Pareja poblana de tianguistas desaparece en Zongolica: El misterio revelado 14 años después

Desaparecidos en la Sierra de Zongolica: El viaje que nunca volvió

El calor de agosto en la sierra de Zongolica tenía su propia manera de mezclarse con la neblina. No era un clima fácil: al mediodía, el sol quemaba la piel y hacía brillar los bordes metálicos de cualquier vehículo; al caer la tarde, un velo blanco descendía sobre las curvas y todo se volvía más distante, más lento, como si el tiempo se deslizara por un corredor invisible. Era el 10 de agosto de 1997 cuando Rogelio Hernández López y Maricela Torres García salieron temprano de su comunidad rural en Puebla, abordando la pickup verde que era casi una extensión de su hogar. El plan era sencillo, uno de esos viajes que habían repetido muchas veces: ir a la feria patronal de un pueblo en la sierra de Zongolica, vender cobijas, utensilios de cocina y ropa, y regresar dos o tres días después con el dinero justo para la semana y algo guardado para el mes siguiente.

En la caja de la camioneta llevaban lonas de colores enrolladas, cajas de cartón reforzadas con cinta gris y, cerca de la cabina, una mochila de lona beige clara. Rogelio siempre la colocaba ahí, como si fuera un amuleto práctico. Dentro guardaba papeles importantes, una linterna, herramientas pequeñas y una camisa de cuadros que doblaba con cuidado, prenda que era su uniforme para conducir por la sierra, resistente a lluvias, polvo y manchas de grasa.

La carretera ese día no parecía diferente de otras veces. El cielo despejado y la brisa fresca corrían desde las laderas. Maricela, sentada junto a la ventanilla, observaba cómo el paisaje cambiaba de campos abiertos a tramos cerrados de vegetación espesa. Llevaban años recorriendo esa ruta y aunque Rogelio era firme al volante, ella solía advertirle sobre los tramos más peligrosos: curvas cerradas, barrancas profundas, lugares donde la neblina llegaba de golpe. En la radio, un locutor anunciaba lluvias para la noche. Rogelio comentó que no sería problema si llegaban antes de oscurecer, pero a medida que la tarde avanzaba, una capa fina de neblina empezó a aparecer en las zonas más altas. El asfalto se volvió más oscuro, brillante, como si absorbiera la humedad del aire. Las luces de la camioneta apenas lograban cortar esa cortina blanca.

Alrededor de las 6 de la tarde cruzaron por una curva conocida como la vuelta de la cruz, famosa entre los lugareños por los accidentes. La visibilidad podía reducirse a pocos metros y el sonido de los vehículos se distorsionaba, rebotando contra las paredes de roca. Un campesino que regresaba a pie hacia su parcela recordaría después haber visto la camioneta verde estacionada al borde del camino, con las luces delanteras encendidas, pero sin escuchar el motor ni ver movimiento. Solo la figura inmóvil del vehículo recortada contra la niebla, como si el conductor hubiera decidido detenerse por precaución. No había nadie a la vista. Esa fue la última vez que alguien los vio.

La pareja no llegó a la feria y los organizadores, acostumbrados a verlos instalar su puesto antes del anochecer, comenzaron a preguntar por ellos. La noche cayó rápido y la llovizna empapó todo. La única caseta telefónica del pueblo esperaba su llamada, pero el teléfono no sonó. En su casa en Puebla, los hermanos de Rogelio y Maricela esperaron hasta pasada la medianoche. Al no tener noticias, comenzaron a llamar a otros tianguistas que conocían la ruta. Nadie sabía nada. La inquietud se extendió como un murmullo entre conocidos. No era normal que se retrasaran tanto y menos en esa zona, donde todos sabían que la carretera podía ser traicionera.

A la mañana siguiente, familiares y colegas decidieron salir a buscarlos. Recorrieron la carretera desde Puebla hasta el pueblo de destino, deteniéndose en cada curva peligrosa, mirando hacia las barrancas, escuchando cualquier sonido que indicara que un vehículo había caído. Algunos caminaron por senderos secundarios, otros revisaron cunetas y taludes. Nada. El lugar donde el campesino dijo haber visto la camioneta fue revisado a fondo. No había huellas frescas de llantas, ni objetos personales, ni señales de forcejeo. Era como si el vehículo se hubiera desvanecido junto con sus ocupantes.

La neblina, que había vuelto a cubrir la zona, parecía tragarse las voces y los pasos de quienes buscaban. Decidieron avisar a la policía municipal, que contactó a la estatal. Los agentes, conocedores de las dificultades del terreno, organizaron pequeños operativos revisando tramos de la carretera y explorando caminos alternos hacia comunidades dispersas. Nada resultó. Al caer la noche del segundo día, la preocupación se transformó en un peso físico. La imagen de la camioneta estacionada con las luces encendidas se volvió el único punto fijo en una historia que empezaba a perderse entre hipótesis y conjeturas. Rogelio y Maricela no estaban en ningún hospital, no habían sido vistos en gasolineras, ni comprado comida en los puestos de la carretera. Era como si hubieran sido borrados del mapa entre una curva y otra.

