Pareja de Guanajuato desaparece en Tulum: cuatro años después, un hallazgo estremecedor cambia todo

Pocas personas sabían del viaje. Ni los compañeros de Ángel en la eléctrica, ni las vecinas que pasaban por la tienda donde Maritza pesaba arroz en bolsitas de plástico. Era un plan solo de ellos dos, guardado como un secreto bueno, como una promesa de infancia que, finalmente, se iba a cumplir. Después de más de una década casados y años viviendo entre cuentas, goteras y autobuses llenos, iban a ver el mar por primera vez.

Ángel Eduardo Tavera García, de 36 años, era un hombre de voz baja, manos callosas y barba siempre por afeitar. Creció en el barrio San Juan de Abajo en León, donde desde pequeño aprendió a reparar duchas, hacer instalaciones eléctricas y arreglárselas solo. Trabajaba por su cuenta, se levantaba antes del amanecer, dejaba todo listo para Maritza y salía con una mochila de herramientas al hombro. En los últimos dos años, cada extra que ganaba lo guardaba en un sobre escondido en el armario. La etiqueta pegada en la parte frontal decía solo una palabra: playa.

Maritza del Carmen Juárez López, de 33 años, era la responsable de la tienda de la esquina desde hacía casi siete años. Sabía de memoria el precio de la harina, quién compraba a crédito, qué niño prefería un pastelito de coco en lugar de chocolate. Siempre usaba la misma falda floreada. Un ventilador ruidoso giraba detrás del mostrador y, al final del turno, anotaba las ventas con un bolígrafo azul todo mordido. Más que Ángel, ella era quien alimentaba el sueño de viajar. Tenía recortes de revistas viejas pegados en su cuaderno de recetas: playas de arena clara, ruinas mayas, mar azul. Un lugar en particular le había llamado la atención desde hacía tiempo: Tulum.

Cuando finalmente compraron los boletos de autobús, fue todo con el dinero del sobre. Tres días y tres noches de camino. Salieron de León el 15 de julio y llegaron a Tulum en la mañana del 18. Se hospedaron en una posada sencilla cerca del acceso al sitio arqueológico, un lugar con camas duras, olor a cloro y un ventilador fijado en la pared que hacía demasiado ruido, pero nada de eso importaba. Aquella mañana cálida y sofocante, tomaron café con pan dulce y salieron a pie con una mochila beige escolar, algo gastada, con un bolsillo roto y la correa remendada con hilo grueso. Llevaban dos botellas pequeñas de agua, un refrigerio envuelto en papel aluminio y una blusa extra de Maritza por si refrescaba con el viento del mar.

Los testigos de la posada recordarían después que Ángel parecía nervioso con la cámara de película desechable que habían comprado, y que Maritza tenía los ojos brillantes como si estuviera entrando en un lugar que solo había visto en sueños.

La entrada al sitio arqueológico de Tulum era controlada, pero estaba concurrida aquel sábado. Parejas, mochileros y grupos escolares se aglomeraban bajo el sol de las diez de la mañana. Los boletos fueron comprados allí mismo y, poco después, estaban entre piedras, caminos estrechos y restos de templos con vista al mar Caribe. Algunas fotos fueron tomadas allí. Aún no se sabe quién las tomó, pero la película fue encontrada más tarde en la mochila dejada en el cuarto de la posada, ya revelada con las últimas imágenes de la pareja sonriendo frente a la muralla maya con el mar de fondo.

Y entonces, después de esas imágenes, todo se detiene. A partir de las 14 horas de ese día, no hay más registros de ellos dentro del área turística: ningún control de salida, ningún relato directo de turistas que los vieran regresar. Lo que se sabe, y esto solo se afirmó después, es que dos guardias del lugar habrían visto a una pareja similar dirigiéndose hacia un sendero lateral antiguo que bordeaba la costa por fuera del camino turístico. Un sendero estrecho, no señalizado, que era usado de forma irregular por lugareños y aventureros. En 2009 aún era accesible, pero ya sufría de erosión, piedras sueltas y vegetación densa.

