El misterio sin resolver: La familia que desapareció en Navidad y el hallazgo en Tampico
Desaparecidos en Navidad: El misterio de los Romero
Era la mañana del 25 de diciembre de 1997 en Tampico. El aire frío envolvía las calles casi vacías, mientras la mayoría de las familias seguían celebrando dentro de sus casas. Las luces navideñas titilaban en las ventanas y la música lejana de algún vecino madrugador flotaba en el ambiente. Yo estaba afuera, acomodando unas cajas en mi camioneta, cuando vi el coche de la familia Romero estacionado frente a su casa, como siempre. Un sedán color vino, impecable, con una pequeña figura de Santa Claus colgando del espejo retrovisor.
Los Romero eran mis vecinos desde hacía más de diez años. Una familia tranquila: Antonio, el padre, contador; Laura, la madre, maestra de primaria; y Sofía, la hija de once años, siempre sonriente y amable. Aquella mañana, no los vi salir ni escuché ningún ruido. Supuse que seguían descansando tras la cena de Navidad. Pero al caer la noche, la casa permanecía igual, cortinas cerradas, sin movimiento, ni siquiera el perro ladraba. Me llamó la atención que la lámpara del porche, que solían dejar encendida, estaba apagada.
El 26 de diciembre todo seguía igual. El coche permanecía allí y el silencio era inquietante. Dudé en tocar la puerta, temiendo parecer entrometido, así que les envié un mensaje, pero nunca recibí respuesta. El 27, la preocupación me venció. Me acerqué a la reja, llamé varias veces, pero nada. La puerta estaba cerrada con seguro y las cortinas gruesas impedían ver el interior. Hablé con don Manuel, otro vecino, quien tampoco los había visto desde Nochebuena. Acordamos que si al día siguiente no aparecían, llamaríamos a la policía.
El 28, todo seguía igual. Llamamos a la policía municipal. Dos oficiales llegaron, golpearon la puerta, intentaron comunicarse por teléfono, pero nadie contestó. Finalmente, forzaron la cerradura. Entramos detrás de ellos y lo primero que nos golpeó fue un olor extraño, mezcla de humedad y algo más indefinible. La sala estaba ordenada, el árbol de Navidad encendido, los regalos aún envueltos debajo. En la mesa, platos con restos de comida, como si alguien se hubiera levantado en medio de la cena.
Revisamos la cocina, los cuartos, todo en su lugar. No había señales de violencia ni robo, pero tampoco rastro de la familia. En la habitación de Sofía, la cama estaba tendida, el cuaderno de dibujo abierto con un retrato a medio terminar y un vaso con jugo seco. La recámara principal también intacta, ropa colgada en el armario, una maleta pequeña en la esquina vacía. Lo único fuera de lo común era una ventana trasera entreabierta que daba al patio. Las huellas en el piso estaban mezcladas, difíciles de distinguir. Los policías cerraron la casa y prometieron investigar, aunque en su voz se notaba la incertidumbre.
Esa noche no pude dormir. Repasé cada detalle. Recordé que el 24 por la tarde vi a Antonio en la tienda, serio, sin sus bromas habituales. También recordé un carro blanco estacionado a media cuadra, con dos hombres dentro que no bajaron en ningún momento. No le di importancia entonces, pero ahora lo veía distinto.
Los días pasaron y la noticia corrió por el barrio. Los periódicos locales publicaron una nota breve: “Familia desaparece en misteriosas circunstancias en Tampico.” La casa quedó cerrada, el coche desapareció un día sin que nadie supiera quién lo movió. La investigación oficial se enfrió y, con el tiempo, casi nadie hablaba del tema. Solo algunos vecinos seguíamos preguntándonos qué había pasado.
Pasaron diez años, diez Navidades sin que esa casa volviera a encender sus luces. El pasto creció sin control, la pintura se descascaró. Era como si el tiempo se hubiera detenido.
En diciembre de 2007, algo cambió. Yo seguía viviendo en la misma casa. Una tarde, mientras barría la banqueta, vi al hijo de don Manuel acercarse con una linterna y una cámara. Me dijo que había escuchado ruidos extraños por las noches y quería entrar a la casa de los Romero. A pesar de mis advertencias, saltó la reja y forzó la puerta trasera. Lo seguí.
El interior estaba cubierto de polvo. El árbol de Navidad aún en la sala, seco y quebradizo. Caminamos hasta el pasillo de las habitaciones. Todo igual, incluso el cuaderno de Sofía seguía abierto en la misma página. El joven señaló algo en el piso junto a la cama: una caja de madera pequeña cubierta de polvo. La abrimos. Dentro había fotografías, recortes de periódico y una carta.
La primera foto era de la familia Romero, pero no en Navidad, sino en un lugar desconocido, vestidos con ropa de otra época y sin sonreír. La carta, escrita con letra apretada y temblorosa, decía que si alguien la encontraba debía saber que la familia nunca se había ido por voluntad propia. Hablaba de visitas nocturnas, hombres observando la casa, llamadas telefónicas sin voz. Mencionaba a Hernán del Valle, quien había amenazado a Antonio semanas antes, por algo ocurrido en 1983.
En el armario de la recámara principal hallamos una bolsa con llaves y un llavero de un hotel de Ciudad Madero. En la cocina, un cajón atascado guardaba recortes de periódicos viejos, la mayoría de 1983, sobre un incendio en una bodega del puerto donde murieron tres personas, entre ellas Ernesto Romero. Antonio nunca mencionó tener un hermano.
