Enfermera cuida a millonario en coma… y su despertar cambia todo para siempre

Se sorprendió hablando con él, contándole historias sobre su día, sobre el mundo fuera de su ventana.
—Deberías ver la comida de la cafetería, Grant. Es trágica.

Ni siquiera un multimillonario como tú podría sobrevivir a eso. Silencio. Ni siquiera sé por qué te estoy hablando.

Tal vez solo me gusta escuchar mi propia voz. Silencio. Silencio.

O quizás sí estás escuchando. El monitor cardíaco sonaba constantemente, como si le respondiera. Y tal vez, solo tal vez, lo hacía.

Anna tarareó suavemente mientras sumergía un paño limpio en el agua tibia. El silencio estéril de la suite privada de Grant en el hospital era algo a lo que ella ya se había acostumbrado en las últimas semanas. El constante pitido del monitor cardíaco, el suave zumbido del suero.

Todo eso ya era parte del fondo. Se inclinó sobre la cama, limpiando cuidadosamente el rostro de Grant, sus dedos gentiles pero precisos.
—¿Sabes? —dijo, con voz ligera—.
Leí en algún lado que las personas en coma todavía pueden escuchar cosas. Así que, técnicamente, eres el peor oyente que he conocido.
Por supuesto, no hubo respuesta.

Suspiró, negando con la cabeza.
—Está bien. Ya me acostumbré a hablar sola.

Se movió para limpiar la línea de la mandíbula de Grant cuando, de repente, un leve movimiento la dejó sin aliento. ¿Lo había imaginado? Se quedó congelada, mirando su mano. Nada.

Los dedos permanecían inmóviles sobre las sábanas blancas y perfectas. Anna soltó una pequeña risa, negando con la cabeza.
—Genial, ahora estoy alucinando.

Tal vez yo soy la que necesita una cama de hospital. Pero la inquietud persistía, y en los días siguientes, volvió a ocurrir. La segunda vez fue mientras le acomodaba la almohada.

No estaba mirando cuando lo sintió. La presión más leve sobre su muñeca. Bajó la cabeza de golpe.

La mano de Grant se había movido. Solo una fracción de centímetro, pero suficiente para que el estómago de Anna diera un vuelco.
—Grant —susurró, sin darse cuenta de que había dicho su nombre.

Silencio. El mismo pitido rítmico del monitor. Puso su mano sobre la de él, sintiendo su calor, su quietud, su potencial movimiento.

Nada. ¿Lo estaba imaginando? ¿O algo estaba cambiando? Anna no pudo sacudirse esa sensación, así que se lo reportó al Dr. Harris.
—¿Se movió? —el doctor levantó una ceja escéptica.

—Creo que sí —admitió Anna—. Al principio pensé que lo imaginé, pero sigue pasando. Sus dedos se estremecen.

Su mano se mueve ligeramente. Es pequeño, pero existe. El Dr. Harris se recostó en su silla, pensativo.

—Vamos a hacerle pruebas —dijo al fin—. Pero no te hagas demasiadas ilusiones, Anna. Puede que solo sean espasmos musculares reflejos.

Anna asintió, pero en el fondo, no lo creía. Sentía que algo estaba pasando. Y cuando llegaron los resultados, no se sorprendió.

—Hay mayor actividad cerebral —le informó el Dr. Harris—. Sus respuestas neurológicas son más fuertes que antes. El corazón de Anna dio un salto.

—¿Entonces está despertando? El Dr. Harris dudó.

—No necesariamente. Puede significar cualquier cosa. Pero es una buena señal.

No era la respuesta que quería, pero era suficiente.
—Vaya.

Esa noche, mientras estaba sentada junto a su cama, Anna se encontró hablando con Grant más que nunca.

—No sé si puedes escucharme, pero algo me dice que sí —murmuró. Miró su rostro, sus facciones fuertes, aún inmóviles. Pero por primera vez, sintió que no estaba sola en la habitación.

Así que habló. Le contó sobre su día, sobre los pacientes que la frustraban, sobre el doctor grosero del tercer piso que siempre le robaba el café. Le contó sobre su infancia, sobre el pequeño pueblo donde creció, sobre cómo siempre soñó con ser enfermera.

Y mientras hablaba, no se dio cuenta de que, en lo profundo del silencio de su coma, Grant estaba escuchando.

La luz de la mañana se filtraba por las grandes ventanas de la habitación del hospital, bañando con un brillo cálido la figura inmóvil de Grant Carter. El pitido del monitor cardíaco llenaba el silencio, constante y rítmico, como había sido durante el último año.

Anna estaba de pie junto a la cama, arremangándose. Era solo otro día. Otro baño de rutina.

Otra ronda de hablar con alguien que quizá nunca le respondería. Sumergió un paño tibio en el recipiente, lo exprimió y empezó a limpiar suavemente el pecho de Grant, sus movimientos precisos y cuidadosos.
—¿Sabes, Grant? —murmuró, sonriendo levemente—.
Estaba pensando en conseguir un perro.

Necesito a alguien que me escuche y que no solo se quede ahí ignorándome todo el día. Silencio. Suspiró.

—Bueno, qué grosero, solo estaba haciendo conversación.

Tomó su brazo, pasando el paño por su piel, sus dedos rozando la muñeca de él. Y entonces, sus dedos se apretaron alrededor de la muñeca de Anna.

Anna se quedó congelada. Un respiro agudo se atascó en su garganta mientras miraba la mano de Grant. La presión no era fuerte, era débil, vacilante, pero estaba ahí.

—Dios mío.

Su corazón latía con fuerza, el pulso resonando en sus oídos. Quería creer que era solo otro reflejo.

Solo otro espasmo sin sentido. Pero no lo era. Porque entonces, los ojos de Grant se abrieron de golpe.

Por un momento, Anna no pudo moverse, ni respirar, ni pensar. Había pasado meses mirando esos párpados cerrados, esperando cualquier señal de movimiento, cualquier destello de vida. Y ahora, ahora, esos ojos azul océano la miraban directamente.

Estaban confundidos, desenfocados, vulnerables, pero vivos. Los labios secos de Grant se separaron. Su voz era ronca, apenas un susurro, pero era real.

—Compañía. ¿La’ai?

El cuerpo de Anna se tensó por completo. Sus rodillas casi cedieron, su respiración atrapada entre la incredulidad y el puro pánico.

Él habló. Despertó. Lo imposible acaba de suceder.