Misteriosa desaparición de una doctora en turno nocturno: 12 años después, un secreto aterrador sale a la luz en el viejo hospital
El Silencio en el Sótano: La Desaparición de Leticia Herrera Ramírez
La mañana de aquel martes de septiembre de 1993, el pasillo principal del Hospital Médica Sur estaba impregnado del aroma a desinfectante y café débil. El sol, filtrándose por los ventanales, proyectaba manchas de luz sobre las paredes color crema, mientras los pasos apresurados de médicos y enfermeros resonaban entre puertas cerradas. Entre esas figuras, discretas y siempre en movimiento, había una que todos reconocían aunque pocos notaban: Leticia Herrera Ramírez.
Leticia tenía 29 años, rostro redondeado, piel clara y el cabello recogido en un moño sencillo que dejaba el cuello libre para el peso habitual del estetoscopio. Nunca usaba maquillaje; decía que estorbaba al ajustar el cubrebocas quirúrgico. Su uniforme siempre impecable, cada doblez y cada botón eran parte de un ritual silencioso de respeto por su trabajo.
Vivía con su madre, doña Mercedes, en una casa de fachada azul desvaída en Coyoacán, donde el aroma a café colado se mezclaba con el de las bugambilias trepando por el muro. La rutina de Leticia era predecible, casi cronometrada. Salía de casa a las 18:30, cuando el cielo comenzaba a oscurecer y las calles se llenaban del ruido de autobuses y vendedores ambulantes. Siempre llevaba el saco blanco doblado sobre el brazo izquierdo, el gafete en el bolsillo frontal y el estetoscopio colgado al cuello. Tomaba el mismo autobús cada noche, se sentaba del lado derecho para observar el movimiento de las tiendas iluminadas. Bajaba dos cuadras antes del hospital y caminaba hasta la puerta lateral de los empleados, saludando al guardia con un gesto discreto.
En el trabajo, Leticia era conocida por su calma y por cumplir órdenes sin cuestionar. No participaba en las charlas animadas de la sala de descanso; prefería revisar expedientes o verificar el inventario de medicamentos. Sus compañeros decían que era demasiado buena para su propio bien, una frase que su madre escuchaba con orgullo pero que en el ambiente hospitalario podía significar vulnerabilidad.
En septiembre de 1993, el hospital vivía un periodo tenso: habían recibido varios pacientes graves de un accidente carretero en la autopista a Puebla y los turnos nocturnos se volvieron más agotadores. Leticia no se quejaba, terminaba una atención y ya estaba en otra. Parecía hecha para ese turno: silenciosa, eficiente, invisible.
Fuera del hospital, la vida de Leticia era mínima. Los domingos acompañaba a doña Mercedes a misa en la parroquia cercana. No tenía novio ni amigos fuera del trabajo. Sus momentos de ocio se reducían a ayudar a su madre en la cocina, ver telenovelas y visitar a una tía anciana una vez al mes. Esta rutina sin aristas hizo que su desaparición fuera aún más difícil de comprender.
Las medidas de seguridad en el hospital eran laxas. El control de entrada y salida lo llevaba un guardia y un libro de registros. Había cámaras solo en áreas específicas, como los pasillos principales y las entradas; en los sótanos y áreas de mantenimiento, el control era casi inexistente. Detalles que, en 1993, parecían triviales, serían piezas centrales de la tragedia que se avecinaba.
Doña Mercedes notaba el cansancio en su hija, pero Leticia insistía en que estaba bien: “Es solo el peso del trabajo, mamá”, decía sonriendo. Mercedes creía porque quería creer, porque ver a su hija salir todos los días rumbo a un hospital grande le daba una sensación de seguridad que más tarde se revelaría ilusoria.
Leticia no tenía gustos caros ni grandes sueños materiales. Ayudaba con los gastos y guardaba el resto en una pequeña caja de lata encima del closet. Su mayor deseo era pagar un curso de especialización en enfermería pediátrica el año siguiente. Hablaba de eso con su madre, ojeando revistas de salud mientras tomaban café.
