Los Chicos de Baker Street: El Misterio Nocturno que Sacudió a Toda la Ciudad

El Uber aún no llegaba. James Carter miró su reloj, molesto. El tráfico de Londres siempre encontraba la manera de arruinar sus días meticulosamente planeados. Se apoyó en su Jaguar plateado, revisando correos en el celular, cuando una risa familiar flotó en el aire.

Levantó la vista… y se quedó helado.

Al otro lado de la calle estaba una mujer a la que no había visto en seis años. Su cabello era más corto, pero sus ojos… esos ojos eran inolvidables.

Emma.

Y a su lado, tres niños pequeños. Idénticos. Rubios. De unos cinco años.

Todos se parecían exactamente a él.

James sintió cómo su mundo se tambaleaba.

Habían pasado seis años desde que James se alejó de Emma Harris.

Fueron inseparables alguna vez, en la universidad: él, el estudiante ambicioso de finanzas con cabeza para los números; ella, la estudiante de psicología con sueños de ser terapeuta. Pero cuando su start-up despegó y los inversionistas comenzaron a llegar, James tomó una decisión: su futuro por encima del futuro de ambos.

Se convenció de que era lo mejor. Ella quería raíces. Él quería volar.

Se fue.

Sin explicaciones. Solo una ruptura fría y limpia.

Ahora, parado afuera de una farmacia un martes por la tarde, viendo a Emma reír mientras acomodaba a tres niños idénticos en fila, James sintió que le arrancaban el suelo bajo los pies.

Uno de los niños volteó—y por un instante, James sintió que miraba un espejo de décadas atrás. La misma frente marcada. La misma barbilla con hoyuelo. Incluso la misma manera de fruncir el ceño al concentrarse.

Se acercó instintivamente.

Emma lo vio.

Se detuvo. Su sonrisa se desvaneció en algo indescifrable—mitad sorpresa, mitad acero. Los niños se aferraron a ella.

James carraspeó. —¿Emma?

Ella asintió con cortesía, labios apretados. —James.

Miró a los niños de nuevo. —¿Ellos son…?

—Mis hijos —dijo ella, con voz firme.

Hubo una larga pausa.

James parpadeó. —¿Trillizos?

—Sí.

Su voz tembló. —Se parecen… mucho a mí.

Emma ladeó ligeramente la cabeza. —Sí. Lo he notado.

Silencio otra vez, filoso como vidrio.

—¿Son…? —empezó, y se detuvo—. ¿Son míos?

Sus ojos brillaron un instante. Se agachó para acomodar el cuello de uno de los niños antes de responder.

—¿Tú qué crees?

James inhaló, intentando no perder el control. Esto no estaba en su agenda. No en ninguno de sus calendarios perfectamente planeados. Tres niños. Una mujer a la que abandonó. Y la verdad innegable mirándolo con los mismos ojos azules.

Uno de los niños jaló el abrigo de Emma. —Mami, ¿quién es ese señor?

Emma miró a James. —Solo alguien de hace mucho tiempo, cariño.

Los niños lo miraron con curiosidad.

James se agachó. —Hola. Soy James.

El niño del medio habló. —¿Eres un príncipe?

James sonrió, a pesar del dolor en el pecho. —No exactamente.

El mayor frunció el ceño. —Te pareces a nosotros.

Emma intervino rápido. —Bueno, es hora de irnos.

Pero James se puso de pie. —Emma, espera.

Ella giró bruscamente. —¿Para qué? Seis años, James. Ni una palabra. Ni una llamada. ¿Y ahora quieres respuestas? No puedes regresar solo porque el destino nos puso en la misma acera.

—No lo sabía —dijo en voz baja.

Ella sostuvo su mirada. —Tampoco preguntaste.

James volvió a mirar a los niños—¿sus hijos? La posibilidad ardía en su pecho. ¿De verdad eran suyos? ¿Se había perdido cinco años de sus vidas?

Su Uber llegó detrás de él. Pero no se movió.

Emma respiró hondo, suavizando su expresión. —¿Quieres saber más?

Él asintió despacio.

—Entonces tendrás que ganártelo. Porque estos niños no necesitan a otro hombre que los abandone.

Tomó sus manos y comenzó a alejarse con ellos.

James se quedó inmóvil, viendo cómo el pasado—y quizá su futuro—se alejaba.

Pero esta vez, no iba a dejar que desapareciera.

