“El CJNG irrumpe en la cena de abuelitos: Lo que pasó 48 horas después”

En una pequeña casa de Zapopan, al oeste de Guadalajara, vivían Don Ernesto y Doña Alicia, una pareja de jubilados que había construido su vida sobre la base de la tranquilidad, el trabajo duro y las rutinas sencillas. Él, con 71 años, había trabajado durante casi tres décadas en una ferretería, donde conocía cada tornillo, cada clavo y cada cliente que entraba por la puerta. Desde su jubilación en 2019, sus días transcurrían entre el cuidado de las plantas del patio, las caminatas matutinas por el parque cercano y los desayunos de café con pan en la misma taza de peltre que había usado por años.

Doña Alicia, de 69 años, era una mujer de manos hábiles y corazón devoto. Durante décadas, se había dedicado a la costura, arreglando desde vestidos de novia hasta pantalones de mezclilla. Su máquina Singer, ubicada en la sala de su casa, era testigo de largas jornadas de trabajo. Además, era una católica ferviente, asistiendo a misa cada domingo en la parroquia de San Juan Bosco y rezando el rosario cada noche. Ese rosario de madera oscura, heredado de su madre, era su amuleto, un objeto de fe que siempre llevaba consigo, ya fuera en el bolsillo del delantal o en su bolso de mandado.

La casa que compartían era modesta pero acogedora. Con paredes color crema, cortinas verdes y macetas de geranios en el patio, reflejaba el cuidado y amor que ambos habían puesto en ella durante años. A pesar de no ser ricos, su pensión alcanzaba para cubrir los gastos básicos, y sus hijos, Lucía y Marco, siempre estaban dispuestos a ayudar si hacía falta. Lucía, de 34 años, trabajaba en una clínica privada y vivía a solo 15 minutos en coche, mientras que Marco, de 31, manejaba un taller mecánico en Tlaquepaque y hablaba con ellos casi a diario para asegurarse de que no les faltara nada.

Era una familia común, sin grandes lujos ni problemas graves. Pero todo cambió una noche de martes, cuando la rutina que había definido sus vidas se rompió de manera violenta y definitiva.

Eran las 8:15 p.m. Don Ernesto y Doña Alicia estaban cenando en el comedor de su casa. Sobre la mesa había frijoles recién hechos, arroz rojo, tortillas calientes y una salsa verde preparada en el molcajete. El aroma a cilantro y cebolla llenaba el aire. Como siempre, Don Ernesto había puesto la mesa, servido agua en vasos de vidrio grueso y cortado limones. Doña Alicia tenía el rosario enrollado en la muñeca izquierda mientras comía en silencio, absorta en sus pensamientos.

Afuera, la calle estaba tranquila. Se escuchaba el motor lejano de un coche, el ladrido ocasional de un perro y el murmullo de una televisión en la casa vecina. Todo parecía normal, hasta que un fuerte golpe en la puerta trasera rompió la calma.

El sonido seco y el crujido de la madera al astillarse hicieron que Doña Alicia levantara la vista, perpleja. Don Ernesto dejó caer la tortilla que sostenía y, antes de que pudiera levantarse, tres hombres armados irrumpieron en el comedor.

El primero llevaba una navaja que colocó cerca del cuello de Don Ernesto, inmovilizándolo. El segundo apuntó una pistola directamente a su cabeza, mientras que el tercero sostenía una escopeta corta, lista para disparar. Ninguno de ellos llevaba pasamontañas ni guantes. Sus tatuajes y rostros descubiertos mostraban que no temían ser reconocidos.

Doña Alicia soltó un gemido ahogado, sus manos temblando sobre el rosario. Don Ernesto abrió la boca para hablar, pero la presión de la navaja lo silenció. En menos de dos minutos, los hombres los sacaron del comedor, arrastrándolos hacia el patio trasero, donde una pickup blanca sin placas esperaba con el motor encendido.

Subieron a Don Ernesto y Doña Alicia al asiento trasero, empujándolos con brusquedad. Uno de los hombres se sentó entre ellos, mientras los otros dos tomaban los asientos delanteros. La camioneta arrancó sin encender las luces, desapareciendo rápidamente entre el tráfico nocturno. Dentro de la casa, la mesa seguía servida, las tortillas todavía tibias, y en el suelo, junto a una silla volcada, el rosario de madera de Doña Alicia quedó enredado en una pata de la mesa, como un testigo mudo de lo que acababa de suceder.

