Huérfano Salva a un Hombre Atado en el Bosque: La Verdad Sorprende a Todos
Pensé que me encontrarían rápido, que empezarían las negociaciones. Pero algo salió mal —soltó una risa amarga—. Supongo que no valgo tanto como creía.
Emily escuchó sin interrumpir. Sus palabras sonaban sinceras, pero algo quedaba sin decir.
—¿Y tú? —preguntó él en voz baja—. ¿Por qué estás sola en el bosque?
—Vivía con mi abuelo —respondió después de una pausa, señalando vagamente hacia la ladera oriental—. Él murió.
Hace cuatro días. Fui a buscar ayuda y me perdí.
James exhaló.
El dolor de la niña era simple y ensordecedor en su claridad.
—Lo siento —dijo en voz baja—. Lo siento mucho.
Emily se encogió de hombros.
—Era viejo. Decía que se iría pronto.
Solo no pensé que sería tan rápido.
Sacó un pedazo de carne seca de su mochila y lo partió a la mitad.
—Toma —le ofreció la mitad a James—.
Necesitamos fuerza. El camino es largo.
—¿Nosotros? —la miró con esperanza.
Emily asintió y sacó el cuchillo de su bolsillo. La hoja brilló débilmente bajo el sol.
—Te voy a soltar.
Pero me vas a ayudar a salir. A llegar con gente.
¿Trato?
James asintió.
—Trato.
Ella se acercó y empezó a serrar las cuerdas. Eran gruesas, resistentes, y el cuchillo avanzaba lento.
Emily trabajó en silencio, concentrada. Cuando la última cuerda cedió, James se desplomó en el suelo con un quejido. Sus piernas no lo sostenían después de tantas horas inmóvil.
—Dame un minuto —murmuró, frotándose las muñecas. Las profundas marcas rojas en su piel parecían dolorosas. Emily retrocedió unos pasos, el cuchillo aún en la mano, lista para defenderse si era necesario.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó James, estirando sus músculos entumecidos.
—Nueve.
Casi diez —agregó con orgullo.
—¿Y vives…?
—Vivía en el bosque toda mi vida.
—¿Desde que tienes memoria?
—Primero con mi mamá y el abuelo.
Luego mamá se fue a la ciudad cuando era chiquita y nunca regresó. Solo yo y el abuelo.
James se puso de pie con dificultad.
—Tenemos que irnos —dijo, mirando alrededor—. ¿Por dónde está el pueblo más cercano?
—¿Tú sabes? —Emily negó con la cabeza—. El abuelo sabía.
Yo no. Casi nunca íbamos con la gente. Tal vez una vez al año.
James frunció el ceño. La situación era peor de lo que pensaba.
—Tengo una brújula —dijo Emily, sacando una vieja caja de metal—.
El abuelo decía que el camino grande está al sur.
—Bien —asintió James—. Entonces vamos al sur.
Pero primero… —miró sus zapatos destrozados—.
Necesitamos agua.
Y comida, si es posible.
—Conozco un lugar —dijo Emily—. Una cabaña de cazadores cerca.
Hay un arroyo. Tal vez latas si los cazadores dejaron algo.
Se dio la vuelta y caminó adelante, segura de que él la seguiría.
James cojeó tras ella. Una extraña pareja avanzaba por el bosque: una figura pequeña con una chaqueta gastada demasiado grande para su cuerpo delgado, y un hombre alto en un traje roto, con moretones en la cara y el cabello revuelto. La cabaña era una choza vencida con un techo que goteaba, pero incluso ese refugio parecía una bendición tras una noche a la intemperie.
Adentro olía a humedad y madera vieja. Una estufa torcida ocupaba la esquina, junto a una mesa tosca y dos bancas.
—Aquí paran los cazadores —explicó Emily, mirando alrededor—.
El abuelo decía que siempre debes dejar algo para el siguiente viajero. Cerillos, sal, latas.
Empezó a revisar los estantes y cajones metódicamente, como una adulta.
James la observaba cada vez más asombrado. Esa niña de nueve años sabía más de sobrevivir que él en toda su vida.
—¡Encontré algo! —exclamó, sacando una lata polvorienta de estofado y una cajita de cerillos—.
Sal también. Hasta té.
James se dejó caer en una banca, sintiendo la fatiga inundarlo.
—Eres increíble —dijo en voz baja.
Emily se encogió de hombros.
—Normal. Solo crecí aquí.
Salió y regresó con un brazo lleno de leña, encendiendo la estufa.
Sus movimientos eran seguros, acostumbrados. Pronto la estufa crepitaba y el agua hervía en una olla tiznada sobre una parrilla improvisada.
—Dijiste que tienes una empresa —dijo Emily, sin voltear.
—¿Grande?
James asintió, luego recordó que ella no podía verlo.
—Sí, bastante grande. Más de doscientas personas trabajan ahí.
—¿Y todos te hacen caso?
—En teoría —rió—.
¿En la práctica?
—No siempre. Como los que me amarraron.
El rostro de James se ensombreció.
—Es complicado de explicar. Juegos de adultos. Dinero… poder.
A veces la gente traiciona a quienes debería agradecer.
—Eso no es complicado —replicó Emily—. Es tonto.
James rió, por primera vez en días.
—Tienes razón. Es tonto.
Emily abrió la lata de estofado con su cuchillo y la vació en la olla con el agua hirviendo. Agregó una pizca de sal y hierbas secas de su mochila.
El abuelo decía que la comida debe dar alegría, aunque sea poca.
James la observaba preparar la sopa improvisada, sintiendo que algo cambiaba dentro de él. Durante años persiguió cosas grandes: dinero, estatus, poder. Ahora estaba en una cabaña destartalada, su vida dependiendo de una niña de nueve años que decía verdades simples y vitales.
—¿Tienes familia? —preguntó Emily de pronto—. ¿En la ciudad?
James se estremeció.
—¿Un hijo?
—Ethan. Tiene dieciséis años…
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