Pareja de Guadalajara desaparece en sendero de Cancún: El hallazgo que nadie esperaba cinco años después

Julio de 2003. El cielo sobre Cancún parecía recién pintado, azul liso, sin apenas nubes y con un calor que se pegaba a la piel, haciendo que el viento fuera un alivio raro y bienvenido. En la arena blanca y fina de Playa Delfines, Mariana Ramos Medina sonreía tímidamente a la cámara de una pareja de turistas canadienses que había conocido minutos antes. Llevaba un bikini verde con flores blancas, hecho a medida en Guadalajara, y sus pies se hundían suavemente en la arena caliente. Alejandro López Armenta, a su lado, vestía camiseta blanca sencilla y un short azul marino, con esa expresión de quien no sabe muy bien cómo posar. Detrás de ellos, el mar brillaba, indiferente al instante, pero esa foto, tomada por casualidad, se convertiría en la última imagen conocida de la pareja.

Mariana y Alejandro habían ahorrado más de un año para ese viaje. Recién egresados, ella de artes visuales, él de ingeniería civil, planeaban disfrutar de la calma antes de sumergirse en la vida adulta. Era la primera vez que veían el mar juntos. Se hospedaron en un hotel modesto, con ventilador ruidoso, desayuno de pan duro y jugo aguado. Pero para ellos, todo era nuevo, suficiente, íntimo.

En los primeros tres días siguieron el itinerario clásico: Playa Tortugas, Isla Mujeres, mercado de artesanías, largas caminatas por la orilla, fotos con cámaras desechables. Mariana se fascinaba con las luces doradas del atardecer, fotografiaba detalles: los brazaletes de Shakira vendidos por niños, los cabellos de turistas bailando con el viento, las sombras de palmeras sobre la acera agrietada. Alejandro, más práctico, se encargaba de los mapas, la mochila, los trayectos. Llevaba un encendedor verde descolorido, herencia universitaria, y anotaba los gastos del viaje en una libreta con letra pequeña y ordenada.

La mañana del 14 de julio, lunes, despertaron temprano. El ventilador giraba perezosamente y Mariana se quejó del calor sofocante. Tomaron café rápido, pan dulce con leche, y bajaron con mochilas pequeñas, dos botellas de agua, frutas, un celular sencillo casi sin batería y muchas ganas de ver el lado menos turístico de la península.

Una empleada del hotel les habló de senderos poco conocidos en la región de Puerto Morelos, donde se podía acceder a cenotes aislados. “No son para turistas”, advirtió, “pero hay locales que los conocen.” Alejandro insistió en contratar un guía, pero Mariana quería ahorrar: “Regresamos antes del almuerzo. Va a estar tranquilo.” Atándose el cabello en un chongo improvisado, tomaron una van hacia Puerto Morelos.

A las 9:30 de la mañana fueron vistos en una tiendita de artesanías a la entrada de la ciudad. La dueña, Leticia, los recuerda con claridad: eran jóvenes, reían mucho, preguntaban por senderos menos concurridos y querían ver cenotes sin tanta gente. “Solo les dije que tuvieran cuidado.” Esa fue la última vez que alguien los vio con certeza.

La tarde trajo más calor. El celular que llevaban, usado por ambos porque Alejandro había olvidado el suyo en Guadalajara, dejó de responder alrededor de las 15. Las llamadas iban directo al buzón de voz. Cuando no regresaron al hotel al final del día, el recepcionista lo encontró extraño, pero no notificó a la policía hasta el día siguiente. Ese retraso en las primeras 24 horas sería uno de los mayores arrepentimientos de las familias.

La mañana del 15, los padres de Mariana en Guadalajara recibieron una llamada del hotel: la habitación seguía intacta, toallas húmedas, un paquete de galletas abierto, la cámara digital en el buró con la última foto de los dos en la playa. La maleta de Mariana semiabierta, la de Alejandro cerrada y la ropa cuidadosamente doblada. Nada indicaba fuga, pelea o cambio de planes.

Las búsquedas comenzaron el día 16. La policía de Benito Juárez patrulló la región con bomberos, voluntarios y, días después, la guardia costera. Usaron drones, perros rastreadores y helicópteros, sobrevolando senderos, cuevas y carreteras secundarias. Hablaron con guías, residentes, dueños de bares, pero no hubo ninguna pista concreta.

Mientras tanto, la historia ocupaba espacio en los periódicos regionales. “Pareja de Guadalajara desaparece en sendero aislado cerca de Cancún”, decía el titular. Las familias llegaron el día 18 y fueron al hotel. Lourdes, madre de Mariana, reconoció el bikini guardado en la mochila de playa. Armando, padre de Alejandro, se quedó en silencio al ver la libreta de su hijo con la última línea escrita: “Agua, 10 pes, fruta 7 pes, camión AP Morelos 30.” Nada después.

