Diez días entre perros callejeros en México: el secreto de la gratitud al descubierto

Había una vez, en un reino lejano, un rey poderoso y temido. Tenía una costumbre cruel que mantenía a toda la corte aterrada: poseía diez perros salvajes entrenados para despedazar a cualquiera que osara cometer un error. No los alimentaba con cariño, sino con carne cruda y disciplina feroz, para mantener vivo en ellos el instinto de la bestia. Cada vez que un sirviente o consejero fallaba, el castigo era inapelable: ser arrojado a los perros.

En la corte había un consejero anciano que había servido al rey durante más de diez años. Era hombre de sabiduría y lealtad, quien en muchas ocasiones había protegido al monarca en batallas, había pasado noches enteras planeando estrategias y había puesto su propia vida en riesgo por el bien del reino. Sin embargo, un día cometió un error en sus deberes. El rey, enfurecido, golpeó la mesa y exclamó:

—“¡Tu falta no tiene perdón! Que lo lancen a mis perros.”

Un silencio pesado cayó sobre la sala. El anciano, con voz serena pero firme, suplicó:

—“Majestad, le he servido durante diez años sin descanso. Le pido tan solo diez días antes de que me arroje a los perros. Después aceptaré mi destino sin reproches.”

El rey, intrigado por aquella petición, aceptó. La mayoría pensó que aquel anciano solo buscaba ganar un poco de tiempo para despedirse de la vida. Nadie podía imaginar lo que ocurriría.

En lugar de pasar esos días en la celda, el consejero pidió servir a los perros. El guardia, extrañado, accedió. Desde el primer día, el anciano se dedicó a alimentar, cuidar y limpiar a los animales. Les llevó carne fresca, limpió sus heridas, cepilló sus lomos, retiró las espinas que tenían en las patas y los bañó con agua tibia. Les hablaba con ternura, les llamaba por nombres que él mismo inventaba, y los trataba no como bestias, sino como compañeros.

Al principio, los perros gruñían y mostraban los dientes, acostumbrados solo a la violencia. Pero poco a poco, comenzaron a acercarse, a mover la cola, a aceptar la mano del anciano sobre su cabeza. Al final de los diez días, aquellos animales feroces se habían convertido en fieles amigos, esperando ansiosos su llegada.

En palacio, los cortesanos murmuraban con burla:

—“Ese viejo está loco. ¿De qué sirve cuidar a los perros si igual lo devorarán?”
—“Diez días no cambian un destino de muerte.”

Pero el anciano permaneció en silencio, paciente, confiado en su plan.

Pasados los diez días, el rey ordenó cumplir la sentencia. La multitud se reunió frente al foso de los perros, esperando un espectáculo sangriento. Los guardias abrieron la jaula y empujaron al consejero hacia dentro.

Los perros, al verlo, corrieron hacia él. La multitud contuvo la respiración… pero en lugar de atacar, los animales comenzaron a lamer sus manos y pies, a mover la cola con alegría, a tumbarse a su lado buscando caricias. Algunos se echaron de espaldas pidiendo que les rascara el vientre.

El asombro fue total. El rey se levantó de su trono improvisado, incapaz de creer lo que veía:

—“¿Qué ha pasado con mis perros? ¿Por qué no lo devoran?”

El anciano levantó la mirada y respondió con calma:

—“Majestad, conviví con estos animales solo diez días y no olvidaron mi servicio. A usted le he servido durante diez años, y en el primer error me condenó al olvido.”