Misteriosa desaparición de una maestra en Cofre de Perote: dos años después, un hallazgo escalofriante

En las profundidades de los bosques del Cofre de Perote, donde los oyameles centenarios se erigen como guardianes silenciosos de secretos ancestrales, ocurrió una tragedia que sacudió para siempre a la comunidad de Xalapa y a quienes aman la naturaleza. Elena Rosario Mendoza, profesora de biología en la Escuela Secundaria Federal número 12 de Xalapa, desapareció sin dejar rastro durante una excursión de fin de semana en marzo de 2009. Su auto quedó en el estacionamiento, junto a una nota sobre una cascada que deseaba fotografiar. Dos años después, un hallazgo macabro cambiaría para siempre la percepción de seguridad en las montañas veracruzanas y revelaría que no todos los que se pierden en el bosque simplemente se accidentan.

Elena era una mujer apasionada por su vocación y por la naturaleza. A sus 34 años, llevaba ocho enseñando biología a adolescentes que, gracias a su entusiasmo, terminaban fascinados por los ecosistemas de Veracruz. Su apartamento, pequeño pero acogedor, estaba decorado con fotografías de sus excursiones: cascadas, formaciones rocosas, flores endémicas, todo capturado en años de exploración solitaria. Su carácter independiente la llevaba a buscar la soledad contemplativa de las montañas, donde podía observar especies botánicas y tomar notas sin distracciones urbanas.

Esa mañana de viernes 13 de marzo, Elena desayunó café con pan dulce mientras revisaba un blog de montañismo. Encontró referencias a una cascada poco conocida en el lado norte del Cofre de Perote, rodeada de vegetación virgen. Los comentarios sugerían que pocos visitantes conocían su ubicación exacta, despertando el interés de Elena por explorar un lugar nuevo.

Durante el receso en la escuela, Elena compartió sus planes con María Luisa Herrera, su mejor amiga y colega. María Luisa, preocupada por las excursiones solitarias de Elena, le sugirió esperar al siguiente fin de semana o invitar a algún grupo de montañismo. Pero Elena, determinada, aseguró que conocía bien las rutas principales y tenía experiencia en navegación por bosque. Además, la cascada estaba a solo dos horas de caminata desde el estacionamiento, según el blog.

En la última clase del día, Elena mencionó a sus alumnos que el lunes les mostraría nuevas fotografías de ecosistemas acuáticos de montaña. Andrea, una alumna curiosa, preguntó si iría a tomar fotos a los volcanes. Elena confirmó y prometió incluir las imágenes en el proyecto sobre microclimas de altura. Los estudiantes, acostumbrados a sus aventuras, esperaban con emoción las imágenes que siempre traía de sus excursiones.

Al terminar las clases, Elena se despidió de María Luisa y caminó hacia su apartamento, donde preparó meticulosamente el equipo para la excursión: cámara digital, agua, frutas, protector solar, gorra, garrafa térmica negra, diario de campo, ropa adecuada y tenis de montaña. Antes de dormir, revisó las instrucciones del blog: debía tomar la ruta principal hasta una formación de rocas volcánicas, desviarse al norte siguiendo un arroyo seco hasta escuchar el sonido del agua.

El sábado 14 de marzo amaneció despejado. Elena salió temprano en su Tsuru azul, recorriendo la carretera México 140, familiar para ella por sus múltiples excursiones. Se detuvo en una gasolinera para llenar el tanque y comprar un sándwich. El empleado la recordaría como una mujer alegre, preguntando sobre las condiciones climáticas y mencionando su plan de explorar una cascada nueva.

Al llegar al estacionamiento principal del parque, notó pocos vehículos y turistas. Mientras organizaba su equipo, fue abordada por don Esteban Ramírez, guía local, quien le advirtió sobre los peligros de las rutas menos transitadas y le ofreció acompañarla. Elena, agradecida pero firme, insistió en ir sola. Don Esteban le dio indicaciones adicionales y le recomendó regresar antes de las cinco de la tarde. Si no volvía para las siete, él mismo iría a buscarla o alertaría a las autoridades.

A las 10:15, Elena inició su caminata hacia el norte, con su mochila verde militar y cámara lista. Los últimos montañistas que la vieron la describieron como confiada y sonriente, adentrándose por un sendero cada vez menos definido.

La ruta elegida era mucho más selvática que los senderos turísticos. La vegetación se volvía densa, los oyameles filtraban la luz y creaban un ambiente de penumbra verdosa. Tras 40 minutos, llegó a la formación de rocas volcánicas y se desvió siguiendo el arroyo seco, guiada por su experiencia y la disposición de las rocas y plantas. El terreno se volvía irregular, los senderos humanos desaparecían y solo quedaban rutas de animales.

Sin señal de GPS ni cobertura telefónica, Elena intentó llamar a María Luisa, pero no tuvo éxito. No se preocupó, confiando en su experiencia. Al mediodía, almorzó junto a un oyamel imponente, escuchando atentamente los sonidos del bosque en busca del rumor de agua. Documentó especies de orquídeas silvestres, bromelias y musgos, satisfecho por el éxito botánico de la expedición.