Durante semanas se pegaron carteles en postes, camiones y farmacias. Las fotos de los dos, sonriendo bajo el sol con el mar de fondo, se volvieron familiares en toda la costa. Pero los días pasaban y no surgía ninguna pista nueva. La vegetación densa, el calor extremo y la falta de coordenadas exactas lo dificultaban todo. Los familiares caminaron por senderos improvisados guiados por pescadores y residentes, pero la selva parecía tragarse todos los rastros.

En Guadalajara, amigos organizaban vigilias y misas. Algunos compañeros crearon un sitio web pidiendo ayuda con información. Pero los foros pronto comenzaron a especular: fuga voluntaria, secuestro, cártel, tráfico humano, accidente. La policía nunca descartó nada, pero tampoco confirmó nada. La ausencia comenzó a convertirse en polvo.

A partir de la tercera semana, el silencio empezó a hacer ruido. Las autoridades locales, presionadas por la prensa, redujeron recursos. La policía argumentaba que habían recorrido más del 80% de los senderos posibles entre Cancún y la ruta de los cenotes. El terreno era traicionero, suelo calcáreo, agujeros naturales, desniveles ocultos y cuevas húmedas bajo la selva densa. Sin cobertura celular y con calor sofocante, cualquier búsqueda era una travesía.

Los padres de Mariana se negaban a irse. Rentaron un cuarto en una posada de Puerto Morelos y caminaban todos los días por caminos de tierra, repartiendo volantes, mostrando fotos, preguntando a cualquiera. Lourdes hablaba con policías, pescadores, vendedores. Héctor anotaba todo en una libreta: fechas, nombres, horarios, testimonios. Norma y Armando, padres de Alejandro, regresaron a Guadalajara tras dos semanas, vencidos por el cansancio y la impotencia. Movilizaron amigos, políticos, profesores; los hermanos ayudaban en la parte digital, crearon un blog con actualizaciones diarias y pedían información anónima por correo electrónico.

A principios de agosto surgieron rumores más graves. Un pescador dijo haber visto a dos jóvenes llevados por hombres armados en una camioneta rumbo a Leona Vicario. Una mujer afirmó haber escuchado gritos en la selva la madrugada del 15. Ninguna información fue confirmada, pero la prensa sensacionalista aprovechó: “Los llevaron por error”, “Cártel local podría estar detrás de desaparición misteriosa.” La policía respondía con cautela. Un investigador dijo: “No hay señales evidentes de secuestro. Puede haber sido accidente, desorientación o fuga.”

Los padres sabían que no había huida. Alejandro tenía una oferta de trabajo para agosto, Mariana iba a exponer sus fotos en una galería emergente. El viaje era una celebración, no una fuga. Si hubieran querido desaparecer, habrían dejado una nota. “No huyeron. Algo pasó en ese sendero”, decía Lourdes mirando la selva.

Con los meses, la esperanza cambió de forma. Al principio, todos buscaban vivos. Luego aceptaron la posibilidad de encontrar solo vestigios, ropa, cualquier pista. Pero ni eso apareció. La vegetación parecía tragarlo todo. Los helicópteros fueron retirados, los perros ya no olfateaban nada nuevo. Los carteles se caían con la lluvia y el nombre de ellos comenzó a desvanecerse de los titulares.

A finales de 2003, los periódicos ya no traían actualizaciones. Las búsquedas se volvieron voluntarias, solo por familiares y algunos residentes. Ernesto, un señor de 59 años que vivía cerca de la ruta de los cenotes, comenzó a explorar senderos por su cuenta. Exmilitar, conocía bien la región y se decía molesto con la forma en que el caso había sido archivado: “Esos chicos no desaparecieron por arte de magia. Algo pasó allí. Lo siento y voy a buscar.”

Durante cinco años realizó más de 40 exploraciones por la región, solo o con amigos. Nunca encontró nada, pero tampoco se detuvo. Mientras tanto, en Guadalajara, los amigos de Mariana organizaban exposiciones con sus fotografías. La más conocida era una imagen en blanco y negro de una sombra proyectada sobre un muro agrietado con la frase: “Hay ausencias que hablan más que los gritos.”

En 2008, cinco años después de la desaparición, el nombre de Alejandro fue incluido oficialmente en el Registro Nacional de Desaparecidos. Para Norma, su madre, fue un golpe: “Firmar ese papel fue aceptar que mi hijo se convirtió en estadística.” Para Lourdes y Héctor, la búsqueda seguía viva. Cada año, en julio, regresaban a Cancún, pegaban carteles nuevos, rehacían el camino hasta Puerto Morelos, pasaban por la tienda de Leticia, repetían preguntas. Ya no buscaban a los dos, buscaban cualquier cosa.

