“La Burla que se Volvió en Su Contra: Una Lección Inesperada para la Secretaria”

Aquella mañana, la lluvia caía fina sobre la Ciudad de México, empañando los ventanales de los rascacielos en Paseo de la Reforma. Frente al edificio de Montiel Hermanos S.A., un hombre de mediana edad, delgado y con el rostro curtido por los años, se detuvo bajo el toldo.

Llevaba una chaqueta vieja y un par de zapatos gastados. En sus manos sostenía una carpeta arrugada que protegía del agua con cuidado.
Cuando por fin se acercó al mostrador de recepción, habló con voz temblorosa:

—Señorita… vengo a pedir trabajo como guardia de seguridad. Vi el anuncio afuera. Puedo trabajar de día o de noche, todavía tengo fuerzas… solo necesito una oportunidad.

Detrás del mostrador estaba Fernanda López, una joven secretaria de unos 25 años, elegante, con labios pintados de rojo y tacones altos que resonaban sobre el mármol. Ese día cubría el turno de la recepcionista que había faltado.

Fernanda lo miró de arriba abajo con desdén, arqueando una ceja.
—¿Usted? Aquí trabajamos con imagen corporativa, señor. Hasta los guardias deben verse presentables. Mírese bien… ¿quién lo contrataría así?

Algunos empleados que pasaban cerca rieron por lo bajo.

El hombre bajó la mirada y respondió con voz quebrada:
—Trabajé muchos años cuidando una fábrica en Toluca, pero cerró y me quedé sin empleo. Solo busco algo honesto para mantener a mi hija…

Fernanda chasqueó la lengua, impaciente:
—Mire, la verdad es que parece un mendigo. No quiero que los directivos piensen que dejamos entrar vagabundos. Váyase antes de que llame al guardia para sacarlo.

El hombre asintió en silencio, se disculpó y salió bajo la llovizna. Su sombra se alejó lentamente, encorvada por el cansancio y la humillación.

Entonces, se abrió el ascensor. De él salió una mujer elegante, de unos cincuenta años, vestida con un traje blanco impecable: la señora Montiel, presidenta del grupo empresarial.

Todos los empleados se pusieron de pie al instante.
Fernanda, nerviosa, sonrió y saludó:
—¡Buenos días, señora Montiel!

Pero la directora no la miró. Sus ojos se clavaron en la puerta de cristal, por donde el hombre acababa de marcharse.
—¿Quién era ese señor? —preguntó con voz firme.

Fernanda respondió rápido:
—Ah, solo un viejo que vino a pedir trabajo como guardia. Lo despaché enseguida, parecía un pordiosero.

El rostro de la señora Montiel se endureció.
—Ese “viejo”, señorita López, se llama don Ernesto Vargas. Es el padre del hombre que me salvó la vida hace veinte años, cuando tuve un accidente en Puebla.

El silencio fue absoluto. Fernanda se quedó inmóvil, el color se le fue del rostro.

La señora Montiel salió corriendo bajo la lluvia, alcanzó al hombre, se quitó su chaqueta y se la puso sobre los hombros.
—Don Ernesto, discúlpeme. Mi empleada ha cometido un grave error. Quiero ofrecerle el puesto de jefe de seguridad de todo el edificio. Y si lo permite, puedo ayudar a su hija con una beca en la Universidad Nacional.

Don Ernesto parpadeó, con lágrimas en los ojos.
—Señora… no sé cómo agradecerle. Yo solo buscaba trabajo, no caridad.

Ella sonrió con calidez:
—No es caridad, don Ernesto. Es una deuda de gratitud que tenía pendiente desde hace muchos años.

Mientras tanto, Fernanda observaba desde el vestíbulo, avergonzada hasta las lágrimas. Días después fue trasladada a un puesto administrativo menor.

En cambio, don Ernesto se convirtió en el Jefe de Seguridad General de Montiel Hermanos. Cada mañana saludaba con una sonrisa amable a todos los empleados. Nadie volvió a mirarlo por encima del hombro.

Semanas más tarde, apareció un mensaje en el tablón interno de la empresa, firmado por la propia directora:

“Nadie es feo por ser pobre.
Pero muchos se vuelven miserables cuando olvidan que ellos también fueron pequeños alguna vez.”