Después del almuerzo, continuó siguiendo el arroyo seco, el terreno se volvió más empinado y rocoso, la humedad aumentó y finalmente, a las dos de la tarde, escuchó el sonido de agua cayendo. Emocionada, aceleró el paso y llegó a la cascada: una caída de agua de veinte metros rodeada de vegetación exuberante. Fotografió el lugar, documentó especies únicas y anotó detalles en su diario de campo.

Mientras organizaba su equipo, escuchó movimientos en la vegetación. Pensó que era un animal, pero los sonidos eran demasiado deliberados. Preguntó si había alguien, pero no recibió respuesta. Continuó fotografiando y anotando, pero la inquietud crecía.

A las 3:15, decidió regresar. Guardó su cámara y volvió a escuchar movimientos, esta vez más cercanos. Vio una figura humana entre los helechos, pero no pudo identificarla. Saludó, pero la figura no respondió. Sintió una inquietud genuina y decidió regresar al estacionamiento, siguiendo las marcas mentales del trayecto.

Sin embargo, el terreno no le parecía familiar. El sentimiento de ser seguida se intensificó. Escuchaba movimientos detrás, pero no veía a nadie. El bosque estaba más silencioso de lo normal, como si la fauna hubiera detectado una perturbación.

A las cuatro de la tarde, se dio cuenta de que no seguía la ruta correcta. Consultó su brújula y verificó la dirección, pero había tomado una variante desconocida. Se detuvo junto a un oyamel, estudió sus fotografías para reorientarse y escuchó pasos acercándose. Esta vez, el sonido era claramente humano.

Elena se encontró frente a un hombre de unos 45 años, vestido con ropa de trabajo y botas gastadas. Llevaba un rollo de cuerda y cadenas de metal. Su expresión no era la de un excursionista casual. “Buenas tardes, profesora”, dijo con acento local. Elena se alarmó al notar que sabía quién era ella. El hombre había estado observando sus movimientos y había planeado el encuentro.

Intentó ganar tiempo, preguntando si se conocían, mientras buscaba rutas de escape. El hombre confirmó que la conocía, que la había visto explorar sola y que por eso la había elegido. Elena mintió, diciendo que la esperaban y que vendrían a buscarla pronto, pero el hombre respondió: “Nadie sabe exactamente dónde está usted ahorita. Nadie sabe de esta cascada más que usted y yo. Por eso la elegí.”

Elena dejó caer su mochila y corrió hacia la vegetación densa, pero el hombre la siguió, dirigiéndola hacia el interior del bosque. Cada vez que intentaba cambiar de dirección, él la bloqueaba, guiándola hacia un claro rodeado de oyameles centenarios.

En el claro, Elena notó actividad humana reciente: tierra removida, marcas en la corteza, ramas cortadas y pilas de piedras. El hombre apareció con una lona amarilla y herramientas, diciendo: “Ya llegamos a donde necesitábamos llegar, profesora. Este lugar es especial. Muy pocas personas lo conocen y las que lo conocen saben mantenerse calladas.”

Elena suplicó, apelando a su humanidad, pero el hombre comenzó a desplegar la lona amarilla, asegurando que buscaba a alguien como ella: sola, confiada y sin avisar exactamente a dónde iba. Las cadenas eran industriales, de construcción pesada, y el hombre tenía todo planeado.

Elena intentó huir una última vez, pero tropezó con una cuerda tensada entre dos árboles, colocada deliberadamente. Cayó y el hombre la alcanzó. La lona amarilla fue extendida junto al oyamel gigante, las cadenas aseguradas alrededor, creando un paquete imposible de abrir desde dentro.

El hombre trabajó en silencio, asegurando a Elena al árbol de manera que sugería conocimiento de supervivencia y resistencia humana. Elena comprendió que moriría lentamente, consciente de su situación pero sin posibilidad de alterarla. El hombre verificó su trabajo, ocultó evidencia y antes de irse, dijo: “Nadie va a encontrarla aquí. Ni siquiera los que conocen bien estos bosques vienen a esta parte. Va a tener tiempo para pensar en todas las decisiones que la trajeron hasta este momento.”

Las primeras horas fueron de terror puro. Elena intentó liberarse, gritó, buscó debilidades en las ataduras. Gradualmente, aceptó que había sido asegurada por alguien que sabía cómo prevenir cualquier escape. Con el paso de las horas y la llegada de la noche, experimentó una transformación psicológica: el terror inicial dio paso a una extraña claridad mental. Pensó en sus estudiantes, en las clases que nunca enseñaría, en las especies de plantas que nunca mostraría.

Durante la noche, notó que el claro tenía características acústicas particulares. Podía escuchar animales nocturnos, el goteo de humedad y, ocasionalmente, sonidos de vehículos en una carretera lejana. Comprendió que no estaba tan lejos de la civilización como pensaba, pero el aislamiento era resultado de la inaccesibilidad y ocultamiento del lugar.