Y esa cosa llegó casi seis años después, bajo una raíz reseca en el fondo de un cenote olvidado donde el tiempo parecía detenido. El verano de 2008 fue más seco de lo habitual. Algunos cenotes alejados de la ruta turística comenzaron a secarse por completo. Ernesto escuchó que un cenote antiguo dentro de una propiedad abandonada estaba completamente seco. Decidió ir. El camino era difícil, cubierto por raíces y troncos podridos. Un silencio espeso dominaba todo.

Al llegar al borde del cenote, notó la ausencia de agua, solo tierra seca, piedras y hojas muertas. Inspeccionó con calma, sabiendo que cuando el agua retrocede, lo escondido durante años aparece. Entre raíces y ramas, algo llamó su atención: un enredo extraño junto a la base de un árbol inclinado. Parecía lianas y trapos viejos, pero al acercarse, notó la textura de tela. Removió con cuidado hojas y polvo. Jaló con las manos: primero salió el sostén de un bikini verde y blanco rasgado, luego la parte inferior, también rasgada y con marcas de humedad. A un lado, medio enterrada, una camiseta blanca sucia, manchas oscuras de tierra y sangre seca, un arete de concha y un encendedor verde oxidado.

Ernesto se quedó mirando aquello sin moverse. Sabía exactamente qué había encontrado. Sin tocar nada más, retrocedió y llamó a la policía ambiental. En menos de dos horas el lugar estaba acordonado. Lo encontrado no incluía restos humanos, ningún hueso, ningún cabello, ningún vestigio biológico claro. Pero la ropa lo decía todo. El bikini era inconfundible, la camiseta reconocida por la familia, el encendedor con un rayón en forma de “a” era un detalle de Alejandro, y el arete, la mitad de un par comprado por Mariana en Guadalajara.

La confirmación vino de las familias. Lourdes llevó la mano a la boca: “Es de ella, lo sé.” Armando miró la camiseta antes de decir: “Era su favorita.” La noticia se extendió rápido. “Objetos de pareja desaparecida en 2003 son encontrados en cenote seco”, decían los periódicos. Las imágenes fueron difundidas con cuidado, pero el impacto fue fuerte. Las teorías reaparecieron: que los enterraron allí y luego el agua lo cubrió, que hubo crimen y el tiempo borró los rastros, que murieron accidentalmente y nadie los encontró jamás. La pericia no fue concluyente, los tejidos estaban degradados y no había fragmentos humanos para pruebas genéticas.

Las marcas en la ropa indicaban exposición prolongada al ambiente. La camiseta tenía tres agujeros, pero no se podía afirmar si fueron causados por cuchillos, animales o el tiempo. El bikini también tenía áreas rasgadas y uno de los lados parecía enredado en raíces desde hacía años. Las piezas fueron catalogadas como evidencia parcial de presencia. Para la policía, el caso regresaba al punto anterior: desaparición con evidencias, pero sin prueba definitiva de muerte. Legalmente aún no era posible declarar el fallecimiento sin restos corporales, pero para las familias la realidad se había instalado.

Lourdes volvió al lugar con flores y un collar que Mariana usaba de niña. Pidió que dejaran los objetos allí por unas horas antes de llevarlos a análisis. Se sentó en una piedra cercana y lloró en silencio. No pidió justicia, solo pidió tiempo. La policía aisló la zona durante 72 horas, pero no encontró nada más. Después, la propiedad fue nuevamente cerrada. Las familias pidieron un memorial, un espacio pequeño con una cruz de madera y una frase pintada por uno de los hermanos de Alejandro: “Aquí no hay olvido, solo preguntas.” La ausencia ahora tenía un lugar.

El memorial fue montado dos semanas después, un sábado de cielo nublado y suelo seco. Lourdes llegó temprano con flores amarillas, Héctor con cartas de Mariana guardadas durante años. Norma y Armando vinieron en coche desde Guadalajara, trayendo un marco con la foto de Alejandro. La cruz de madera fue fijada en el borde del cenote seco. No pusieron nombres, solo la frase: “Aquí no hay olvido, solo preguntas.”

No hubo discurso ni ceremonia, solo los cuatro sentados bajo la sombra de un árbol, mientras el viento traía el olor de tierra y hojas secas. Lourdes leyó en voz baja una carta de Mariana, fechada en 1996: “Hoy vi a Alejandro por primera vez sin lentes. Me pareció más guapo.” Héctor sostenía una botella de agua sin beber, como si fuera una ofrenda inmóvil. Norma, con los ojos hinchados, rebuscaba en los bolsillos, buscando algo que no estaba allí. Luego se fueron sin decir cuándo regresarían.

