Pareja desaparece acampando en Oregon: cinco días después, hallazgo aterrador en bolsas de construcción
El 22 de octubre de 2017 comenzó como cualquier otro día para un trabajador de saneamiento en Oregon. Mientras limpiaba escombros en un sitio de construcción, encontró dos bolsas de desechos de obra, pesadas y de forma extraña. Intrigado por su peso y silueta, abrió una de ellas y retrocedió horrorizado: dentro había restos humanos. Este descubrimiento espeluznante marcó el final de cinco días de búsqueda desesperada de una joven pareja y el inicio de una investigación que revelaría una verdad tan impactante como inesperada sobre lo que ocurrió en el aparentemente tranquilo bosque de Oregon.
La historia empezó el 17 de octubre de 2017. Jessica West, de 29 años, y su esposo Thomas, de 33, decidieron pasar unos días en la naturaleza. Amaban el senderismo, el silencio del bosque y las noches junto a la fogata. Eligieron el pintoresco lago Walport en Oregon, rodeado de densos bosques y orillas solitarias, el lugar perfecto para desconectarse del bullicio de la ciudad. Empacaron una tienda, sacos de dormir y comida, y partieron en un viaje corto, prometiendo a sus seres queridos que regresarían antes de que terminara la semana.
La última noticia que se tuvo de ellos fue un mensaje de Jessica a su hermana: una foto de ella y Thomas sonriendo ante el atardecer sobre el lago, con la leyenda “Es increíble aquí. Te quiero”. Después de eso, silencio absoluto. Cuando la pareja no regresó el domingo 22 de octubre y dejaron de responder sus teléfonos, la familia se alarmó de inmediato. Los móviles de Jessica y Thomas estaban apagados, algo totalmente fuera de lo común. Siempre estaban en contacto y avisaban si se retrasaban.
La hermana de Jessica contactó al Departamento de Policía del Condado de Lincoln para reportar la desaparición. Al principio, la policía no le dio demasiada importancia: es común que los turistas pierdan la noción del tiempo o queden fuera de cobertura. Pero cuando pasó un día sin noticias, la preocupación se volvió seria.
La policía revisó los últimos datos de sus teléfonos: la última señal registrada fue en la zona del lago Walport, después de lo cual ambos móviles se apagaron. Se organizó una operación de búsqueda. El sheriff del condado reunió equipos de rescate, apoyados por decenas de voluntarios de la comunidad local. Los bosques en Walport son densos y salvajes, difíciles de recorrer. La primera pista fue el auto de la pareja, hallado en un pequeño estacionamiento al inicio de uno de los senderos. El vehículo estaba cerrado, con algunas pertenencias personales adentro, pero nada sospechoso. Esto confirmaba que Jessica y Thomas habían llegado a su destino y se habían internado en el bosque como planearon.
Los equipos comenzaron a rastrear los caminos que partían del estacionamiento hacia el bosque y el lago. Gritaban sus nombres, pero solo el viento y el susurro de las hojas respondían. Pasaron dos días de búsqueda, luego tres. Nada. Ni una mochila abandonada, ni restos de una fogata, ni siquiera la tienda. Era muy extraño. Incluso si hubieran sufrido un accidente, como el ataque de un animal o una caída, debería haber alguna evidencia. Pero su campamento parecía haberse desvanecido.
La policía consideró varios escenarios. El primero y más obvio era el ataque de un animal salvaje, como un oso o un puma. Sin embargo, los expertos descartaron esta hipótesis: no había señales de lucha, sangre ni ropa rasgada. Además, ningún animal se habría llevado la tienda y todas las pertenencias. La segunda teoría era que la pareja se había perdido, pero Thomas era un senderista experimentado y conocía bien la zona. Tenían mapas y brújula, y si se hubieran extraviado, probablemente habrían intentado encontrar el río o la carretera, dejando alguna marca. Pero no se halló nada de esto.
La tercera opción, que la policía prefería no considerar, era que se hubieran marchado por voluntad propia. Los detectives revisaron su situación financiera y entrevistaron a amigos y colegas, pero no encontraron problemas: no tenían deudas ni conflictos laborales o de pareja. Todos los que los conocían coincidían en que eran una pareja feliz y estable, sin razón para huir. Así, quedaba la posibilidad más inquietante: un crimen. ¿Quién podría haberlos atacado en un lugar tan remoto? ¿Y para qué? No llevaban dinero ni objetos de valor, solo equipo de campamento. La hipótesis de un robo aleatorio parecía improbable.
Los días pasaban y la búsqueda no daba frutos. La esperanza de encontrarlos con vida se desvanecía. Las familias de Jessica y Thomas estaban desesperadas, incapaces de comprender lo sucedido. La noticia de su desaparición llegó a los medios locales y los habitantes de Oregon seguían la búsqueda con angustia.