No regresaron a la posada ese día. Y al día siguiente, domingo, a las diez de la mañana, la empleada de la recepción, una mujer llamada Sulema, tocó en la puerta varias veces. Nada. Al abrir con la llave de repuesto, encontró la cama arreglada, la maleta apoyada en la pared y la cartera de Ángel aún con documentos y dinero. Solo la mochila beige, la que habían llevado para el paseo, no estaba. Fue ella quien llamó a la policía. Dos patrullas vinieron de Playa del Carmen. Los oficiales revisaron la habitación, tomaron fotos, anotaron detalles. Ningún signo de pelea ni ropa revuelta, solo ausencia, la ausencia de dos rostros comunes de una vida sencilla que por algún motivo se detuvo.

La investigación formal comenzaría en las horas siguientes, pero ya era demasiado tarde. El sendero por el que se cree que siguieron no estaba mapeado y, en el calor sofocante de julio, cada hora de espera hacía todo más difícil. Los empleados de la posada notaron que la pareja del cuarto 12 no había regresado. Era común que los huéspedes pasaran todo el día fuera, especialmente los que iban a las ruinas. Pero había un detalle que incomodaba a Sulema, la recepcionista: Maritza había comentado durante el desayuno que regresarían antes del final de la tarde para evitar el calor más fuerte. También mencionó que querían cenar temprano, tal vez en una taquería local antes de dormir.

A las 19 horas, la luz del cuarto aún estaba apagada. Ningún sonido, la puerta cerrada por dentro. A las 21 horas, Sulema tocó por primera vez discretamente. Esperó. Nada. Pensó en dejarlo pasar. Tal vez se habían ido a cenar directamente desde allí. Pero al día siguiente, 19 de julio, el desayuno fue servido entre las siete y las nueve de la mañana y la pareja seguía sin aparecer. A las diez en punto tomó la llave de repuesto y subió de nuevo. La puerta crujió al abrirse. La habitación estaba intacta, la cama hecha, la maleta con ropa doblada, una sandalia apoyada en la esquina de la pared y una toalla aún húmeda colgada detrás de la puerta. Sobre la mesa de madera había dos vasos de plástico y un paquete abierto de galletas. La cartera de Ángel, con documentos y dinero, permanecía en la mesita de noche junto con su reloj de pulsera y un cuaderno pequeño con anotaciones de gastos del viaje.

Lo único que no estaba allí y que Sulema recordaba claramente era la mochila beige. La misma que él siempre llevaba colgada al hombro, la misma que Maritza ajustaba cada vez que salían a pasear, con cuidado como si fuera parte del viaje. Fue en ese momento que decidió llamar a la policía.

La central en Playa del Carmen activó dos patrullas que llegaron a Tulum al inicio de la tarde. Los oficiales experimentados en desapariciones temporales de turistas comenzaron el protocolo estándar. Verificación de pertenencias, interrogatorios a empleados de la posada, análisis de cámaras públicas cercanas que en 2009 eran raras y de baja calidad. Nada indicaba fuga, nada indicaba crimen. Los agentes pasaron por la entrada del sitio arqueológico. Algunos vendedores de coco dijeron recordar a una pareja de tez morena, con ropa sencilla y una mochila escolar clara. Un guardia de uniforme azul claro confirmó haber visto a una pareja con esas descripciones alrededor de las 14 horas, siguiendo por uno de los accesos laterales, un sendero estrecho escondido entre piedras y arbustos, conocido solo por lugareños antiguos y visitantes más aventureros.

Ese sendero, dijeron los propios empleados del lugar, era poco monitoreado. Corría paralelo al litoral por cerca de un kilómetro y luego se perdía entre acantilados y pequeñas pendientes de piedra. En años anteriores era usado por pescadores y lugareños, pero los deslizamientos y la erosión estaban haciendo el paso peligroso. Oficialmente no formaba parte del circuito turístico, no había señalización, ningún tipo de control de entrada o salida.

