Grupo de turistas desaparece misteriosamente en la selva de México en 1992 — Años después, pescadores hacen un descubrimiento aterrador
Julio de 2012. El viento seco de la sierra Tarahumara hacía crujir las tablas del mirador turístico mientras el sol quemaba las laderas rojizas del cañón. En la foto, parecen tranquilos. José Manuel sostiene el bolsillo del pantalón con una mano; Mariana apoya el brazo en la baranda de madera y sonríe con el rostro ligeramente inclinado, como si el peso de aquel paisaje inmenso se posara detrás de ella. Era el tipo de viaje que siempre hacían: salían de Hermosillo con la camioneta cargada, se dirigían al interior con un mapa doblado en la guantera, agua congelada en la hielera y los celulares apagados por horas.
José Manuel, ingeniero agrónomo, conocía bien las carreteras. Mariana, maestra de primaria, organizaba los itinerarios, las reservaciones y los horarios del tren. Llevaban siete años juntos y los viajes de verano eran ya parte de la rutina de la pareja: silenciosos, bien planeados, con caminatas, café colado y noches en cabañas sencillas. Ese año decidieron ir más lejos, conocer de cerca las Barrancas del Cobre, un conjunto de cañones más profundos que el Gran Cañón, esparcidos por las montañas del suroeste de Chihuahua. Planeaban cinco días por la sierra Tarahumara, entre caminatas, hospedajes rústicos y el tan mencionado paseo en el tren Chepe.
Partieron a principios de julio. La idea era llegar hasta Divisadero, pasar una noche allí, luego bajar hasta la región de Urique y Batopilas, zonas turísticas pero rodeadas de caminos de terracería y silencio. Enviaron un mensaje a sus padres el día 13, diciendo que estaban bien. La previsión era regresar el día 18. Esa fue la última vez que alguien tuvo certeza de que José Manuel y Mariana aún estaban vivos.
El día 19 de julio amaneció con el calor típico de Hermosillo, pero con una extrañeza difícil de nombrar. La madre de Mariana intentó llamar justo después del desayuno sin éxito. El teléfono sonó dos veces y se cortó. Lo intentó de nuevo por la tarde. Nada. Pensó que su hija podría haber extendido el viaje, algo que ya habían hecho antes. Pero al final del día, cuando tampoco logró contactar a José Manuel, llamó a su consuegra. Fue cuando la incomodidad se convirtió en preocupación.
Al día siguiente, uno de los hermanos de Mariana fue a la terminal de autobuses y confirmó que la pareja no había desembarcado. El auto tampoco estaba en el garaje de la casa donde vivían. Buscaron en hospitales, consultaron con conocidos. El día 21 registraron la denuncia formal de desaparición. La Fiscalía de Sonora notificó a las autoridades de Chihuahua. Se compartió un boletín con hoteles y estaciones del tren Chepe. Usaron una foto reciente de la pareja tomada pocos días antes con la leyenda “pareja desaparecida”. Viajaban en una Nissan X-Trail gris.
Fueron dos semanas de búsquedas intermitentes entre Krill, Batopilas y Urique. Equipos de rescate de protección civil, policías estatales y algunos voluntarios locales recorrieron senderos turísticos. Preguntaron en hospedajes, mostraron fotos a guías y comerciantes, pero nadie recordaba haberlos visto. Ninguna cámara de hotel registró su presencia. No había movimientos en las tarjetas de crédito, ninguna llamada, ningún retiro en banco. Un único video de una tienda en San Rafael mostró al fondo un vehículo similar pasando por la carretera el día 15 de julio, pero la imagen era borrosa, lejana, no se podía confirmar. Fuera de eso, la carretera era polvo y silencio.
La primera pista concreta surgió de manera casi anónima. En agosto, la Fiscalía de Chihuahua recibió una llamada desde un teléfono público en Huachochi. Un hombre que no se identificó dijo haber oído hablar de un retén falso montado por hombres armados cerca del cañón de Batopilas. Dijo que unos turistas habrían sido detenidos y llevados hacia el interior de la sierra. No supo dar nombres, fechas ni detalles. La información no pudo confirmarse. Aun así, levantó una hipótesis que cambiaría el tono de la investigación: la posible intervención del crimen organizado.
La región sur de la Sierra Tarahumara es conocida por su geografía inaccesible, por antiguas rutas de plantíos ilegales y por comunidades aisladas donde el Estado rara vez entra. No es raro que los vehículos sean interceptados por grupos armados, especialmente en senderos remotos o fuera de las rutas turísticas. Con la escasez de pruebas, el caso comenzó a enfriarse. La familia de Mariana, sin embargo, se negó a aceptar el olvido. En los meses siguientes, imprimieron carteles y los pegaron en terminales de autobuses, estaciones del Chepe, gasolineras. Crearon páginas en redes sociales con fotos del viaje, solicitaron entrevistas en radios locales y hasta participaron en un programa regional de Televisa.
