Mujer adopta a niña huérfana — baño revela un secreto escalofriante

Se suponía que sería el comienzo de algo hermoso — el primer baño en su nuevo hogar. El orfanato le había advertido que la pequeña Sophie era tímida, que no hablaba mucho, que podría necesitar tiempo para confiar. Emma estaba preparada para eso. Lo que no esperaba era la forma en que Sophie se encogió al encender el agua tibia.

“Está bien, cariño,” murmuró Emma, arrodillándose junto a la tina. Sumergió sus dedos para probar la temperatura. “¿Ves? Bien calentita.”

Sophie solo miraba el agua, con los pequeños puños apretados. Emma la levantó con cuidado para meterla en la tina, esperando que las burbujas lograran sacarle una sonrisa. Pero cuando la espuma resbaló por los brazos de Sophie, a Emma se le cortó la respiración.

Marcas tenues, moradas, rodeaban las muñecas de la niña — como si alguien la hubiera agarrado fuerte, más de una vez.

Emma se paralizó. No eran rasguños de caídas en el parque. Eran demasiado uniformes, demasiado intencionales.

Sophie la vio mirando y de inmediato encogió los hombros, como intentando esconder sus brazos bajo el agua.

“Cariño,” susurró Emma, “¿alguien te lastimó?”

Los labios de la niña temblaron, pero negó con la cabeza rápidamente. Demasiado rápido.

El corazón de Emma latía con fuerza. Sabía que los niños a veces se lastiman accidentalmente, pero en el fondo algo le decía que esas marcas tenían una historia que Sophie temía contar.

Mientras lavaba el cabello de Sophie, Emma notó más — una cicatriz larga y delgada en su espalda, casi curada pero inconfundible. Y algo más: una quemadura circular y tenue en su brazo superior, del tamaño de una moneda.

Se mordió el labio con tanta fuerza que sintió el sabor a sangre.

Esa noche, Emma no pudo dormir. Se sentó en la mesa de la cocina, con los papeles de adopción extendidos frente a ella. El expediente del orfanato decía que Sophie fue encontrada vagando cerca de un almacén abandonado, sin familiares localizados. No mencionaba lesiones más allá de “rasguños menores.”

Pero esas marcas no eran menores. Y no eran lo suficientemente viejas para ser anteriores a cuando la encontraron.

La mente de Emma se llenó de preguntas. ¿Quién había hecho eso? Y lo más importante — ¿seguían ahí afuera buscándola?

Fue sacada de sus pensamientos por un sonido — pasos suaves en el pasillo. Sophie estaba ahí, en pijama, abrazando al conejo de peluche que Emma le había comprado.

“¿No puedes dormir?” preguntó Emma suavemente.

Sophie negó con la cabeza. “Tengo miedo.”

Emma se arrodilló para mirarla a los ojos. “¿Miedo de qué?”

La mirada de Sophie se desvió hacia la ventana, luego volvió a Emma. Su voz era apenas un susurro.

“Me encontrarán.”

Emma sintió un frío en el estómago.

“¿Quién?” preguntó, con la voz temblando.

Sophie abrió la boca, pero antes de que pudiera responder, un golpe fuerte resonó en la puerta principal.

El golpe se repitió. Tres golpes secos. Demasiado intencionales para ser un vecino por error.

El instinto de Emma le gritó que mantuviera la puerta cerrada, pero no quería que Sophie viera su miedo. Se levantó despacio, haciendo un gesto para que Sophie se escondiera detrás del sofá. La niña obedeció de inmediato, apretando su conejo con tanta fuerza que parecía que se rompería.

Emma se acercó a la puerta sin encender la luz del porche. “¿Quién es?” preguntó.

No hubo respuesta.

Su corazón latía con fuerza. Miró por la mirilla — no vio nada más que sombras. Quienquiera que fuera se había salido de la vista.

Se alejó, asegurando la cerradura y poniendo la cadena. Entonces escuchó un susurro, apenas audible:

“Devuélvela.”

La sangre de Emma se heló.

Su mente corrió. ¿Cómo podía alguien saber que Sophie estaba ahí? La adopción fue privada, finalizada apenas días atrás.

Tomó su teléfono con manos temblorosas y marcó al 911. La operadora la calmó, prometiendo que un oficial llegaría pronto.

Cuando la policía llegó, la calle estaba vacía. Sin huellas, sin señales de entrada forzada. Pero Sophie se negó a salir de detrás del sofá hasta que se fueron.

Cuando Emma trató de acostarla, Sophie se aferró a su brazo. “No dejes que se la lleven.”

“No lo haré,” prometió Emma. Pero vio que Sophie no le creía.

A la mañana siguiente, Emma decidió que necesitaba respuestas — las que el orfanato no le había dado. Condujo de regreso a la institución, Sophie callada en el asiento trasero, mirando nerviosa a cada auto que pasaba.

Adentro, la encargada principal, la señora Hargrove, las recibió con una sonrisa forzada.

“Señora Lane, esto es inesperado.”

Emma no perdió tiempo. “¿Quién tuvo a Sophie antes de que ustedes la encontraran?”

