olor a moho. Intentó jalarla con el pie, pero la maleta estaba pesada. La arrastró con esfuerzo hasta la orilla seca, donde las rocas daban paso al lodo duro. Al abrirla, el silencio pareció más grande que el sonido del río.
Dentro había un vestido claro, ya amarillento, con manchas de agua y rastros de tierra. A su lado, un traje oscuro doblado con cuidado, también húmedo, con ramas secas pegadas a la tela. Eran ropas humanas, guardadas como si aún fueran a ser usadas, pero sin cuerpo, sin zapatos, sin papel. Don Rogelio no dijo nada. Cerró la maleta despacio y la llevó al pueblo, equilibrándola sobre los hombros. Tardó casi una hora en llegar. Cuando cruzó la plaza, algunos niños corrieron a verlo. Los adultos se acercaron en silencio.
Don Ernesto, más delgado y con la mirada apagada, fue uno de los primeros en reconocer la ropa. “Es su vestido”, dijo sin necesidad de decir el nombre. La madre de María ya no vivía. Había muerto dos años antes, sin saber nunca. El padre de Juan tampoco salía ya de casa, pero los hermanos y vecinos aún recordaban. Llamaron a la policía. Esta vez llegaron con más prisa. Tomaron fotos, sellaron la maleta, la llevaron para análisis. No había documentos, no había huesos, solo tela, musgo y la humedad del tiempo.
Los peritos dijeron que la ropa había estado sumergida por años, pero que la marea baja y los cambios en la corriente pudieron haber liberado el objeto de donde estaba atrapado. Le preguntaron a don Rogelio si ya había visto la maleta antes. Él negó con la cabeza y respondió solo, “El río muestra cuando quiere.”
En los días siguientes, el pueblo volvió a hablar de ellos como si hubieran desaparecido ayer. Lavaron la colcha. La pared del salón recibió una vela nueva. Algunos lloraron sin saber por qué, otros revivieron historias que pensaban olvidadas. La ropa quedó en custodia en el pequeño puesto policial de la ciudad más cercana, dentro de una caja de vidrio, junto a una etiqueta que decía: “Evidencia recuperada, julio de 2001.” Fue todo lo que el río devolvió.
El vestido estaba sucio pero entero, con pequeños agujeros en el dobladillo, como si algo lo hubiera roído por dentro. La tela amarilla, antes sencilla y limpia, ahora estaba pesada de humedad, marcada por manchas negras de hongo y olores que recordaban el fondo de un pozo. El traje oscuro de Juan, doblado a un lado, estaba más rígido, como si el agua lo hubiera convertido en piedra de tela. No había sangre, ni quemaduras, ni rasgaduras evidentes, solo el peso de los años.
En el puesto policial, la maleta fue colocada sobre una mesa forrada con lona azul. Un perito de la capital de Veracruz vino a hacer el informe. Lo que dijo fue que los tejidos indicaban una sumersión prolongada, tal vez enterrados en lodo húmedo bajo rocas fluviales, y que no había ningún rastro humano, ni una uña, ni un cabello, ni un hueso visible. Aun así, en el pueblo nadie tuvo dudas. Era el vestido de María, era el traje de Juan. No era coincidencia, ni ilusión, ni truco de la memoria. Era un hecho vestido de misterio.
La gente comenzó a recordar cosas que habían olvidado. Detalles pequeños que antes parecían sin valor: la vez que María comentó con la vecina que tuvo una pesadilla con agua oscura, o cuando Juan contó que alguien lo seguía al volver de la playa. Historias que en su momento fueron tragadas por la prisa de la vida. Ahora regresaban con fuerza, como olas que no dejan de romper.
Algunos vecinos sugirieron volver a buscar en el callejón donde dejaron los zapatos doce años antes, no para encontrar algo nuevo, sino como una forma de cerrar el círculo. Cuando llegaron, solo encontraron hierba, pedazos de teja y las mismas paredes sucias. Uno de los hermanos de María tocó el suelo y dijo sin mirar a nadie: “Ella pasó por aquí.”