En los días siguientes, el rumor de su desaparición corrió rápido entre tianguistas y transportistas. Algunos hablaban de asalto, otros de accidente. Pero cada día sin noticias era un recordatorio cruel: la sierra no devolvía fácilmente lo que se llevaba. La búsqueda siguió con familiares y colegas que sabían leer el terreno, identificar huellas frescas de llantas, distinguir el ruido de un motor entre el canto de los pájaros y el murmullo de los riachuelos. Se dividieron en dos grupos: uno siguió la carretera principal desde el punto del avistamiento y el otro tomó senderos secundarios.

El grupo de la carretera encontró silencio. El lugar exacto estaba vacío, la maleza crecía al borde del asfalto y caía en cascadas verdes hacia la barranca. El suelo húmedo mostraba huellas antiguas, pero ninguna reciente. Un perro flaco apareció entre los arbustos y desapareció por un camino de tierra que descendía hacia el barranco. El otro grupo encontró una pequeña curva desde donde se veía el río, pero no había señales de la camioneta ni de pertenencias.

Al mediodía, ambos grupos se reunieron en la plaza del pueblo más cercano. El cansancio era evidente: botas cubiertas de lodo, camisas pegadas por el sudor, manos arañadas por espinas. Formalizaron la denuncia y pidieron apoyo. Dos patrullas estatales llegaron desde la cabecera municipal. Los agentes sabían que el tiempo era crucial. Si había ocurrido un accidente, la lluvia y los deslaves podían enterrar evidencias en días. Si se trataba de un delito, cada hora aumentaba la ventaja de los responsables. Organizaron una búsqueda más amplia: un grupo a pie por la carretera, otro descendiendo por veredas hacia las barrancas, otro en vehículos haciendo preguntas en tiendas, gasolineras y puestos de comida.

Las condiciones no ayudaban. La neblina se espesaba, el terreno era resbaladizo y los agentes debían sujetarse de raíces para no caer. En las barrancas, la humedad se pegaba a la piel y el olor a vegetación podrida subía desde el fondo. Al caer la noche, las patrullas regresaron sin resultados. La camioneta no estaba en ningún tramo visible ni en las entradas a los pueblos cercanos. Tampoco había testigos que los hubieran visto después de la curva. La última imagen seguía siendo la misma: vehículo detenido, luces encendidas, sin rastro de los ocupantes.

Los días siguientes repitieron la rutina de búsqueda, pero sin éxito. Se exploraron caminos que podían ocultar un vehículo por semanas. Incluso se habló de la posibilidad de que alguien hubiera movido la camioneta para ocultar un delito, pero sin pistas concretas, la teoría flotaba en el aire. A mediados de la segunda semana, la policía estatal comenzó a reducir los operativos. La sierra era demasiado amplia y sin nuevos indicios, el caso dependía más de la persistencia de la familia que de las autoridades.

Rogelio y Maricela se convirtieron en nombres que circulaban de boca en boca en tianguis y ferias. No tenían problemas familiares, no debían dinero y su vida giraba alrededor de las ferias. Maricela siempre enviaba recados o llamaba a su hermana cuando se retrasaban. Rogelio era cuidadoso con su mercancía y no dejaba su camioneta a la deriva. Nada encajaba. El silencio de la sierra se volvía más denso con cada día sin respuestas.

La última búsqueda organizada por la familia se realizó tres semanas después de la desaparición. Participaron más de veinte personas. Descendieron a un barranco peligroso, pero no hallaron nada. El esfuerzo fue en vano. Al regresar al pueblo, el atardecer teñía de naranja las fachadas y el campanario. En la plaza, las conversaciones eran cortas, como si nadie quisiera decir en voz alta lo que todos pensaban: que la sierra había devorado a Rogelio y Maricela y que tal vez nunca se sabría cómo.

Los años en la sierra no crujen, se depositan como polvo fino sobre las cosas. Después de las primeras semanas de búsqueda, el tiempo empezó a marcar la vida de la familia con rutinas nuevas. Cada aniversario del viaje, los hermanos encendían veladoras junto a una fotografía de la pareja frente a la camioneta verde. En el plato de barro ponían flores y un trozo de pan. Era su manera de decir que la casa seguía esperando.

En Puebla, la comunidad se acostumbró a escuchar el nombre de la sierra de Zongolica envuelto en un murmullo. Los niños crecieron oyendo fragmentos de la historia: que había neblina, que la camioneta se vio con las luces encendidas, que nadie los volvió a ver. Los sobrinos aprendieron a callar cuando los adultos cambiaban de tema. En los tianguis, los colegas repetían recuerdos como cuentas de un rosario. Rogelio siempre traía su mochila beige bien cuidada, decía uno. Y su camisa de cuadros la doblaba como si fuera un documento, respondía otro. Esas fidelidades se convirtieron en una forma de sostenerlos vivos.