James no llamó al conductor de Uber. Se quedó ahí, en la calle, mirando hasta que Emma y los niños doblaron la esquina y desaparecieron.

El silencio pesaba más que el bullicio de la ciudad.

Tenía que saber la verdad.

Esa noche, James se sentó en su penthouse, la cena intacta enfriándose a un lado. Su mente estaba con tres niños rubios que compartían su rostro y una mujer cuya ausencia había enterrado bajo tratos y fechas límite.

Escribió su nombre en el celular cinco veces y lo borró otras cinco.

Hasta que, por fin, llamó.

Para su sorpresa, ella contestó.

—¿Ya tienes tus respuestas? —preguntó, sin calidez en la voz.

—No —dijo con honestidad—. Pero quiero tenerlas.

Una pausa.

Luego: —Nos vemos mañana en Regent’s Park. Al mediodía. Junto al lago.

Emma ya estaba ahí cuando él llegó. Los niños arrojaban migas de pan a los patos, riendo, otra vez con suéteres iguales.

James se acercó despacio.

Emma lo miró. —Llegaste temprano.

—No dormí.

Ella asintió, entendiendo más de lo que aparentaba. —Tienen cinco años. Se llaman Thomas, Oliver y Jack.

James se quedó mirando, el corazón latiendo fuerte. —¿Y su papá?

—Tú.

Exhaló como si hubiera estado aguantando la respiración durante cinco años. —¿Por qué no me lo dijiste?

Emma bajó la mirada. —Porque cuando me enteré, tú estabas en Nueva York, cerrando tu primer trato millonario. Te vi en el periódico, con una modelo en el brazo, sonriendo como si tuvieras todo lo que querías.

—Igual debiste decírmelo.

—Tenía miedo —dijo, la voz tensa—. No de ti, sino de lo que harías con la verdad. Si intentarías comprar tu entrada, o peor, tu salida.

James no lo negó. El hombre que era entonces habría hecho exactamente eso.

—Quiero ser su padre —dijo, la voz temblorosa—. No por culpa. Por amor.

Emma se cruzó de brazos. —Ellos no saben quién eres. Nunca les dije que estabas muerto ni que eras malo—solo les dije… que fuiste alguien a quien quise mucho alguna vez.

James tragó saliva. —¿Puedo conocerlos? Bien, digo.

Emma miró a los niños en el parque. —Veremos.

Llamó: —¡Niños! Vengan a saludar.

Los tres corrieron, llenos de sonrisas y migas. —¡Hola otra vez! —dijo el menor, Jack, que tenía una mancha de mermelada en el cuello.

James se agachó. —¿Puedo sentarme con ustedes a darles pan a los patos?

Oliver entrecerró los ojos. —¿Te gustan los patos?

—Creo que los patos son geniales —sonrió James—. Pero nunca conocí patos tan afortunados—¡pueden pasar el rato con ustedes tres!

Thomas se iluminó. —¡Venimos aquí todos los sábados!

Durante los siguientes veinte minutos, James se sentó en el pasto con ellos, ayudando a lanzar pan, escuchando historias sobre la escuela, caricaturas y quién podía saltar más alto.

Emma los observaba desde una banca. El corazón le dolía con cada momento. No de tristeza, sino de algo peligrosamente parecido a la esperanza.

Cuando los niños corrieron a perseguir palomas, James regresó a su lado.

—Eres bueno con ellos —dijo en voz baja.

—Quiero ser mejor. Quiero conocerlos. Estar presente. Todos los días, si puedo.

Emma mordió su labio. —No se trata solo de aparecer una vez.

—Lo sé. Quiero demostrar que cambié.

Ella lo miró largo rato. —Me rompiste, James. Pero esos niños me reconstruyeron. No dejaré que nada los dañe de nuevo.

Él asintió. —Déjame empezar de nuevo. No contigo—al menos no hasta que tú quieras. Pero sí con ellos.

Emma miró a los niños. —Podemos intentarlo. Despacio. A mi ritmo.

—Trato hecho —dijo James, extendiendo la mano.

Ella la tomó, sonriendo apenas.

Mientras veían a sus hijos reír bajo el sol otoñal, James se dio cuenta de que una vez había abandonado lo mejor que le había pasado.

Pero el destino, en su extraña misericordia, le daba una segunda oportunidad.

Y esta vez, no la iba a dejar ir.