Otros fueron al lugar del hallazgo de la maleta. Don Rogelio los acompañó callado. Mostró las rocas, el punto exacto, el tronco donde apoyó el cuerpo para jalar. Un joven pescador intentó bucear ahí con una máscara prestada. Estuvo menos de un minuto bajo el agua y salió tosiendo. Dijo que el fondo era puro lodo, que la maleta debía estar atrapada ahí por años, tal vez amarrada o enganchada en alguna raíz.
La hipótesis de que los cuerpos habían sido llevados por la corriente volvió a circular, pero la dirección del río en ese punto iba contra el mar. Y si la maleta fue encontrada ahí es porque alguien la puso ahí. Con cuidado, con intención.
Don Ernesto, al saber de esto, se encerró en su casa por tres días. Cuando salió parecía más pequeño. Caminaba encorvado con la mirada aún más apagada. Lo llamaron de nuevo a declarar. Repitió todo lo que ya había dicho, que no vio a María, ni a Juan, ni a nadie más esa mañana de 1989. Pero al final añadió una frase que nunca había dicho antes: “pero alguien vio.” La frase cayó como piedra en un pozo profundo.
A partir de ese día, el pueblo volvió a respirar diferente. Algunos vecinos comenzaron a mirar con desconfianza a sus propios parientes. Un viejo pescador empezó a decir que en esa época vio un auto rojo que nunca más apareció. Un chico ya hombre recordó una conversación apagada entre dos adultos en la tienda días después de la boda que no ocurrió. Detalles dispersos, desconexos, pero todos rodeando la misma sensación: alguien sabía y nunca habló.
A finales de agosto de 2001, menos de un mes después del hallazgo, la noticia llegó a la radio local. Un programa matutino leyó una breve nota: “Una pareja desaparecida en 1989 en la costa de Veracruz podría estar relacionada con ropa hallada en una maleta entre las rocas de un río.” Era poco, pero suficiente para que reporteros de ciudades más grandes comenzaran a preguntar.
En septiembre de ese año, un periodista del Distrito Federal apareció en el pueblo. Quería saber todo. Grabó imágenes de la maleta, de la casa de adobe, del callejón, del río, pero el video nunca salió al aire. Dicen que la televisora pensó que el caso no tenía elementos fuertes suficientes. Otras versiones dicen que hubo presión para que la nota fuera olvidada. Sea como sea, el periodista se fue con el cuaderno lleno y el rostro tenso. El pueblo una vez más volvió al silencio. Pero esta vez era diferente, un silencio que miraba, que vigilaba, que cargaba el peso de la maleta y de la ropa mojada.
Y por primera vez la gente comenzó a preguntarse: “¿Y si no huyeron? ¿Y si alguien de aquí hizo que nunca llegaran a la iglesia? ¿Y si la ropa fue guardada no como recuerdo, sino como trofeo?”
Septiembre de 2001 terminó con un cielo pesado, nubes oscuras flotando sobre el mar como si supieran más de lo que debían. El calor aún asfixiaba, pero había una brisa constante que movía las puertas mal cerradas y esparcía hojas secas por las banquetas de tierra. En el pueblo las sonrisas habían desaparecido otra vez, y esta vez era diferente. La maleta no solo trajo recuerdos, trajo dudas, trajo rabia, era como si todos estuvieran esperando algo, a alguien que dijera, “Fui yo.” Pero nadie lo decía.
El salón comunitario se convirtió en punto de conversación velada. Carmen Ruiz, prima de la madre de María, organizó una vigilia con velas, rezos y telas blancas amarradas en árboles cercanos a la plaza. Ella decía: “Si no tenemos cuerpos, tenemos nombres.” Y los nombres merecen ser recordados.
En los días siguientes, un nuevo movimiento comenzó. Jóvenes que crecieron escuchando la historia empezaron a preguntar más. Una radio estudiantil de la ciudad vecina hizo una transmisión especial. El caso volvió a ser comentado fuera del pueblo.
En el pueblo, los vecinos más antiguos comenzaron a reunirse alrededor del salón comunitario por las tardes. Empezaron a contar historias antiguas, no solo sobre María y Juan, sino sobre todo lo que el pueblo había dejado de hablar.