En el quinto día, cuando la búsqueda en el bosque había llegado a un punto muerto, una llamada telefónica cambió todo. Pero no venía del bosque, sino de una zona industrial en las afueras de un pueblo vecino, a decenas de kilómetros del lago Walport. Un trabajador de construcción, mientras retiraba basura, reportó a emergencias un hallazgo terrible. Al cargar un contenedor, encontró una tienda de campaña cuidadosamente enrollada. Le pareció extraño: nadie suele tirar equipo en buen estado. Junto a ella, había varias bolsas grandes y pesadas de desechos de obra. Intentó levantar una, pero era demasiado pesada. La curiosidad y una sensación de inquietud lo impulsaron a cortar el plástico grueso. Lo que vio lo hizo gritar de horror.
La policía llegó de inmediato. Acordonaron el sitio de construcción. Los forenses abrieron las bolsas: dentro estaban los cuerpos de un hombre y una mujer, con evidentes signos de muerte violenta. No tardaron en identificar a las víctimas. La tienda encontrada coincidía con la de la pareja desaparecida. La identificación preliminar confirmó los peores temores: los cuerpos eran de Jessica y Thomas West. El caso pasó de desaparición a homicidio.
Ahora, la investigación enfrentaba nuevas preguntas: ¿quién los mató? ¿Por qué estaban sus cuerpos en un sitio de construcción tan lejos de su última ubicación conocida? El método de disposición era extraño. El asesino no los abandonó en el bosque; los empacó en bolsas de obra y los llevó a un vertedero, mostrando sangre fría y deseo de ocultar el crimen. Que la tienda estuviera cerca de los cuerpos era otro detalle importante: el asesino no solo los mató, sino que eliminó todo rastro de su campamento, intentando borrar su presencia en el bosque.
La policía reinició la investigación, centrando la atención en el sitio de construcción. ¿Quién tenía acceso? ¿Quién pudo llevar los cuerpos sin ser visto? Interrogaron a trabajadores, guardias y conductores de camiones de basura. Era una lista enorme, cada uno posible testigo o sospechoso. La investigación prometía ser larga y compleja, pero nadie imaginaba que la clave estaba mucho más cerca de lo que pensaban.
El examen de los cuerpos dio los primeros datos concretos: ambos murieron por heridas de bala. El asesino actuó rápido y brutalmente. La hora de la muerte coincidía con la noche del 17 o la mañana del 18 de octubre, justo cuando desaparecieron. No había señales de lucha prolongada, lo que indicaba un ataque sorpresivo. El análisis balístico mostró que las balas provenían de una pistola de calibre estándar, lo cual no ayudó a identificar el arma.
La investigación se dividió en dos frentes. Un grupo de detectives siguió el rastro en el sitio de construcción, entrevistando a decenas de personas y revisando horas de grabaciones de cámaras de seguridad. El lugar era caótico, con camiones y maquinaria constante; sería casi imposible notar a alguien arrojando dos bolsas a un contenedor de noche o temprano en la mañana. El asesino planeó cuidadosamente cómo deshacerse de los cuerpos, eligiendo un sitio donde sus acciones se perderían en el movimiento general.
El segundo grupo volvió al bosque, buscando la escena del crimen. Esperaban encontrar casquillos, sangre, o el lugar donde estuvo la tienda. Pero el bosque guardaba sus secretos. La vasta extensión y la maleza podían ocultar pruebas para siempre. Peinaron área tras área sin éxito. El asesino no solo se llevó los cuerpos y la tienda, sino que no dejó rastro alguno. Esta meticulosidad sugería que era alguien que conocía bien la zona y sabía cómo cubrir sus huellas.
Una semana después del hallazgo de los cuerpos, el caso parecía estancado. Sin pistas en el sitio de construcción ni en el bosque, los detectives no tenían sospechosos. En la desesperación, decidieron volver al inicio: el estacionamiento donde se encontró el auto de la pareja. Interrogaron a todos los que estuvieron en la zona esos días: turistas, cazadores, residentes. La mayoría no recordaba nada, pero un hombre mayor que solía observar aves en el bosque mencionó un detalle: ese día, vio una camioneta del Servicio Forestal cerca del estacionamiento. No era raro, los guardabosques patrullan constantemente. Pero el hombre notó que la camioneta estuvo allí mucho tiempo, y en un momento vio al conductor, uniformado, conversando con una pareja junto a su auto. No le dio importancia, pero al saber del crimen, lo reportó.
Esta información fue el primer avance real. Un guardabosque cerca del lugar y momento del crimen. Los detectives solicitaron la lista de empleados que patrullaron ese sector en esos días. El nombre de Steven apareció. Tenía 42 años, trabajaba en el departamento forestal desde hacía más de 15 años, con reputación impecable. Sus colegas lo describían como reservado pero responsable, conocedor del bosque. Vivía solo en una casa al borde del parque nacional. No parecía encajar en el perfil de un asesino, pero los detectives decidieron investigarlo.
Visitaron su casa. Steven los recibió con calma y confirmó que patrullaba la zona el 17 de octubre. Al mostrarle fotos de Jessica y Thomas, dudó un momento, luego dijo que los recordaba: los vio preparándose para caminar y les advirtió que tuvieran cuidado, ya que una parte del sendero estaba cerrada por trabajos. Según él, tras esa breve charla, se fue y no los vio más. Su historia era plausible, pero algo en su comportamiento despertó sospechas: evitaba el contacto visual y sus manos temblaban. Tal vez era nerviosismo, o algo más.