La noticia del memorial circuló poco, solo en blogs y foros. Pero entre los residentes, el lugar pasó a ser conocido como el pozo del silencio. Algunos decían sentir escalofríos al pasar, otros juraban escuchar pasos o voces. Ernesto, que seguía visitando el área, se reía de esas historias: “No hay fantasmas allí. Lo que asusta es lo que no se sabe.”

En la casa de los padres de Mariana en Guadalajara, la rutina cambió. El cuarto fue vaciado poco a poco; Lourdes empacó la ropa, dejando solo el vestido amarillo que Mariana usó en su cumpleaños de 20 años. Permaneció colgado detrás de la puerta más de dos años. Las cámaras fueron donadas a una escuela pública y los negativos digitalizados por un sobrino.

En la familia de Alejandro el impacto fue más interno: Armando volvió a fumar, Norma evitaba conversaciones largas, el marco con la foto de su hijo fue colocado sobre un mueble junto a una vela que ardía los días 14. Los hermanos, ahora adultos, evitaban el tema. Felipe, uno de ellos, dijo en un podcast local: “Mi hermano desapareció dos veces, la primera en la selva, la segunda en el silencio.”

Las autoridades cerraron formalmente la investigación a principios de 2009. El expediente quedó en archivos físicos con fotos, testimonios, informes y una carpeta con las imágenes de los objetos encontrados. La página final traía una conclusión protocolar: “No se encontró evidencia suficiente para establecer causa o circunstancias de muerte.” Pero para quienes los conocían, esa frase no era suficiente.

Entre amigos de la universidad, el caso se convirtió en una memoria colectiva mal resuelta. Mariana solía dibujar conchas y lunas en las esquinas de las hojas, Alejandro hacía bromas discretas y corregía cálculos en los trabajos. Uno de ellos escribió años después: “No querían fama ni desaparecer, solo ver un lugar bonito juntos.”

La ausencia se volvió parte del paisaje de quienes se quedaron. Leticia, la dueña de la tienda donde fueron vistos por última vez, comenzó a contar la historia a turistas curiosos, señalando una foto amarillenta en el mostrador. “Pasaron por aquí hace muchos años. Preguntaron por senderos. Parecían tan vivos, tan seguros de a dónde iban, pero no lo estaban.”

El camino que tomaron esa mañana de julio sigue siendo un misterio. El sendero más probable lleva a una bifurcación donde la selva se densifica rápidamente y a pocos metros ya no hay marcas visibles. Algunos guías creen que la pareja se desvió por error, otros sugieren que encontraron a alguien en el trayecto y los llevaron lejos. Nunca hubo consenso. Lo concreto: una camiseta blanca, un bikini verde con flores blancas, un encendedor oxidado, un arete de concha y un agujero en el suelo rodeado de piedras donde el tiempo se detuvo.

En julio de 2009, seis años después, las familias regresaron al memorial. Encontraron cartas dejadas por desconocidos: “No los conocí, pero paso por aquí cada semana. No sé qué les pasó, pero no están olvidados.” Durante los meses siguientes, la vida de las familias fue reconfigurándose poco a poco, no por voluntad, sino por necesidad. La ausencia ya no era noticia, ni generaba búsquedas, ni movilizaba foros, pero seguía allí como una piedra invisible en el pecho.

Lourdes comenzó a trabajar en una escuela pública, Héctor se jubiló y cuidaba plantas en el patio, plantó hibiscos rojos y colocó placas de madera con nombres de flores junto a cada maceta. Norma se dedicó a la costura, Armando volvió a trabajar como contador. Felipe intentó organizar un documental amateur con amigos, pero el proyecto se detuvo. Faltaba lo que siempre faltó: respuestas.

En 2010, siete años después, la zona fue afectada por lluvias intensas. La vegetación creció, cubriendo senderos y borrando cualquier rastro. El cenote seco volvió a retener agua, imposibilitando nuevos análisis. Los peritos ya habían declarado: “El lugar estuvo expuesto por mucho tiempo. Cualquier evidencia orgánica posible fue destruida por el clima, insectos y raíces.”

Pero para Ernesto eso no bastaba. A los 61 años, seguía explorando áreas cercanas, anotando cambios en la vegetación, senderos abiertos por animales, marcas de neumáticos antiguas. Un periodista local comenzó a acompañarlo, grabando fragmentos para un canal independiente. En el video más visto, Ernesto dice: “No los conocía, pero sé que no fue accidente. La selva no desaparece a la gente de ese modo. Si desaparecieron aquí, fue porque alguien lo quiso.”