José Manuel era descrito como un hombre tranquilo, analítico, callado. Mariana como alguien organizada, dulce y persistente. Nadie podía imaginar a la pareja involucrada en algún tipo de riesgo voluntario. Aun con la falta de respuestas, siguieron intentando.
La última esperanza concreta surgió once años después. En marzo de 2023, un grupo de senderistas de Huachochi decidió explorar una ruta abandonada conocida como la boca de un camino de descenso antiguo, sin señalización, que lleva a un cañón seco entre rocas y ramas retorcidas. Según ellos, el lugar era tan aislado que no se veía sendero marcado ni señales de paso humano en años. Uno de los hombres, acostumbrado a hacer rutas de escalada, fue el primero en avistar los restos de un auto. Era una SUV, placas calcinadas hasta el chasis. Las puertas estaban abiertas y la cajuela expuesta. En el interior, restos carbonizados de asientos y metal derretido. Al fondo, visible entre las cenizas, un cráneo humano y varios huesos largos. Ninguna ropa, ningún documento, solo el silencio del cañón y el olor a óxido.
No sabían qué habían encontrado, pero tomaron fotos, marcaron la coordenada en el GPS y regresaron para reportarlo a la delegación de Huachochi. Cuatro días después, peritos de la Fiscalía Estatal llegaron con agentes forenses y especialistas en incendios vehiculares. El análisis del número parcial del chasis revelado en el motor fue el primer impacto. El registro correspondía a la Nissan X-Trail de José Manuel Castañeda, desaparecido en 2012. Los huesos fueron recolectados y enviados al Servicio Médico Forense de Chihuahua. Luego fueron trasladados al Instituto Nacional de Ciencias Forenses en la Ciudad de México para análisis de ADN. El resultado salió cuatro meses después: compatibilidad genética con Mariana Espinosa.
No había un segundo cuerpo, no había documentos, no había carretera visible que llevara al lugar. La SUV fue llevada allí, eso era seguro, y quemada en completo aislamiento. Pero, ¿por quién? ¿Cuándo y por qué?
El resultado del examen de ADN llegó en julio de 2023, once años después de la última foto tomada por Mariana. Era oficial. Los huesos encontrados en el fondo de la cajuela pertenecían a ella. La noticia, que parecía cerrar una espera, tuvo el efecto opuesto. Lo que debería ser una respuesta se convirtió en un nuevo pozo de preguntas, más profundo, más oscuro.
La familia Espinosa recibió la confirmación en casa. Un funcionario de la Fiscalía Estatal de Chihuahua llamó antes pidiendo que estuvieran presentes. Al abrir la puerta encontraron a dos peritos y un sobre marrón. La madre de Mariana contuvo la respiración cuando escuchó la palabra compatibilidad, pero solo rompió en llanto cuando el agente mencionó, “No hay indicios del segundo cuerpo.” En la sala, el padre permaneció sentado con los ojos fijos en la nada. La hermana menor, que ya había dejado de hablar de Mariana hacía años, volvió a pronunciar su nombre ese día.
Para la familia de José Manuel, la noticia trajo aún menos consuelo. La esperanza que sostenían de que ambos estuvieran vivos, o al menos juntos, se derrumbó de manera seca, como el metal derretido de aquel auto en el cañón. Si los restos eran de Mariana, ¿dónde estaba José Manuel? ¿Habría escapado, sobrevivido? ¿O lo que quedaba de él ya había sido llevado por otro tipo de desaparición? Aquella que ni siquiera deja huesos.
La reapertura oficial del caso fue anunciada por la Fiscalía de Chihuahua con cautela. Usaron términos vagos como “revisión de hipótesis” y “refuerzo de diligencias”. Ningún agente fue asignado de manera exclusiva. No había equipo especializado ni plazo, pero había un cuerpo identificado, un auto rastreable, una ubicación específica. Los padres de Mariana insistieron. Querían saber por qué nadie había encontrado ese vehículo antes. ¿Por qué ningún helicóptero, dron o unidad de rescate había sobrevolado ese cañón en los últimos once años? La respuesta fue desconcertante. El lugar donde se encontró el auto no aparecía en los mapas oficiales. Era un corte geológico conocido solo por los lugareños, un callejón sin salida natural de paredes altas y sendero desaparecido. Quien puso el auto ahí sabía lo que hacía.
La descubierta de la SUV reavivó el interés de la prensa regional. Algunos periódicos de Chihuahua publicaron titulares como “Restos de mujer hallados en cañón reactivan caso de desaparición en la sierra Tarahumara” y “Posible vínculo con crimen organizado no está descartado”. Los familiares, sin embargo, rechazaron entrevistas. Después de tanto tiempo, sentían que cada micrófono solo habría heridas que habían aprendido a cubrir con silencio.