La policía decidió no presionarlo y se fue, pero ahora Steven era el centro de atención. Obtuvieron permiso para vigilarlo y empezaron a preparar una orden de registro para su casa y camioneta. Aunque la evidencia era escasa, el juez la concedió por la gravedad del crimen. Dos días después, la policía regresó con la orden. Revisaron la casa minuciosamente, sin hallar armas ni ropa ensangrentada. Steven observaba en silencio. Parecía otro callejón sin salida.
La última esperanza era su camioneta de trabajo, estacionada afuera. Era una pickup estándar del Servicio Forestal. En la parte trasera, herramientas, cuerdas, bidones. Nada raro. Pero un detective notó una lona grande mal puesta. Debajo, bolsas de alimento para animales y, bajo estas, lo que la policía había buscado durante más de una semana: dos mochilas de senderismo, dos sacos de dormir, una olla y un hornillo de gas. Todo sucio pero reconocible como el equipo de Jessica y Thomas. En ese instante, todo encajó. Steven, al ver que habían descubierto su escondite, palideció y bajó la cabeza. Para la policía, era una confesión tácita. El hombre encargado de proteger el bosque y a sus visitantes era, en realidad, un asesino brutal. Fue arrestado inmediatamente.
La pregunta que atormentaba a todos era: ¿por qué? ¿Por qué un guardabosque respetado mató a dos turistas inocentes? El motivo de este crimen absurdo seguía siendo un misterio.
En el interrogatorio, Steven West se sentó frente a la mesa, mirando las pruebas: mochilas, sacos, equipo de la pareja. Los detectives no gritaron ni presionaron; esperaron, repitiendo las mismas preguntas con voz monótona. Finalmente, Steven cedió. Levantó la cabeza, derrotado, y comenzó a hablar.
Su historia no era la de un monstruo, sino la de un hombre débil, cuyo miedo lo llevó a consecuencias monstruosas. Steven confesó que llevaba meses involucrado en actividades ilegales: usando su posición y conocimiento del bosque, identificaba árboles valiosos en zonas protegidas, los talaba y vendía la madera a una pequeña serrería, obteniendo buen dinero. Era su secreto, su manera de mejorar su vida. Sabía que arriesgaba su trabajo y su libertad, pero la avaricia y la confianza en su impunidad lo cegaron. Estaba seguro de que, en ese lugar remoto, nadie lo descubriría.
El 17 de octubre, fue a una zona cerrada para recoger madera. Allí encontró la tienda de Jessica y Thomas, quienes se habían desviado buscando un lugar tranquilo. Al verlos, Steven entró en pánico. Temió que hubieran notado los troncos cortados o rastros de sus actividades. Se acercó, fingiendo calma, y les pidió que se marcharan. Ellos reaccionaron con tranquilidad, se disculparon y empezaron a recoger sus cosas. Pero Steven vio que Jessica tenía el teléfono apuntando al bosque. En su mente, pensó que tomaba fotos como evidencia, no del paisaje. Imaginó que regresarían a la ciudad y denunciarían su crimen, destruyendo su vida.
El miedo lo paralizó. Se acercó de nuevo, más brusco, exigiendo ver el teléfono. Thomas defendió a su esposa, diciendo que se iban y no causaban problemas. Pero Steven interpretó su calma como una amenaza. Decidió que no debían irse, no debían contar nada. Actuó como en una niebla: tomó su pistola de servicio. Jessica y Thomas se congelaron, sin entender. Los disparos fueron rápidos. Cuando todo terminó, Steven estaba de pie sobre los cuerpos en el silencio del bosque de Oregon. El pánico dio paso al horror frío. Ya no había vuelta atrás.
Debía ocultar no solo la tala ilegal, sino un doble asesinato. Su instinto de supervivencia se activó. Recogió la tienda y todas las pertenencias, metió los cuerpos en bolsas de basura y cargó todo en la camioneta. Trabajó durante horas borrando cualquier rastro. Luego condujo lejos del bosque, buscando un sitio para deshacerse de la evidencia. Recordó el sitio de construcción donde se acumulaba basura de toda la zona. Era el lugar perfecto. Esperó hasta la noche, arrojó las bolsas y la tienda en un contenedor, esperando que quedaran sepultadas bajo toneladas de escombros. Decidió guardar el equipo y deshacerse de él después, pero ese fue su error fatal.
Tras la confesión, Steven mostró a la policía el lugar en el bosque donde había tirado el arma en un arroyo. La recuperaron y las pruebas balísticas confirmaron que era el arma usada en el crimen. El círculo se cerró. El motivo del asesinato era banal y absurdo: el miedo a perder su trabajo por un delito menor llevó a un crimen mucho peor.
Steven West fue declarado culpable de asesinato. Considerando su confesión, el tribunal lo condenó a 45 años de prisión. Una historia que comenzó como un viaje romántico terminó en tragedia por la paranoia y el miedo de un hombre que creyó que su trabajo valía más que dos vidas humanas.
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