El joven comenzó a grabar video. De repente, escuchamos un golpe arriba. La casa no tenía segundo piso. Fuimos al patio y vimos una pequeña puerta que daba al sótano, cerrada con candado oxidado. El joven lo rompió. Bajamos con la linterna. El sótano era pequeño, con paredes húmedas. En el centro, tres sillas viejas y en la pared, fotos en blanco y negro de personas contra la misma pared de ladrillo. Algunas caras tachadas con marcador negro. Antonio, Laura y Sofía estaban en una de ellas, con expresión asustada. Guardamos las fotos y subimos, saliendo con la sensación de ser observados.
Afuera, un coche blanco estaba estacionado a media cuadra. Dos hombres dentro. El joven me pidió guardar silencio sobre lo hallado. Esa noche busqué el nombre Hernán del Valle en internet. Encontré referencias a un empresario ligado a operaciones ilegales en el puerto en los 80s, desaparecido en 1984.
Al día siguiente, el joven fue al hotel del llavero. Una empleada mayor recordó a los Romero, que estuvieron ahí una noche en diciembre del 97, salieron a las 3 de la mañana acompañados por dos hombres y nunca volvieron. Uno de los hombres llevaba un anillo con un símbolo extraño, un círculo con una cruz dentro, el logo de una empresa de seguridad del puerto en los 80s.
Decidimos volver a la casa de noche. Entramos al sótano con guantes y linternas. Notamos una parte de la pared reparada. Golpeamos y sonó hueco. Quitamos los ladrillos y hallamos una caja metálica con documentos, fotos y una grabadora vieja. Los documentos eran facturas y listas de nombres, algunas firmadas por H del Valle. La grabadora tenía una cinta: Antonio decía que temía por su familia, una voz grave respondía que era demasiado tarde, luego se oían ruidos y la cinta se cortaba.
Propusimos llevar todo a un periodista local. Al salir, el coche blanco ya no estaba, pero había una nota en el parabrisas de mi camioneta: “Deje esto o será el próximo.” Guardé la nota sin que el joven la viera.
La sensación de ser vigilado se intensificó. El joven fue al hotel y consiguió información sobre la noche de la desaparición. Decidimos regresar al sótano. Encontramos una pared falsa con una caja metálica llena de documentos y una grabadora. La cinta revelaba amenazas y miedo. Llevamos todo a un periodista local, quien advirtió que investigar a Hernán del Valle era peligroso.
Pronto recibí una foto de mí saliendo del departamento del joven. El periodista me llamó: el joven nunca llegó a verlo y desapareció. Volví a la casa abandonada, encontré marcas nuevas en las paredes y el sótano vacío. Afuera, un hombre con lentes oscuros me observaba desde un coche negro.
Intenté seguir investigando. Fui al hotel de Ciudad Madero y la empleada mayor me contó que la familia Romero fue escoltada por dos hombres, uno de ellos volvió días después y pagó a empleados para que guardaran silencio. Un coche blanco me siguió hasta casa. Recibí mensajes amenazantes y descubrí que el periodista también había desaparecido. Su departamento estaba sellado por la policía.
Un contacto del periodista, un fotógrafo retirado, reconoció nombres en las fotos y documentos como personas desaparecidas sin registro oficial. Me advirtió que la lista era peligrosa. Me dio diapositivas viejas que mostraban el puerto, bodegas y la silla metálica que encontré en la bodega. Una foto mostraba un camión de Transportes del Norte frente a la casa de los Romero.
A partir de ahí, mi vida se volvió una huida constante. Cambié de ciudad, de hotel, de identidad. Cada vez que pensaba estar seguro, aparecía una nueva advertencia, una foto, una nota bajo la puerta: “No vuelvas a preguntar.” Un día, una mujer me abordó en un café y me entregó una dirección. En una bodega abandonada hallé una silla metálica atada al piso, restos de papeles quemados y señales de que alguien me vigilaba.
Digitalicé todo y envié copias a contactos fuera del estado. Cuando intenté descansar, recibí un mensaje: “Buen trabajo. Mantente lejos de Tamaulipas.” Decidí desaparecer, pero sabía que si alguien tocaba a mi puerta con otra historia, volvería a abrirla.
En cada ciudad, cada hotel, cada mercado, sentía la sombra de quienes no querían que la verdad saliera a la luz. Un día, un hombre mayor me entregó una memoria USB con la última pieza del rompecabezas: grabaciones y documentos que confirmaban la red de corrupción, desapariciones y tráfico de personas que había atrapado a los Romero.
Finalmente, logré entregar toda la evidencia a un grupo que recopilaba pruebas de casos enterrados por las autoridades. Me ofrecieron protección, pero sabía que nunca estaría realmente seguro. Una noche, en un cuarto seguro, escuché pasos en el pasillo. El mensaje en mi teléfono decía: “Te encontraron.” Apagué el teléfono y huí en bicicleta hacia las afueras de la ciudad.
Mi vida se convirtió en una sucesión de huidas, escondites y cambios de identidad. Cada vez que pensaba estar a salvo, una nueva advertencia llegaba. Cambié de ciudad, de hotel, de ropa, intentando perder a quienes me seguían. En la costa, un pescador me llevó a una playa aislada. En la televisión vi la noticia del hallazgo de tres esqueletos en una bodega abandonada, identificados como personas desaparecidas vinculadas a corrupción. Entendí que ese sería mi destino si me atrapaban.
Seguí huyendo, pero sabía que en algún momento tendría que enfrentar a quienes me buscaban. No sabía si viviría para contarlo. Si esta historia te dejó pensando, compártela con alguien que deba escucharla. Suscríbete y acompáñanos en el próximo capítulo. Aquí cada relato deja una huella y tú ya eres parte de ella.
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