Sus compañeros la veían como alguien que no representaba riesgos. No se metía en chismes, no desafiaba órdenes y, sobre todo, no creaba problemas. Paradójicamente, eso la hacía aún más vulnerable. En un ambiente donde los más silenciosos podían desvanecerse sin causar alboroto, Leticia encajaba perfectamente. Nadie imaginaba que precisamente por eso su nombre acabaría en los titulares.
Los días previos al 10 de septiembre, todo parecía igual. El mismo autobús, la misma sonrisa educada al guardia, el mismo uniforme sin manchas. Pero para quienes revisan la historia ahora, es imposible no sentir que algo estaba a punto de romperse en esa rutina. Una línea invisible se trazaba entre la enfermera dedicada que todos conocían y el misterio que años después aún haría eco con el nombre de Leticia Herrera.
El reloj de la cocina marcaba las 2:45 de la madrugada cuando Leticia anunció a su compañera de turno que tomaría una pausa rápida. No era inusual. En los turnos nocturnos, esa hora funcionaba como un punto de respiro antes del amanecer. Leticia llevaba el saco doblado sobre el brazo izquierdo, el estetoscopio colgado al cuello y el gafete con una foto desvaída balanceándose en el bolsillo.
Las cámaras de seguridad del Médica Sur no cubrían todos los pasillos. Solo una, en la entrada del comedor, grabó la última imagen confirmada de Leticia: caminando tranquila, uniforme impecable, mirando brevemente al suelo antes de salir del encuadre. No había prisa ni señales de angustia. Esa imagen sería años después el punto de partida de innumerables especulaciones.
La cocina de empleados estaba en el segundo sótano, cerca de la lavandería. Era un espacio pequeño, con mesa de fórmica blanca, dos sillas, armario con tazas y un microondas que zumbaba constantemente. El olor a café viejo y pan rancio impregnaba el ambiente. Esa madrugada no había nadie más allí.
La compañera a la que Leticia avisó no la vio regresar cuando el reloj marcó las 3:05. El tiempo habitual de pausa ya se había excedido. Pasó por el pasillo mirando a los lados y no encontró a Leticia. Comentó con otro empleado: “Seguro fue al baño”, pero las horas siguientes probarían que no era un retraso común.
A las 4:15 la ausencia comenzó a preocupar de verdad. Leticia era puntual, metódica, nunca se alejaba del puesto sin avisar. La supervisora de turno fue informada y pidió que revisaran su casillero. Estaba cerrado con llave: documentos, bolsa, llaves de casa y hasta un paquete con pan de queso que su madre le había dado antes del trabajo. Todo estaba allí intacto.
El hospital a esa hora tenía tres entradas posibles: la principal, la lateral de empleados y la de carga. Ninguna mostraba registro de salida de Leticia. El guardia nocturno de la lateral, un hombre mayor, afirmó no haberla visto salir. “No pasó por aquí, de eso estoy seguro”, dijo después a la policía. El vigilante de la entrada de carga también negó cualquier movimiento sospechoso.
A las 5:20, la jefatura decidió hacer una búsqueda rápida por el edificio. Enfermeros y auxiliares recorrieron los pasillos, alas vacías, salas de descanso y hasta el huerto en la azotea. Nada, ningún rastro de Leticia, ni una prenda caída, ni un ruido extraño, solo el silencio.
La atmósfera en el turno comenzó a cambiar. El aire parecía más pesado, como si todos sintieran que algo serio había ocurrido, pero no se atrevieran a nombrarlo. Cuando el reloj marcó las 6 y comenzó el turno diurno, la noticia se oficializó: Leticia Herrera estaba desaparecida dentro del hospital.