Aun así, el caso volvió a circular en redes sociales. Grupos de Facebook y foros locales retomaron teorías antiguas: la historia del retén falso, el supuesto paso del auto por San Rafael y hasta la idea de que José Manuel se habría involucrado con gente equivocada. Una publicación anónima incluso insinuó que la pareja estaba grabando senderos escondidos de la región con una cámara profesional y pudo haber capturado algo que no debía, pero nadie presentó pruebas.
La policía técnica regresó al lugar del auto con apoyo de guías de la región. Usaron drones para sobrevolar el área y trataron de rehacer a pie cualquier posible acceso por sendero. El terreno era inclinado, lleno de rocas sueltas y vegetación seca. No había caminos que llevaran hasta ahí. No había marcas de llantas recientes. El informe que no fue divulgado públicamente señalaba que el auto había sido empujado o conducido hasta el borde de un sendero abandonado y desde ahí había caído o sido llevado hasta el punto final donde fue incendiado. La teoría más probable era que el vehículo hubiera sido quemado en el lugar y abandonado de forma intencional como una manera de deshacerse de evidencias.
Pero había algo que incomodaba a los peritos. El fuego no destruyó completamente los huesos. Había combustible, sí, pero no explosión. La quema fue localizada, deliberada. ¿Podría Mariana ya estar muerta antes del incendio o habría muerto allí encerrada dentro del auto? Otro detalle perturbador surgió de los exámenes periciales. Entre los huesos encontrados solo había un arete de metal deformado por el calor, pequeño, dorado, idéntico a los que Mariana solía usar para trabajar. La hermana lo confirmó. Además, un fragmento de tela adherido a un pedazo de costilla llamó la atención: era de color claro, posiblemente parte de una blusa. Los restos de la cámara fotográfica o mochilas, sin embargo, no fueron encontrados, ni ropa adicional ni celulares. La ausencia de vestigios materiales aumentaba la sospecha de que alguien había retirado parte de los objetos antes de incendiar el auto.
Mientras la investigación se arrastraba, un recuerdo específico incomodaba al hermano de Mariana. En 2012, poco antes del viaje, José Manuel comentó que quería salir de la ruta tradicional y explorar una brecha que aparece en un blog de senderismo. Dijo que había leído relatos de un grupo que acampó en un sendero poco conocido cerca del río Batopilas, con miradores inaccesibles para turistas comunes. No se sabía si de hecho fueron por ahí, pero ese deseo de salirse de la ruta ahora parecía una señal.
El blog citado ya no existía, pero con ayuda de amigos de la universidad, el hermano de Mariana localizó capturas antiguas en internet. En una de ellas, publicada por un senderista anónimo en 2010, había una descripción que heló el estómago: “Para llegar a la boca del cañón hay que abandonar el camino en el kilómetro 9 y seguir una vereda que ya casi no existe. La bajada es peligrosa, pero la vista del cañón vale la pena.” Era el mismo lugar donde once años después encontrarían la SUV de Mariana.
La pregunta que quedaba era brutal. Si José Manuel aún estaba vivo, ¿por qué nunca se puso en contacto? Las hipótesis volvían con fuerza. ¿Habría escapado de alguna emboscada y optado por esconderse? ¿Habría sido tomado como rehén? ¿O sería posible que él estuviera involucrado en algo que culminó en la muerte de su compañera? Las familias rechazaban esa idea, los amigos también. José Manuel era reservado, pero íntegro. Amaba a Mariana. Viajaban juntos desde hacía años, pero en esa región, entre valles sin nombre y caminos borrados, hasta los rasgos más firmes pueden disolverse.
La única certeza era que a partir de ese punto, la historia dejaba de ser solo una búsqueda. Se convertía en un luto incompleto, un luto sin fecha, sin cuerpo completo, sin respuesta suficiente.
Cinco meses después del hallazgo de la SUV, la Fiscalía de Chihuahua seguía sin avances públicos en el caso. Ningún sospechoso, ninguna detención, ningún comunicado nuevo. Los medios ya volvían los ojos hacia otras tragedias recientes. Pero en las casas de las familias Espinosa y Castañeda, la ausencia de noticias era lo que más dolía. La hermana de Mariana comenzó a guardar recortes de periódicos en una carpeta transparente junto con las últimas fotos del viaje. Evitaba hablar del tema con sus padres. El luto de ellos era silencioso, seco. El padre de José Manuel, por su parte, comenzó a caminar todos los días hasta la misma plaza en el centro de Hermosillo, como si esperara que alguna respuesta viniera de la nada o que al menos alguien cruzara su camino y dijera, “Yo sé qué pasó con tu hijo.” Pero nadie dijo nada.