Pasó la noche alternando entre intentos de escape, episodios de pánico y periodos de calma forzada. Observaba los ciclos nocturnos del ecosistema, los comportamientos de la fauna, los cambios de temperatura y humedad. Los días siguientes transcurrieron en una realidad alterada, donde el tiempo perdía significado. Observaba venados, aves rapaces, pequeños mamíferos nocturnos. Estas observaciones se convirtieron en su ancla mental, manteniendo activa su identidad como educadora y científica.

El tercer día, los efectos de la deshidratación y la exposición se intensificaron. La lona la protegía parcialmente, pero creaba un microclima húmedo que aceleraba otros problemas. Su voz se redujo a un susurro y comenzó a experimentar alucinaciones auditivas: voces de sus estudiantes, conversaciones familiares. Incluso en estados alterados, mantenía parte de su mente enfocada en la realidad, analizando sonidos y patrones de luz.

El cuarto día, su cuerpo entró en etapas finales de deshidratación, pero su mente experimentó momentos de claridad. Comprendió que el lugar había sido elegido por sus características para ocultar evidencia durante años. El claro estaba ubicado en una zona típicamente omitida en búsquedas por su inaccesibilidad y ausencia de senderos visibles.

En sus últimas horas de conciencia, Elena mezcló aceptación y tristeza. Pensó en su vida como profesora, en las diferencias que hizo, en sus padres y en María Luisa. Murió atada al oyamel gigante en algún momento del quinto día, su último pensamiento fue sobre una orquídea silvestre floreciendo en la rama alta del árbol al que estaba encadenada.

Mientras Elena vivía sus últimos días en el bosque, en Xalapa su ausencia generaba preocupación. El domingo, sus padres esperaron su llegada, llamaron repetidamente sin respuesta. El lunes, al no presentarse a trabajar, María Luisa supo que algo grave había ocurrido. La policía estatal inició la búsqueda, localizó su auto en el estacionamiento y entrevistó a don Esteban. Se organizaron operativos de búsqueda con perros rastreadores, helicópteros y voluntarios. Los perros siguieron el rastro de Elena hasta un punto donde desaparecía abruptamente.

La cobertura mediática creció, la imagen de Elena con su mochila verde militar se volvió icónica. La familia y amigos mantuvieron esfuerzos de búsqueda, crearon grupos en redes sociales y organizaron expediciones. Las autoridades favorecieron la teoría de un accidente fatal, pero algunos consideraban la posibilidad de un crimen.

Durante dos años, las búsquedas oficiales disminuyeron, pero la familia nunca perdió la esperanza. El cuarto de Elena permaneció intacto, sus padres se negaban a aceptar lo peor.

El sábado 18 de junio de 2011, Miguel Ángel Cervantes, guía profesional, conducía a un grupo de turistas por una zona poco conocida. Al explorar brevemente los alrededores, encontró una lona amarilla atada con cadenas industriales al tronco de un oyamel gigante. Al acercarse, distinguió colores de tela y objetos personales deteriorados por el tiempo: una mochila verde militar, una garrafa térmica negra, restos de comida.

Miguel, recordando el caso de Elena Mendoza, tomó fotografías y alertó a las autoridades. La escena fue acordonada, la familia llegó al lugar y enfrentó la dolorosa realidad. Los peritos forenses confirmaron que los restos eran de Elena, preservados parcialmente por la lona y las condiciones climáticas. Las cadenas industriales sugerían acceso a materiales especializados y conocimiento sobre su uso.

La investigación reveló que el claro había sido usado para propósitos similares anteriormente. Se encontraron marcas, restos de materiales y patrones de disturbio en la vegetación. Se entrevistó a todos los que tuvieron contacto con Elena, se analizaron rutas y se investigó por qué el claro nunca había sido incluido en las búsquedas. La teoría fue que Elena había sido interceptada por alguien que conocía tanto sus hábitos como la geografía local, llevándola al claro bajo pretextos relacionados con la cascada.

A pesar de años de investigación, nunca se identificó ni arrestó a un sospechoso. El caso permanece abierto, clasificado como homicidio sin resolver. Para la familia, el hallazgo proporcionó un cierre cruel: sabían lo que ocurrió, pero las circunstancias eran peores de lo imaginado. Elena no sufrió un accidente, fue víctima de un acto de violencia deliberado y prolongado.

El caso de Elena Mendoza es un recordatorio perturbador de que los espacios naturales pueden ser utilizados por depredadores que explotan el aislamiento y la vulnerabilidad de los visitantes solitarios. La lona amarilla encontrada en el bosque se convirtió en símbolo de los peligros ocultos. Las preguntas sobre quién conocía lo suficiente para planificar el crimen y por qué Elena fue elegida permanecen sin respuesta. El bosque guarda sus secretos y Elena Mendoza se llevó las respuestas a la tumba.