La señora Hargrove se puso rígida. “Como le dije, fue encontrada cerca de un almacén abandonado—”

“¿Y las marcas en sus brazos? ¿La cicatriz? ¿La quemadura?” La voz de Emma subió. “No me diga que no las vieron.”

Los ojos de la señora Hargrove se dirigieron a Sophie. “Aquí no.” Hizo un gesto hacia su oficina.

Adentro, con la puerta cerrada, bajó la voz. “No debíamos decir nada. La policía fue… disuadida de investigar demasiado a fondo.”

El pecho de Emma se apretó. “¿Por quién?”

La señora Hargrove dudó. “Los hombres que vinieron a buscarla dijeron ser su ‘familia.’ Pero Sophie no quiso ir con ellos. Nos contó… cosas. Cosas que sugerían que la habían mantenido en algún lugar. Que la lastimaron. Que la entrenaron.”

Emma tragó saliva. “¿Entrenaron? ¿Para qué?”

Los labios de la señora Hargrove se apretaron en una línea fina. “Mencionó llaves. Códigos. Entregas. Es muy pequeña para entender, pero creo que vio — o fue parte de — algo criminal. Algo peligroso.”

La mente de Emma daba vueltas. No se trataba solo de un niño maltratado. Sophie era un cabo suelto de una operación.

Esa noche, Emma cerró con llave todas las puertas y ventanas. Dejó que Sophie durmiera en su cuarto, acurrucada con su conejo.

A las 2 a.m., el sonido de vidrios rompiéndose la despertó de golpe.

Agarró a Sophie y se escondieron en el clóset, el teléfono ya en mano. Desde el dormitorio se oían pasos pesados — no uno solo.

Emma susurró, “No hagas ruido.” Sophie asintió, agarrando la camiseta de Emma con fuerza.

Los pasos se detuvieron justo afuera del clóset. Una voz masculina habló, baja y amenazante:

“Sabemos que la tienes. Esta es tu única oportunidad.”

El pulso de Emma retumbaba en sus oídos. Apretó más a Sophie, rezando que llegaran las sirenas pronto.

Luego — pasos alejándose. Una puerta cerrándose de golpe. Silencio.

Cuando la policía llegó minutos después, los intrusos ya se habían ido. Pero esta vez dejaron algo — una sola llave de bronce en el suelo del dormitorio.

Sophie la miró, pálida.

“Esa es la llave,” susurró. “La que usaban para cerrar la habitación.”

Emma se agachó para mirarla a los ojos. “¿Qué habitación?”

La voz de Sophie tembló. “La que tenía jaulas.”

La policía mantuvo a Sophie y Emma bajo protección dos noches, pero las visitas cesaron y los oficiales se fueron. Emma sabía que eso era un error.

A la tercera noche, despertó para encontrar la cama de Sophie vacía. El pánico la invadió. Corrió por la casa, llamando su nombre — nada. Entonces vio algo: la puerta trasera entreabierta, balanceándose con la brisa nocturna.

Salió corriendo descalza hacia la oscuridad. Más allá de los árboles, una luz tenue parpadeaba. La siguió, ramas arañándole los brazos, hasta llegar a un pequeño claro — y se quedó paralizada.

Ahí, en el centro, estaba un viejo cobertizo. La puerta abierta, una linterna proyectando largas sombras dentro.

Y Sophie… estaba parada en la entrada.

Emma corrió hacia ella. “¡Sophie! ¡Tenemos que irnos!”

Pero Sophie no se movió. Su expresión era inexpresiva. “Quería ver si recordaba el camino,” dijo en voz baja.

El estómago de Emma se hundió. “¿El camino… hacia qué?”

Sophie se apartó, revelando el interior del cobertizo. Filas de jaulas de metal cubrían las paredes, cada una oxidada, cada una lo suficientemente grande para un niño. En la mesa del fondo había pilas de papeles, pasaportes y un teléfono que seguía brillando con mensajes sin leer.

Antes de que Emma pudiera procesarlo, se escucharon pasos acercándose entre los árboles — varias personas, llegando rápido.

Los ojos de Sophie se llenaron de lágrimas. “Me hicieron memorizar todos los números, Emma. Creo… creo que iban a venderme. Y creo que todavía quieren hacerlo.”

Emma agarró su mano. “No mientras yo pueda evitarlo.”

Pateó la linterna, haciendo que las llamas se extendieran por el suelo del cobertizo. El fuego prendió rápido, el humo llenó la noche.

Gritos estallaron en la oscuridad mientras Emma tiraba de Sophie hacia los árboles. Las ramas les azotaban, el fuego iluminaba el cielo detrás de ellas. En medio del caos, se escuchó un disparo.

No pararon de correr hasta que llegaron a una carretera cercana — justo en el camino de un patrullero.

Los oficiales las subieron justo cuando el cobertizo se derrumbaba en una columna de fuego.

Más tarde, Sophie se sentó envuelta en una manta, recostada contra Emma. La llave de bronce aún apretaba en su mano.

“¿Qué hacemos con esto?” preguntó Sophie.

Emma la miró, luego miró el horizonte en llamas. “Se la damos a la policía… y nos aseguramos de que abran todas las puertas que corresponda.”

Sophie asintió, apretando los dedos.

Y por primera vez desde aquel baño, Emma creyó que podrían estar realmente a salvo.