El Secreto Prohibido de la Mansión Halden: La Noche en que Victor Renegó a su Hijo

«Él no es mi hijo», declaró Victor Halden, su voz fría e implacable, resonando por el vestíbulo de mármol de la mansión. «Empaca tus cosas y vete».

Isabelle apretó al bebé contra su pecho, sus brazos temblando. «Victor… por favor, escucha—»

«¡He dicho que te vayas!», ladró él, cortándola con un seco movimiento de la mano.

Las arañas sobre sus cabezas brillaban, pero no había calidez en la luz dorada. Solo un resplandor duro sobre el rostro pálido de ella y las mejillas suaves del bebé. El retrato de sus antepasados se alzaba tras él—imperturbables, sin emoción, igual que él en ese momento.

«Pero él tiene tus ojos», susurró Isabelle. «Lo viste cuando nació. Lo cargaste en tus brazos—»

«Ese niño», interrumpió Victor, con voz de acero, «no es mío. Mandé hacer una prueba de ADN en cuanto saliste del hospital. Los resultados llegaron ayer».

Sus labios se entreabrieron. «¿Tú… hiciste eso sin decirme nada?»

Victor se dio la vuelta, ajustando el puño de su camisa a medida. «Tenía todo el derecho. No voy a permitir que un escándalo destruya mi nombre, mi reputación ni mi fortuna. Mentiste, Isabelle. Y ahora te llevarás tus mentiras y te irás».

Las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras se quedaba congelada. El bebé se movió un poco, pero no lloró. Isabelle miró al niño—tan pequeño, tan inocente—y luego al hombre que alguna vez creyó conocer.

«No. Estás equivocado», dijo ella, la voz temblorosa pero firme. «Estás cometiendo un error que nunca podrás deshacer».

Victor ni siquiera se inmutó. «Eso no me importa. Joseph se encargará de tu transporte. Tendrás lo suficiente para vivir… por ahora».

«¿Y cuando él crezca?», preguntó ella, su tono agudo, desesperado. «¿Cuando quiera saber por qué su padre lo rechazó?»

La mandíbula de Victor se tensó, pero no respondió.

Sin decir una palabra más, Isabelle se dio la vuelta y salió. El aire frío la golpeó como una bofetada cuando las pesadas puertas se cerraron tras ella.

No miró atrás.

Durante cinco largos años, Isabelle crió sola a su hijo, Elijah, en un pequeño pueblo costero, lejos del mármol y las arañas de cristal. Construyó una vida tranquila—modesta, pero llena de amor. Elijah creció fuerte, inteligente y bondadoso. A veces preguntaba por su padre, pero Isabelle siempre respondía con dulzura.

«Él no te conocía, cariño. Si lo hubiera hecho, se habría quedado».

Era más fácil que decirle la verdad.

Nunca le contó a Elijah que Victor Halden, el hombre más rico del estado, lo había desheredado al nacer. Jamás habló de pasillos de mármol ni de pruebas de sangre. Nunca mencionó que alguna vez llevó diamantes y ahora tenía callos de tanto trabajar en un café junto al mar.

Pero guardaba algo en secreto: un sobre sellado, escondido en una caja bajo su cama.

Dentro estaba la prueba de ADN que Victor usó para echarla.

Y otra prueba—una segunda—realizada semanas después en un laboratorio independiente.

El resultado: 99.9% de coincidencia – Relación paterna confirmada: Victor Halden

Victor había mentido.

O peor aún, alguien le había mentido a él.

Nunca entendió por qué. Tal vez él quería deshacerse de ella. Tal vez alguien cercano temía su presencia, o la herencia del bebé. Quizá fue orgullo, control… o crueldad.

Pero una cosa era cierta: Elijah era hijo de Victor.

Y Isabelle tenía la prueba.

En el sexto cumpleaños de Elijah, una camioneta negra se detuvo frente al café.

Un hombre de traje impecable bajó y se acercó a ella mientras limpiaba las mesas.

«¿Señorita Belle?», preguntó.

Ella se volvió. Nadie la llamaba así desde hacía años.

«¿Sí?»

«Me temo que el señor Victor Halden ha fallecido».

Se quedó helada. «¿Qué?»

«Dejó algo para usted y su hijo. Instrucciones que debían ser entregadas en persona».

Le extendió una carta sellada, con un sello en relieve.