La seguridad interna llamó a la policía esa misma mañana. Dos agentes llegaron alrededor de las 7:10 y comenzaron el protocolo básico: recolectar testimonios, revisar imágenes de las cámaras y verificar accesos. Los videos mostraban a Leticia entrando al comedor a las 2:45 y nada más. Simplemente no reaparecía en ninguna otra cámara. Era como si hubiera sido tragada por un tramo invisible del hospital.
Los policías verificaron las salidas de emergencia. Todas estaban cerradas por dentro con candados intactos. Si Leticia hubiera salido por ahí, habría dejado señales claras de violación, lo que no ocurrió. La posibilidad de que hubiera dejado el hospital por voluntad propia comenzó a considerarse, pero pronto se mostró improbable. No había motivos aparentes y dejar todas sus pertenencias atrás no encajaba con su perfil.
Doña Mercedes fue avisada por la supervisora. Recibió la llamada a las 9:30 mientras preparaba café en casa. “Doña Mercedes, Leticia no volvió al puesto anoche. La estamos buscando”, dijo la voz del otro lado. Mercedes sintió que las piernas le temblaban. Tomó un taxi y media hora después estaba en el vestíbulo del hospital mirando los fríos pasillos donde su hija había pasado tantas noches de trabajo.
La búsqueda oficial se extendió hasta el final de la tarde, pero sin resultados. Ningún sonido, ningún vestigio. El caso se registró como desaparición dentro de área hospitalaria, algo raro pero no inédito. Los empleados comentaban en voz baja, temiendo ser llamados para nuevos testimonios. Algunos evitaban hablar con los periodistas que ya rondaban la entrada principal.
Por la noche, cuando comenzó el siguiente turno, el puesto de enfermería sentía el peso de la ausencia. La silla de Leticia quedó vacía, su casillero seguía cerrado y el uniforme blanco que tantas veces había circulado discretamente por los pasillos, ya formaba parte de una historia que nadie lograba comprender.
El hospital continuó funcionando, pero para algunos la madrugada del 10 de septiembre de 1993 nunca terminó.
El registro oficial de la desaparición de Leticia Herrera se abrió en la mañana del 10 de septiembre de 1993. Dos agentes de la policía capitalina fueron asignados al caso, llegando al Hospital Médica Sur antes de las 9. Uno de ellos, el inspector Carlos Montalvo, veterano con más de 20 años de servicio, sabía que las investigaciones en ambientes institucionales requerían más que entrevistas. “Estos lugares tienen paredes gruesas, pero no es solo cemento, es silencio construido con miedo”, comentó a un colega.
La primera etapa fue revisar las grabaciones de las cámaras internas. El sistema de vigilancia era limitado, cintas de baja resolución, cámaras fijas y puntos ciegos en casi todos los pisos. El tramo más relevante mostraba a Leticia entrando al comedor a las 2:45. No mostraba prisa, no miraba hacia atrás y no llevaba nada más que el saco y el estetoscopio. El video seguía grabando, pero ningún movimiento posterior indicaba su salida por la misma puerta.
Los investigadores recorrieron el camino más lógico: pasillos cercanos, baños, almacenes. Buscaron señales de forzamiento o lucha. Nada. Ni siquiera una silla fuera de lugar. Las puertas de salida de emergencia fueron revisadas, todas selladas por dentro con candados intactos. Era como si Leticia hubiera atravesado un umbral invisible y se hubiera desvanecido en el aire sin dejar rastro.
En su casillero, cerrado en el vestidor femenino, la policía encontró la bolsa con documentos, pan de queso, llaves de casa y un cuaderno de apuntes de enfermería. Nada indicaba que se hubiera preparado para salir por su cuenta. Este detalle fue decisivo para descartar la hipótesis de fuga voluntaria.
El caso comenzó a topar con las barreras no escritas del ambiente hospitalario. La dirección del Médica Sur autorizó el acceso de la policía, pero desalentó entrevistas prolongadas con los empleados. Enfermeros y médicos respondían de manera breve, siempre destacando que Leticia era dedicada y tranquila, que nunca se metía en nada. Ningún comentario sobre conflictos, problemas personales o malentendidos.