La vecina de enfrente, Doña Carmela, había escuchado el portazo mientras veía su novela favorita. Al asomarse a la ventana, vio la camioneta blanca salir apresuradamente del callejón, pero no le dio mucha importancia. Sin embargo, media hora después, al notar la puerta entreabierta y la luz del comedor encendida, decidió cruzar la calle para investigar.

Cuando entró en la casa, la escena que encontró la dejó paralizada. La comida estaba intacta, una silla estaba volcada, y el agua de un vaso derramado se extendía sobre el mantel. Sin rastro de Don Ernesto ni Doña Alicia, corrió de regreso a su casa y llamó a Lucía.

Lucía llegó en menos de diez minutos, seguida poco después por Marco. Ambos recorrieron la casa buscando alguna pista, pero todo estaba en su lugar: las carteras, los celulares y las llaves del coche seguían en su sitio. Lucía llamó al 911, y la policía llegó cerca de las 10 p.m. Los agentes tomaron fotos de la escena y recogieron el rosario de madera como evidencia.

Horas después, el agente Durán, de la unidad especializada en secuestros, llegó a la casa. Con calma y seriedad, explicó a los hermanos que las primeras 72 horas eran cruciales para localizar a sus padres. Les pidió que mantuvieran sus celulares encendidos y que estuvieran atentos a cualquier comunicación de los secuestradores.

La llamada llegó al día siguiente, a las 6 de la mañana. Una voz distorsionada exigía 200,000 pesos por la liberación de Don Ernesto y Doña Alicia, comenzando con un primer pago de 50,000. Marco intentó negociar, pero la voz lo interrumpió: “Te mandaremos una foto”. Minutos después, recibieron una imagen borrosa de sus padres, sentados en sillas de plástico, con expresiones cansadas pero vivos.

Durán y su equipo comenzaron a rastrear las llamadas, triangulando señales de antenas de telefonía. Las entregas de dinero se realizaron en puntos aleatorios de la ciudad, desde basureros hasta paradas de autobús. A pesar de los esfuerzos, los secuestradores siempre lograban evadir a la policía.

El jueves por la noche, las señales llevaron a una colonia al norte de Zapopan. Una casa abandonada, reportada previamente por vecinos debido a movimientos nocturnos sospechosos, se convirtió en el principal objetivo. El operativo se planeó para la madrugada del domingo.

A las 4 de la mañana, los agentes rodearon la casa. Entraron en formación, linternas encendidas y armas listas. La construcción estaba vacía, pero las evidencias eran claras: las sillas de plástico con marcas de cinta adhesiva, un rosario roto en el suelo y restos de comida reciente indicaban que Don Ernesto y Doña Alicia habían estado allí.

Horas después, nuevas pistas llevaron a un rancho en las afueras de Zapopan. El miércoles por la noche, un operativo similar se llevó a cabo. Esta vez, los agentes encontraron a la pareja. Estaban sentados en el suelo, con las manos atadas y visiblemente deshidratados, pero vivos.

Durán se arrodilló junto a ellos, asegurándoles que estaban a salvo. Los paramédicos los trasladaron al hospital, donde fueron atendidos por deshidratación y estrés. Marco y Lucía llegaron poco después, abrazando a sus padres con lágrimas en los ojos.

A pesar del rescate, la vida de Don Ernesto y Doña Alicia nunca volvió a ser la misma. Las noches se llenaron de insomnio y pesadillas. La casa, antes un refugio de paz, se convirtió en un recordatorio constante de su trauma.

El caso judicial avanzó lentamente. Tres de los responsables fueron condenados a 20 años de prisión, pero el proceso fue largo y desgastante para la familia. Aunque la justicia se logró en los tribunales, las cicatrices emocionales quedaron grabadas profundamente en los corazones de Don Ernesto y Doña Alicia.

Con el tiempo, los hijos visitaron menos. La casa se llenó de silencios y rutinas vacías. Alicia dejó de usar su máquina de coser, y Don Ernesto abandonó sus caminatas matutinas. Aunque intentaron seguir adelante, el peso de aquella noche nunca los abandonó.

Tres años después, la vida continuaba, pero de manera distinta. Don Ernesto y Doña Alicia seguían juntos, aferrándose a su hogar y a los recuerdos de una vida que ya no era la misma. Las heridas visibles habían sanado, pero las invisibles seguían presentes, recordándoles cada día que, aunque sobrevivieron, algo en ellos se había roto para siempre.