El lunes 20 de julio se montó una pequeña operación de búsqueda. Incluyó a dos agentes de la policía local, tres empleados del sitio, un voluntario del grupo de protección ambiental de la región y un perro rastreador. Revisaron los senderos más cercanos, removieron arbustos, examinaron áreas donde la tierra parecía hundida. También pasaron por las playas vecinas, por las rocas bajas cercanas a la costa y por entradas de cuevas superficiales. Nada, ningún rastro de ropa, ninguna huella, ningún objeto personal, ni siquiera el olor detectado por el perro.

La vegetación era densa, el calor insoportable, las ramas secas crujían bajo los pies y la brisa del mar parecía engullir cualquier pista. Esa semana, los nombres de Ángel y Maritza aparecieron discretamente en un periódico local. La nota decía apenas: “Pareja de turistas de Guanajuato desaparece tras visitar Tulum”, con una foto poco nítida tomada del registro de la posada. El titular desapareció días después, reemplazado por noticias de clima y temporada turística.

La familia en León fue informada el día 21. El hermano mayor de Maritza, Ismael, intentó contactar con la delegación de Tulum. Viajó hasta allí dos días después, pero todo lo que encontró fue un boletín escueto con la información mínima y la frase estándar de que las investigaciones están en curso. Caminó por la región, pegó carteles plastificados en postes, habló con lugareños y vendedores locales. Algunos decían recordar a la pareja, otros solo negaban con la cabeza como si fuera un caso más entre tantos.

En septiembre de 2009, los recursos locales comenzaron a escasear. Las búsquedas fueron suspendidas formalmente a finales de ese mes. Sin cuerpos, sin testigos, sin registros de violencia o movimientos sospechosos de terceros, el caso fue archivado como desaparición sin causa conocida. Oficialmente, Ángel y Maritza nunca salieron de ese sendero, nunca regresaron a la posada. Nunca usaron sus documentos y nunca fueron vistos en ningún otro lugar. El sobre escrito “playa” con los últimos pesos de la pareja aún estaba dentro de la maleta, entre la ropa doblada, y todo lo que quedó fue la ausencia.

El tiempo para quien pierde a alguien así no pasa de la misma forma. Para la policía, tres meses fueron suficientes para archivar el caso. Para la familia fueron solo los tres primeros de una espera que aún no tenía fin. Ismael, hermano de Maritza, se quedó en Tulum hasta finales de julio de 2009. Dormía en una habitación alquilada en la parte trasera de una casa sencilla con un ventilador ruidoso y olor a moho, caminando por las calles de arena compacta, preguntando por su hermana como quien busca un fantasma.

Entre 2010 y 2013 se hicieron cuatro visitas a Tulum por parte de miembros de la familia, todas por cuenta propia. En ninguna de ellas hubo algún avance. El guardia que dijo haber visto a la pareja en el sendero ya no trabajaba en el sitio. El restaurante frente a la posada cerró. La ciudad poco a poco olvidaba. El sendero en cuestión fue oficialmente clausurado en marzo de 2010 por riesgo geológico. Con el tiempo, la vegetación volvió a crecer. El calor del Caribe hizo su trabajo. Las ramas se entrelazaron. Los arbustos avanzaron sobre las rocas. Las raíces tomaron el camino. El sendero se convirtió en ruina.

En agosto de 2013, durante una operación de recuperación ambiental, un empleado de la alcaldía llamado Efraín encontró algo extraño en el sendero clausurado: una bolsa plástica rasgada, huesos humanos y una mochila beige empapada de barro, con la correa remendada con hilo grueso. Dentro, una etiqueta con el nombre “Maritza JL” bordado a mano. Días después, más arriba en el sendero, hallaron restos óseos dispersos de un hombre. Los exámenes confirmaron las identidades: Maritza y Ángel.