Doña Mercedes llegó al hospital alrededor de las 10 y fue recibida en el vestíbulo por la supervisora. “Estamos haciendo todo lo que podemos, señora”, dijo, intentando mantener la formalidad. Pero Mercedes no quería formalidades. Quería ver las cintas, recorrer los pasillos, hablar con todos los que habían visto a su hija esa noche. Los investigadores le permitieron acompañar parte de la búsqueda, aunque era evidente que esto la afectaba profundamente.
En las primeras 48 horas no surgió ninguna pista concreta. El hospital seguía funcionando normalmente. Los pacientes entraban y salían. Las ambulancias llegaban con sirenas encendidas y la vida institucional seguía como si una enfermera no hubiera desaparecido en su interior. Para Mercedes, esa normalidad aparente era casi ofensiva.
Todas las noches regresaba a casa, se sentaba a la mesa de la cocina y miraba la silla donde su hija solía cenar después del turno. El silencio solo era interrumpido por el sonido lejano de radios y televisores de los vecinos.
La prensa comenzó a cubrir el caso. Pequeñas notas en periódicos locales mencionaban la misteriosa desaparición de una enfermera en el Médica Sur, pero sin gran destaque. Los reporteros intentaban entrevistar a empleados, siendo frecuentemente bloqueados por la seguridad. Algunos insinuaban que el hospital estaba intentando evitar publicidad negativa.
Las autoridades mantenían un discurso cauteloso: “Estamos explorando todas las líneas de investigación”. Mercedes no aceptó la espera pasiva. Comenzó a pegar carteles con la foto de Leticia en puntos estratégicos de Coyoacán y en los alrededores del hospital. Fue a programas de radio comunitarios, dio entrevistas emotivas para la televisión. Su voz, quebrada por la angustia, repetía siempre la misma frase: “Mi hija salió de casa para trabajar y no regresó”.
Conforme los días se convirtieron en semanas, la atención pública disminuyó. Sin nuevas pistas, sin cuerpo, sin explicaciones, el caso se fue transformando en uno más entre tantos no resueltos.
La policía llegó a considerar la hipótesis de que Leticia hubiera salido por un área no monitoreada, tal vez conducida por alguien que conocía el hospital. Pero sin testigos dispuestos a hablar y sin registros físicos, esa teoría no avanzó. El expediente, después de meses de intentos infructuosos, fue cerrado. Clasificación oficial: desaparición sin elementos para atribuir autoría.
Para doña Mercedes, esa expresión burocrática sonaba como una sentencia de olvido, pero ella no olvidó. Siguió yendo al hospital al menos una vez al mes, siempre pasando por la puerta lateral donde su hija solía entrar como si esperara verla surgir de la nada.
Años después, mirando hacia atrás, Mercedes diría que la investigación fracasó no por falta de pistas, sino por falta de voluntad. “Quien trabaja en un lugar así sabe cosas, pero se callan, porque hablar puede costar caro”, afirmaría en una entrevista.
El nombre de Leticia no fue completamente borrado. Entre los empleados más antiguos aún se contaba en voz baja la historia de la enfermera que desapareció en el silencio del hospital y que nunca más fue vista.
Cuando el expediente sobre la desaparición de Leticia Herrera fue oficialmente cerrado en 1994, la noticia no llegó a los titulares. No hubo conferencia de prensa ni nota formal del hospital, solo un documento frío archivado entre tantos otros en la delegación de Coyoacán. Para quien no conocía a la enfermera, era un caso más sin solución. Para doña Mercedes era como si la vida se hubiera detenido.