La tomó con manos temblorosas. De pronto, las paredes del café parecían demasiado pequeñas.

La abrió ahí mismo—dentro, con la inconfundible letra de Victor, estaban las palabras:

«Si estás leyendo esto, es porque al fin supe la verdad. Me equivoqué, Isabelle. Creí una mentira porque me convenía a mi orgullo. Elijah es mío. No tengo derecho a pedir perdón, pero he hecho arreglos para él. Todo lo que es mío—ahora le pertenece. Es mi heredero. Y si alguna vez quiere saber de su padre… dile que lo amé, aunque nunca lo demostré».

Las lágrimas nublaron la página.

El hombre de traje carraspeó. «Hay una cosa más. El señor Halden pidió que trajera a Elijah a la mansión—hoy mismo».

Isabelle alzó la vista. «¿Por qué?»

«Hay alguien esperándolo allí».

La mansión lucía exactamente como Isabelle la recordaba—columnas imponentes, un camino de piedra, y esos mismos fríos muros de mármol que alguna vez resonaron con la ira de Victor Halden. Pero ahora, reinaba el silencio.

Tomó la mano de Elijah mientras cruzaban las enormes puertas de roble. Los ojos grandes del niño recorrían los cuadros dorados, las cortinas de terciopelo, el tamaño descomunal de todo.

«Mamá… ¿dónde estamos?», susurró.

Isabelle se agachó a su lado, apartando un rizo de su frente. «Esta fue la casa de tu papá».

Elijah parpadeó. «¿Él está aquí?»

Ella vaciló. «No, cariño. Ya no está».

Antes de que pudiera preguntar más, se oyeron pasos acercándose. Una mujer alta apareció entre las sombras del vestíbulo—sus tacones resonando con precisión, su expresión indescifrable.

«Debes ser Isabelle», dijo la mujer, extendiendo la mano. «Y este es Elijah».

Isabelle se puso de pie, aceptando el apretón con cautela. «Sí. ¿Y usted es…?»

«Cassandra Halden. Hermana de Victor».

A Isabelle se le cortó la respiración. Había oído hablar de ella, por supuesto. La fuerza discreta y controladora detrás del imperio empresarial de Victor—la que nunca se presentó en la boda, la que jamás llamó tras el nacimiento del bebé.

«No sabía que Victor le había contado», dijo Isabelle con cuidado.

«Oh, no lo hizo», replicó Cassandra con frialdad. «Me enteré de todo después de que murió. Incluyendo el hecho de que tú y Elijah fueron echados injustamente por resultados de pruebas falsificadas».

Las palabras quedaron flotando en el aire.

«No sé quién fue», dijo Isabelle despacio, buscando alguna señal en el rostro de Cassandra. «Pero alguien quería que nos fuéramos».

Cassandra esbozó una sonrisa sin alegría. «Te aseguro, señorita Belle… estoy muy interesada en descubrir quién fue. Porque quien manipuló esos resultados robó no solo tiempo, sino también legado».

Elijah se movió inquieto a su lado. Isabelle le puso una mano tranquilizadora en el hombro.

«No estoy aquí por una herencia», dijo en voz baja. «La disculpa de Victor llegó demasiado tarde. Elijah merece crecer libre de todo esto».

Cassandra arqueó una ceja. «Y sin embargo… Victor nombró a Elijah su único heredero. Ahora todo le pertenece—a él cada propiedad, cada acción, cada centavo. Lo quieras o no, has vuelto a este mundo».

El corazón de Isabelle retumbó. Miró a Elijah, que ahora pasaba la suela del zapato por las vetas del mármol.

«Nos quedaremos solo lo necesario», dijo. «Para cumplir el último deseo de Victor. Después, nos iremos».

Cassandra asintió. «De acuerdo. Pero hay algo que debes ver antes de decidir».

Las guió por los pasillos, entre retratos al óleo y estatuas silenciosas, hasta llegar a un despacho cerrado. Con una llave, Cassandra abrió la puerta.

Dentro, el ambiente era tenue y polvoriento—el dominio privado de Victor. Cassandra se acercó al gran escritorio y abrió un cajón. De ahí sacó un diario de cuero.

«Empezó a escribir esto dos semanas antes de morir», dijo, entregándoselo a Isabelle. «No lo he leído. Pero creo que era para ti».

Sola en la habitación, esa noche, Isabelle abrió la primera página.