Multimillonario se reencuentra con su ex—Dos niños idénticos a él cambian todo

Lo primero que Michael Grant notó no fue a ella.
Fueron los dos niños.

Estaban parados en la banqueta frente a una librería del centro, jugueteando con gorras de béisbol azul marino idénticas, riéndose de algo que sólo ellos entendían. Ambos tenían el mismo cabello rubio cenizo, el mismo hoyuelo tenue en la mejilla izquierda y la misma energía inquieta que Michael tenía a esa edad. Parecían de cinco o seis años, apenas lo suficientemente pequeños como para correr a todos lados en vez de caminar.

La app de Uber de Michael decía que su conductor llegaría en tres minutos. Revisó el mapa en su teléfono y luego volvió a mirar a los niños.

Fue entonces cuando ella salió de la librería.

Anna.

Por un segundo, Michael pensó que sus ojos le jugaban una broma. No la había visto en seis años, desde aquella fría mañana de noviembre en que terminaron. Ella llevaba un suéter color crema y jeans oscuros, el cabello un poco más corto ahora pero aún de ese castaño suave que él recordaba. Se veía mayor, pero en el sentido de alguien que ha madurado—más tranquila, más centrada.

Y cuando ella tomó las manos de los niños, algo en el pecho de Michael se apretó.

La notificación de Uber sonó. Dos minutos.

Podía irse. Podía subirse al auto, ir a su reunión y fingir que este momento nunca ocurrió. Pero sus pies no se movieron.

Anna lo vio justo cuando ayudaba al niño más pequeño a ajustar la correa de su mochila. Sus ojos se abrieron—no exactamente en shock, sino en reconocimiento mezclado con una pizca de duda.

—Michael—dijo ella, con voz cuidadosa.

—Anna—. Su garganta se sintió seca. —Hola.

Los niños lo miraron, curiosos. El mayor ladeó la cabeza.
—¿Quién es él, mamá?

Mamá.

La palabra pesó más de lo que esperaba.

—Él es… un viejo amigo—dijo Anna después de una pausa. —Michael, ellos son mis hijos, Ethan y Luke.

Ambos saludaron tímidamente. Ethan, el mayor, tenía exactamente el color de ojos de Michael—gris con ese ligero aro verde. Luke tenía su nariz. Michael se dijo que lo estaba imaginando, pero las similitudes eran demasiado evidentes para ignorarlas.

—Son buenos niños—dijo, con la voz más firme de lo que sentía.

—Gracias—Anna sonrió levemente, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.

Hubo una pausa—lo suficientemente larga para que el aire entre ellos se llenara de lo no dicho. Seis años de lo no dicho.

—Entonces… ¿vives cerca de aquí?—preguntó Michael, más para evitar que ella se fuera que por verdadera curiosidad.

—No muy lejos—respondió ella. —Regresamos hace como un año.

El ícono de Uber mostraba al conductor doblando en la calle.

Michael dudó. Quería preguntar sobre los niños, sobre su padre. Pero la última vez que hablaron, él fue quien terminó todo. Estaba demasiado enfocado en construir su empresa, convencido de que no podía equilibrar amor y ambición. Ahora, parado ahí como multimillonario con un penthouse y nadie esperándolo en casa, la decisión no parecía tan clara.

Los niños se distrajeron con un perro que pasaba, dándole a Michael un momento solo con Anna.

—Se ven…—se detuvo. —Felices. Eso está bien.

—Lo están—dijo ella suavemente. —Hemos… estado bien.

Él asintió, aunque una parte de sí mismo gritaba por saber más.

El Uber llegó a la banqueta. El conductor bajó la ventana. —¿Michael?

Michael miró del auto a Anna. Ella sostenía de nuevo las manos de los niños, lista para irse.

—Fue bueno verte—dijo ella.

—Igualmente—. Su mano apretó el teléfono.

Subió al Uber, pero mientras se alejaban, miró hacia atrás. Los niños observaban el auto, y por un momento, la sonrisa ladeada de Luke—idéntica a la que Michael veía en fotos familiares antiguas—le hizo doler el pecho.

Lo que Michael no sabía era que ese breve encuentro estaba a punto de desenterrar una verdad que cambiaría los últimos seis años de su vida.

Parte Dos – La Verdad

Michael no tenía intención de ver a Anna otra vez. Pero la vida, en su forma desordenada e incómoda, no se preocupa por las intenciones.

Tres días después, salía de una cafetería cuando escuchó que alguien lo llamaba por su nombre. Anna estaba al otro lado de la calle, con una bolsa de supermercado en una mano. Los niños no estaban con ella.

—¿Tienes un minuto?—preguntó.

Terminaron sentados en una banca del parque, la bolsa a sus pies. Esta vez no hubo charla trivial.

—Debo explicarte—comenzó ella. —Sobre los niños.

Michael se preparó. —Anna, no tienes que…

—Son tuyos, Michael.

Las palabras cayeron como un golpe. Por un momento, todo lo que escuchó fue el ruido lejano del tráfico.

Parpadeó. —Yo… ¿qué?

—Después de que terminamos, descubrí que estaba embarazada. Intenté llamarte, pero tu número había cambiado. Mandé un correo, pero nunca recibí respuesta. Pensé que habías dejado claro que no querías… este tipo de vida.

Michael buscó en su rostro. —Nunca recibí nada tuyo. Ni llamada, ni correo.

Ella frunció el ceño. —Usé tu dirección de la empresa anterior.

—Vendí esa empresa un mes después de que terminamos. Cambié todo.

Se quedaron en silencio, el peso de seis años perdidos cayendo sobre ellos.

—No sabía cómo encontrarte—dijo ella en voz baja. —Y no iba a perseguir a alguien que ya se había ido.

Michael soltó el aire con fuerza, su mente corriendo por todo lo que se había perdido—sus primeras palabras, sus primeros pasos, cumpleaños. Dos infancias completas que no supo que eran suyas para compartir.

—Ethan y Luke—dijo lentamente, saboreando los nombres de otra manera. —Son míos.

Anna asintió.

Por primera vez desde la ruptura, ella no parecía a la defensiva. Sólo se veía cansada—como alguien que ha cargado demasiado sola.

Michael se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas. —Quiero estar en sus vidas.

Ella buscó en su rostro. —No es tan sencillo. Ellos no saben de ti. No así. Y… he sido su única mamá. Son mi mundo.

—No quiero quitarte a los niños—dijo él, firme. —Sólo… no puedo irme otra vez. No ahora.

Sus ojos se suavizaron un poco, aunque la duda permanecía. —Tendría que ser despacio.

—Puedo ir despacio—dijo Michael. —Pero no puedo hacer nada.

Hablaron otra hora, trazando un plan frágil—un almuerzo la próxima semana, sólo como “el amigo de mamá Michael” por ahora. Sin grandes revelaciones hasta que los niños estuvieran listos.

Al despedirse, Anna lo miró con algo parecido al alivio. —Has cambiado—dijo.

—Tal vez—respondió él. —O tal vez apenas descubrí lo que realmente importa.

Esa noche, en su penthouse con vista a la ciudad, Michael se quedó en silencio, repasando el día. Por años, pensó que el éxito era construir algo desde cero. Pero ahora comprendía la verdad: lo más importante que iba a construir apenas comenzaba—dos niños y una segunda oportunidad.