Los meses siguientes fueron de insistencia solitaria. Mercedes mantuvo los carteles pegados en las paredes cercanas al hospital, pero eran arrancados o cubiertos por nuevos anuncios en pocos días. En las paradas de autobús, los chóferes ya la conocían por su hábito de subir y entregar pequeños volantes con la foto de su hija. “Si alguien la vio, dígame”, repetía. Recibía miradas de compasión, pero casi nunca respuestas.
Mientras tanto, el Hospital Médica Sur seguía su ritmo. Se hacían reformas puntuales, se modernizaban alas, llegaban nuevos médicos. Las personas que habían trabajado con Leticia comenzaron a dispersarse por otros sectores u hospitales. Algunos, cuando eran abordados por Mercedes, respondían con frases vagas: “No sé nada. Todo fue muy raro. Mejor no meterse con eso”.
El silencio institucional parecía haber contagiado también las charlas en los pasillos. Entre 1995 y 2000, el caso fue desvaneciéndose lentamente del imaginario colectivo. En la Ciudad de México, nuevos escándalos, crímenes y tragedias ocupaban los periódicos.
Mercedes sentía la ausencia de su hija en pequeños detalles: la taza blanca guardada en la cocina, el saco colgado en el closet, el sonido de la puerta a las 7 de la mañana que nunca más se repitió. Comenzó a escribir cartas para sí misma, describiendo sueños que tenía con Leticia, como una forma de mantener viva la imagen de su hija.
En el hospital, los cambios estructurales alteraron la geografía interna. Algunos pasillos fueron cerrados, áreas de almacenamiento trasladadas, el sector de la lavandería reubicado. El sótano, siempre un espacio poco frecuentado, ganó una nueva función: depósito de desechos. Allí, equipos antiguos, muebles rotos y archivos se apilaban sin organización. El acceso estaba restringido a pocos empleados de mantenimiento. Poco a poco, el ala se fue convirtiendo en un territorio casi olvidado.
En 2005, durante una gran reforma, el coordinador de mantenimiento contrató una empresa externa para revisar espacios abandonados. Entre ellos estaba el depósito en el sótano, cerrado con llave por años, con la puerta lateral cubierta de polvo y un candado oxidado. Nadie imaginaba que detrás de esa puerta estaban los únicos vestigios concretos de Leticia en más de una década.
El tiempo había pasado para todos, menos para ese espacio. Mercedes, sin saber nada, continuaba su peregrinación mensual al portón lateral. Siempre llevaba una foto plastificada de su hija y miraba a los guardias como quien espera escuchar: “Encontramos algo”. Pero ese día aún no había llegado y para ella la espera se había transformado en un modo de vida, una existencia marcada por la ausencia.
En marzo de 2005, dos trabajadores de la empresa contratada bajaron con linternas y herramientas. El pasillo olía a humedad, el sonido de goteras resonaba en cubetas olvidadas. Cuando llegaron a la puerta cerrada, rompieron la cadena con una pinza. La puerta se abrió con esfuerzo, chirreando como si protestara por la invasión. Dentro, la oscuridad era casi total.
La luz de las linternas reveló un escenario de abandono: estantes rotos, cajas deformadas por la humedad, archivos apilados sin orden y un olor pesado a papel viejo y óxido. El suelo estaba cubierto por polvo interrumpido solo por marcas de ratas y cucarachas.
En el fondo de la sala, contra la pared más lejana, había una caja de madera antigua distinta de todo lo demás. Sin etiquetas ni identificación, la tapa agrietada y entreabierta dejaba escapar un hilo de tela blanca. Al levantar la tapa encontraron tres objetos cubiertos por polvo: un saco blanco doblado con manchas oscuras en las mangas, un par de zapatos blancos de enfermera unidos por los cordones y un estetoscopio antiguo con las gomas resecas y el metal oxidado. Junto a la caja, caído en el suelo y unido a una cadena oxidada, había un gafete con la foto de una mujer joven de uniforme blanco y sonrisa contenida. El nombre aún se leía: Leticia Herrera Ramírez.
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