La osamenta de Maritza estaba organizada, embalada, enterrada con cierta intención de preservación. Los restos de Ángel, por otro lado, estaban arrojados, rotos, sin cuidado, sin profundidad. Esta diferencia llamó la atención. Los investigadores plantearon hipótesis: ¿murió Ángel primero y Maritza intentó sobrevivir? ¿Alguien ocultó los cuerpos deliberadamente? No había marcas de violencia, pero tampoco respuestas.

El caso fue oficialmente cerrado como homicidio sin autoría conocida con ocultación de cadáver en área ambiental. La familia recibió los restos en cajas selladas. No hubo ceremonia pública, solo un entierro sencillo, sin placas, solo pequeñas cruces de madera con los nombres escritos a mano. La fecha de muerte no constaba porque nadie sabía con certeza cuándo exactamente eso había sucedido.

El sendero donde todo fue encontrado volvió a ser sellado, ahora con rocas más grandes. La historia quedó allí, enterrada en el mismo barro que guardó durante cuatro años los últimos rastros de un viaje interrumpido y todo lo que quedó fue una mochila, un nombre bordado y un silencio que nunca explicó por qué.

En León, los nombres de Ángel y Maritza siguen vivos, pero atrapados en un recuerdo demasiado doloroso para ser compartido con frecuencia. Los amigos más cercanos ya no tocaban el tema. La tienda donde ella trabajaba se convirtió en un pequeño almacén con fachada roja, administrado por una pareja joven que no tenía idea de la historia de ese mostrador. En el barrio solo los mayores aún sabían y, aun así, cuando recordaban, cambiaban de tema rápido. Decían: “Fue una tristeza. Desaparecieron en Tulum, ¿recuerdas? Después encontraron los restos. Nada más que eso.”

La ausencia de registro público de la historia contribuyó a ese olvido. Ninguna nota en los archivos nacionales de desaparecidos, ningún retrato en los murales de memoria, ninguna mención en los días oficiales de homenaje. El nombre de Maritza nunca apareció en la lista de mujeres desaparecidas con posterior localización. El de Ángel tampoco entró en las bases de datos actualizadas de la fiscalía. Era como si ambos nunca hubieran existido para el Estado.

Pero para quienes los conocieron, la ausencia nunca fue suficiente. Ángel era un hombre callado, trabajador, que pasaba las tardes en tejados calientes instalando cables con las manos firmes y callosas. Maritza, dulce y observadora, atendía a los clientes con la calma de quien entendía la prisa de los demás, pero no la cultivaba. Los dos, juntos por más de diez años, guardaban un sueño simple: conocer el mar. Y eso fue lo que hicieron. Durante algunas horas caminaron por las ruinas mayas, tomaron fotos con una cámara desechable. Maritza sonrió frente al templo principal. Ángel ajustó la correa de la mochila. En una de las imágenes reveladas más tarde, él no mira a la cámara, está mirándola a ella como si supiera que esa sería la última vez.

No sabemos qué vieron en el sendero, si había alguien, si hubo una caída, si se perdieron, si encontraron otro destino. Solo sabemos de lo que quedó: huesos, objetos y una diferencia marcada entre el cuidado con un cuerpo y el abandono del otro. Esa diferencia nunca fue explicada y tal vez nunca lo sea.

Hoy no hay ninguna placa en el lugar, ninguna indicación. El sendero volvió a ser sellado por la vegetación. Las ramas cubren el suelo de piedra y el sonido del mar sigue resonando por entre las grietas. El mismo sonido que ellos escucharon ese día.

La historia de Ángel y Maritza nunca tuvo un final, solo un silencio que pesa. Ellos existieron, soñaron con el mar y desaparecieron. Todo lo que quedó fueron fragmentos, pero los fragmentos a veces dicen más que cualquier informe. Dicen que alguien estuvo allí, que alguien amó, que alguien fue olvidado y que incluso cuando nadie lo ve, hay historias como esta que son reales y siguen sucediendo.