Con el caso reabierto, los fiscales solicitaron acceso a los archivos de 2012: los informes de las búsquedas iniciales, los testimonios tomados en esa época y las imágenes de cámaras de seguridad. El objetivo era encontrar alguna incoherencia o pista ignorada. Una de las primeras constataciones fue alarmante. Varios tramos de la investigación original estaban incompletos o mal documentados. Había un informe fechado el 24 de julio de 2012 indicando que una patrulla de la policía estatal había recorrido parte del sendero entre Urique y Batopilas, pero no se detallaba la ruta exacta ni los nombres de los agentes involucrados. Otro documento afirmaba que habitantes de San Rafael vieron un vehículo similar a la SUV de José Manuel, pero no había registro de una entrevista formal. Las testigos no habían sido identificadas. Era como si en la prisa o por miedo los agentes hubieran cumplido etapas sin llegar hasta el final, como si desde el inicio hubiera la sospecha de que el caso era más peligroso de lo que parecía.
En la sierra Tarahumara hay lugares donde ni los investigadores entran. Fue entonces cuando un fiscal sugirió revisar las denuncias anónimas recibidas en 2012. Entre ellas reapareció el relato hecho desde un teléfono público en Huachochi. El hombre hablaba de un retén falso montado por hombres armados, supuestamente en una bifurcación sin nombre antes de llegar al cañón de Batopilas. El audio original archivado en un CD era corto. La voz sonaba nerviosa, pausada. “Vi que los detuvieron. No eran policías, los bajaron del carro. Una mujer gritaba, los otros se los llevaron. Eso fue por allá del 15.” En esa época la denuncia fue considerada frágil. No había testimonio presencial ni lugar exacto. Pero ahora con el descubrimiento de la SUV y la confirmación de los restos de Mariana, ese relato cobraba otro peso. El problema: no había forma de localizar al autor de la llamada.
La familia Espinosa decidió contratar a un investigador privado de Ciudad Obregón, conocido por trabajar en casos de desaparecidos. El hombre, de unos sesenta años, expolicía federal retirado, viajó a Huachochi por su cuenta. Se hospedó en una pensión sencilla y pasó días caminando por el pueblo hablando con comerciantes y habitantes antiguos. Después de una semana regresó con un nombre: Jesús Armando Villa, conocido como Chui, vivía en una casa de madera a cuatro kilómetros del centro del pueblo, sin luz eléctrica ni señal de teléfono. Según dos vecinos, solía vender frutas y pinole en la carretera que baja hacia el cañón y hablaba poco con forasteros. Cuando el investigador llegó hasta él, encontró a un hombre flaco con mirada desconfiada, manos callosas y una cicatriz larga en la cien. Chui no negó haber vivido ahí en 2012 ni haber escuchado gritos provenientes de la carretera en esa época, pero evitó dar detalles.
“No es bueno hablar de eso, señor. La sierra tiene oídos.” El investigador insistió. Mostró la foto antigua de la pareja. Chui miró fijo por unos segundos, luego desvió la mirada, murmuró, “La mujer parecía buena gente. Gritaba fuerte, pero eso ya fue hace mucho.” Y cerró la puerta.
De regreso a Hermosillo, el investigador entregó un informe informal a la familia. En él sugería que la ubicación exacta del retén falso podría estar cerca de un antiguo desvío para mineros conocido localmente como “la víbora”, un sendero olvidado que, según mapas antiguos, conectaba Batopilas con pequeños campamentos clandestinos en la base de los cañones. Ese sendero no aparecía en ningún registro turístico, pero los habitantes antiguos sabían que existía, solo que ahí se decía: quien pasaba sin ser invitado no regresaba.
Mientras tanto, en la capital, los forenses intentaban reconstruir lo que había quedado de la SUV. Usando softwares especializados y lo que restaba de la estructura metálica, crearon una simulación. La posición de los asientos, las marcas de fuego, el lugar de los huesos. La conclusión era inquietante. Mariana estaba en la cajuela en el momento de la quema. Eso no era común. Alguien la habría colocado ahí ya sin vida o inconsciente. Los peritos también confirmaron que la quema no fue causada por un accidente. Había residuos de acelerantes, probablemente gasolina o diesel, y evidencias de que el fuego comenzó en la parte trasera.
La hipótesis principal cobraba fuerza: Mariana murió antes o durante el incendio y fue dejada en el auto como una forma de ocultar el crimen. Pero nada de eso decía qué había pasado con José Manuel. El fiscal responsable sugirió una hipótesis extraoficial, nunca registrada en los autos. La pareja pudo haber sido interceptada en el retén falso, llev
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