Millonario Regresa a Casa y Se Sorprende al Ver lo que su Nueva Empleada Afrodescendiente Hace con su Hija
—¿¡Qué demonios estás haciendo con mi hija!?
La voz cortante atravesó la cocina como una navaja. Margaret casi dio un salto, apretando con más fuerza los pequeños hombros del bebé en la palangana de cristal. Se giró rápidamente, los ojos muy abiertos, solo para ver a su patrón—Richard Collins—parado, petrificado, en el umbral de la puerta. Su rostro estaba pálido, las cejas fruncidas de horror, como si acabara de presenciar un crimen.
La bebé, la pequeña Emily, se reía al chapotear en el agua tibia, completamente ajena al miedo de su padre. Vapor se elevaba de la palangana en delicadas volutas, envolviendo la escena en una neblina que hacía latir más rápido el corazón de Richard.
—Señor Collins, por favor—, comenzó Margaret, con la voz temblorosa.
Pero él la interrumpió. —¿¡Está usted loca!? ¿¡Poniendo a mi hija en agua hirviendo!? ¡Podría quemarse! —Su voz tronó, resonando en la cocina. Se apresuró a sacar a Emily de la palangana, envolviéndola rápidamente en una toalla. La bebé protestó, su carita poniéndose roja por el movimiento brusco.
Margaret se puso de rodillas, el uniforme ligeramente húmedo. —No está hirviendo, señor. El agua está tibia. Ella… ella tiene fiebre y esto ayuda…
—¡Silencio! —rugió Richard. Su habitual compostura había desaparecido, reemplazada por pánico y furia. Miró las mejillas enrojecidas de su hija, convencido de que Margaret casi la había dañado. —Usted no tiene derecho a tocar a mi hija de esa manera. Su trabajo es mantener la casa en orden, ¡no hacer de doctora!
El pecho de Margaret se apretó. Quería explicarle, decirle que había visto ese método muchas veces en su pueblo, que los baños tibios ayudan a bajar la fiebre cuando los medicamentos no funcionan. Había notado que Emily ardía en fiebre mientras Richard estaba fuera; ella misma se asustó, pero recordó lo que hacía su abuela.
Pero, ¿cómo discutir con el miedo de un padre?
—Solo intentaba ayudar —susurró, con la voz quebrada.
Richard la fulminó con la mirada, aún abrazando a su bebé. La pequeña Emily tiró de su cuello, inquieta y febril. —¿Ayudar? ¿Ahogándola en el fregadero de mi cocina? —Su voz se quebró de disgusto—. Empaque sus cosas, Margaret. Aquí terminó para usted.
Las palabras la golpearon como un puñetazo. Margaret bajó la mirada, la garganta cerrada. Aún podía escuchar los suaves sollozos de Emily, ver la frente sudorosa de la niña, y sabía que había hecho lo correcto—aunque eso ya no importaba.
Richard subió corriendo las escaleras con Emily, cerrando la puerta de la cocina de un portazo. Margaret permaneció arrodillada en la alfombra, las lágrimas amenazando con salir. No tenía a nadie que la defendiera, ni forma de probar que no fue imprudente.
Lo que ninguno de los dos sabía era que, en solo unas horas, la verdad saldría a la luz—y Richard Collins se daría cuenta de su grave error.
A la mañana siguiente, Richard estaba sentado ansioso en la sala, Emily acurrucada contra su pecho. Su fiebre no había cedido. A pesar del medicamento que le dio durante la noche, su piel seguía caliente, la frente húmeda de sudor. Lloró hasta quedarse demasiado cansada para hacer ruido.
El corazón de Richard se apretaba de miedo. Odiaba sentirse impotente, odiaba no saber qué hacer. Cuando finalmente sonó el timbre, prácticamente corrió a abrir la puerta.
El doctor Samuel Greene, el médico de la familia, entró rápidamente, maletín en mano. Era un hombre calmado, de unos cincuenta años, con ojos amables pero serios. —¿Dónde está? —preguntó.
Richard lo guió al sofá. El doctor colocó un termómetro bajo el brazo de Emily, le tomó el pulso y frunció el ceño. —Tiene fiebre alta. Hay que bajarle la temperatura.
Richard asintió de inmediato. —Le he dado el medicamento que usted recetó, pero no mejora.
El doctor Greene suspiró. —A veces el medicamento no actúa tan rápido. Un baño tibio puede ayudar a bajar la fiebre.
Richard se quedó helado. Sus ojos se clavaron en el suelo, la vergüenza asomando en su rostro. —¿Un… baño? —repitió lentamente.
—Sí, solo una palangana con agua tibia—explicó el doctor, ya buscando antipiréticos en su maletín—. Es una de las formas más seguras de ayudar. ¿Nadie lo intentó anoche?
En ese momento, la puerta de la cocina se abrió con un leve chirrido. Margaret apareció vacilante en el umbral, su uniforme impecable a pesar de las marcas de lágrimas de la noche anterior. Aún no había empacado sus cosas—algo dentro de ella le dijo que esperara.
La garganta de Richard se cerró. Recordó la escena de la noche anterior: el vapor, Emily riendo, su propia furia.
La voz de Margaret fue suave pero firme. —Lo hice, doctor. La bañé con agua tibia. Pensé que podría ayudar.
El doctor Greene la miró, luego a Richard. —Eso fue exactamente lo correcto. Muy bien pensado, señorita. De hecho, probablemente evitó que la fiebre subiera más.
El estómago de Richard se retorció dolorosamente. Sus ojos buscaron a Margaret, quien permanecía con las manos entrelazadas frente al delantal, aún incierta si sería despedida.
—¿Usted… usted dice que ella tenía razón? —preguntó Richard, casi en un susurro.
—Absolutamente —afirmó el doctor Greene con firmeza—. Debería estar agradecido de que alguien en esta casa mantuvo la calma.
Richard sintió el pecho apretado de culpa. Repasó en su mente el recuerdo de haber gritado a Margaret, acusándola de imprudente, casi echándola. Y todo ese tiempo, ella era la que protegía a su hija.
Emily gimió suavemente en sus brazos, y Richard bajó la mirada, avergonzado.
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