En una de esas charlas, una mujer que había sido amiga de infancia de María reveló algo que no estaba en ningún archivo. En la semana previa a la desaparición, María contó que había recibido un recado extraño dejado en la puerta envuelto en un pañuelo azul. No tenía remitente, solo una frase: “No llegues, no será tu día.” La amiga dijo que María se asustó, pero no se lo contó a nadie más que a ella.
En la iglesia donde iba a hacer la boda, los bancos vacíos siguieron por doce años esperando a una pareja que nunca llegó. Pero en el altar, detrás de la imagen de madera de la Virgen, el nuevo padre encontró semanas después de la vigilia un prendedor de cabello antiguo, sencillo, de metal gastado. Era igual al que usaba María. Nadie supo decir cómo llegó ahí.
Los primeros días de enero de 2002 llegaron con cielo despejado y viento fuerte. Era un nuevo año, pero nadie lo llamaba un nuevo comienzo. Era solo la continuación de una espera demasiado larga.
El testimonio de doña Matilde, la anciana que vio a María y Juan subir a una camioneta roja sin gritar, se esparció aunque sin pruebas físicas. Lo que contó pesaba más que cualquier informe oficial.
Mientras tanto, Carmen intentaba organizar lo que llamó el último esfuerzo. Reunió todas las notas, recortes, testimonios, imágenes y objetos en tres cajas. Quería llevarlas a Xalapa, la capital, y presentarlas formalmente como solicitud de reapertura del caso, ahora con base en testimonios comunitarios y material recuperado.
Pero antes de eso, un periodista independiente publicó el expediente en una revista digital de alcance limitado. El texto comenzaba con la frase: “No fue una fuga, fue un silencio compartido.” La publicación circuló entre universidades y grupos de memoria histórica. Carmen e Irma presentaron el caso como ejemplo de memoria comunitaria no oficializada.
Entendieron que en ese lugar la justicia era otra cosa. No era esposas ni sentencia, era memoria. Por eso remodelaron el salón comunitario, pintaron las paredes, pusieron bancas nuevas y en el fondo construyeron un pequeño memorial de concreto con una frase grabada: “Ellos iban a casarse, nosotros los dejamos desaparecer. Pueblo pesquero, Veracruz.” Junto a él, una caja de vidrio con tres objetos: la cadena de Juan, una réplica del broche de María, una pequeña maleta de madera tallada por un artesano local.
La ausencia era el centro del memorial, como lo fue desde el principio, el centro de la historia. Ese mismo mes, don Ernesto se mudó. Nadie supo a dónde. Dejó la tienda cerrada y una carta escrita a mano pegada por dentro de la puerta: “No fui yo, pero vi y eso me hizo parte.” Nunca más fue visto.
En la escuela, Irma siguió enseñando. Creó con sus alumnos un proyecto llamado “Voz de los que no volvieron”, donde cada niño escribía una carta para alguien que había desaparecido. El primer nombre en la caja fue el de María.
En la iglesia, una joven pareja sin relación con la historia se casó en mayo. Tres señoras dejaron flores silvestres y una tarjeta escrita con pluma azul: “Este altar también era para ellos.”
En la orilla del río, donde todo comenzó y terminó, los pescadores ahora evitan el punto de las rocas. “La corriente ahí es traicionera”, dicen. Pero don Rogelio solía decir otra cosa: “El río recuerda.” Tal vez lo haga, porque incluso sin cuerpos, sin sentencia, sin placas o fechas exactas, el pueblo comenzó a cargar consigo la historia como si fuera un pariente que nunca regresó.
María López, 19 años. Juan Ramírez, 23. No huyeron. Desaparecieron en silencio, rodeados de gente que vio, que sospechó, que desvió la mirada. Fueron tragados no por un crimen cualquiera, sino por un tipo de muerte que solo ocurre cuando todos deciden fingir que no es con ellos.
Pero lo era. Fue con el vecino, con el dueño de la tienda, con la policía que no investigó, con los que escucharon la puerta rayada y se callaron, con los que vieron los zapatos y fingieron no ver. Porque en México, donde cada pueblo carga con una desaparición escondida, la historia de María y Juan no es única, es solo una entre tantas, pero fue contada y eso lo cambia todo.
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