El trabajo no se detuvo. La familia siguió montando puestos, pagando casetas, cargando cajas. Vender en la calle no admite pausas largas. Pero cada feria traía un recordatorio: un cliente que preguntaba, “¿Y el matrimonio de Puebla, dónde anda?”, un organizador que guardaba silencio y desviaba la mirada, una curva de carretera donde todos bajaban la voz por respeto. El mundo continuaba, pero con una grieta discreta en medio.

En la cabecera municipal de la zona veracruzana, el expediente de la desaparición quedó guardado en un archivero que olía a madera y humedad. La familia se acostumbró a esos viajes a oficina, esperar en la antesala, pedir si hay alguna novedad. Casi siempre recibían la misma respuesta: silencio y una recomendación para no dejar de preguntar.

Hubo señales que parecían promesas: un conductor dijo haber visto una camioneta verde, un campesino encontró una lona azul, una mujer escuchó golpes de metal en la noche. Nada se confirmó. La sierra tenía formas de hablar que se confundían con la imaginación de los vivos.

Con el paso del tiempo cambió la forma de mirar el paisaje. Los hermanos de Rogelio ya no veían árboles ni pastos, veían posibles escondites. Las cunetas eran laberintos, los taludes, paredes que podían ocultar historias. Cuando llovía, todos pensaban en los barrancos. Había noches en que el ruido del agua contra el techo de lámina los hacía levantarse, tomar una lámpara y salir al patio solo para respirar aire húmedo.

En los tianguis, los colegas cambiaron su manera de viajar. Unos comenzaron a ir en caravana, otros avisaban a la familia cada que tomaban una curva peligrosa. Era un pacto silencioso contra la estadística y el miedo. En las paradas de comida, la conversación evitaba la palabra robo o asalto. Preferían hablar de rutas, precios, qué pueblo pagaba mejor en fiesta patronal.

La hermana de Maricela guardaba sus cartas en una caja de zapatos. Eran recados simples, escritos rápido antes de una feria. “Llegamos bien. El señor del puesto de sartenes nos guardó lugar. Regresamos el lunes.” Con los años, la hermana leía en voz baja esas líneas como oraciones. El lunes se convirtió en una palabra hueca que flotaba por la casa.

Buscar no siempre es caminar, a veces es no olvidar. Y así siguieron, recordando detalles con precisión: cómo Rogelio enderezaba los cartones, cómo Maricela acomodaba las cobijas por colores, cómo él se ponía la camisa de cuadros antes de tomar curvas cerradas.

Cuando llegaban las fiestas de fin de año, la mesa se llenaba igual que siempre, pero quedaba un espacio sin asignar. No era un lugar vacío con plato y cubiertos, sino un silencio redondo en medio de las conversaciones.

Un par de veces la familia consideró pedir ayuda a personas que decían saber ver lo invisible. Decidieron no hacerlo. Toda su vida había sido concreta: vender, cargar, contar billetes, doblar lonas, manejar con cuidado. Preferían la paciencia al atajo, el dato al presentimiento.

La camioneta verde se volvió casi un personaje en las conversaciones. Un sobrino aprendió a distinguir el sonido del motor en archivos de video caseros. En un cuaderno forrado con papel contact, la familia anotó todo lo que quedaba por revisar cada vez que podían volver a la sierra: curva larga antes del puente, taludes sueltos, barranco con raíces gruesas, tienda donde venden tornillos. Era una lista que nunca se terminaba porque la montaña añadía páginas nuevas cada temporada.

Así pasó más de una década. El 2010 llegó sin ceremonias, solo con la costumbre de contar el tiempo en ferias. En esas medidas, 14 años parecían muchos y a la vez ninguno. La sierra mantuvo su ritmo, mañanas claras, tardes con neblina, noches que escondían más de lo que mostraban.

En septiembre de 2011, la sierra de Zongolica recibió una tormenta como pocas. Tres días de lluvia incesante convirtieron veredas en riachuelos y la carretera en una franja negra salpicada de piedras sueltas. El cuarto día, cuando el agua cedió, un tramo olvidado de la carretera quedó marcado por un deslave. A unos kilómetros de la vuelta de la cruz, la ladera se dio en una mezcla de barro y troncos. Un trabajador enviado para evaluar los daños encontró entre las raíces y piedras un destello azul, un trozo de lona atrapado. Debajo, una mochila de lona beige clara, empapada y con costuras reventadas, y una camisa de cuadros de hombre, colores desteñidos, tela desgarrada. Los policías fotografiaron la mochila y la camisa antes de moverlas. A un lado, fragmentos de lona azul, similares a las usadas en ferias y tianguis.

Las pertenencias fueron trasladadas a la comandancia del municipio. El hermano mayor de Rogelio reconoció la mochila al instante: el cierre metálico, los bolsillos laterales con costura reparada por Maricela, la correa derecha con marca de quemadura. La camisa también fue identificada, sin dudas. Nadie quiso olerla. El barro y la humedad ya habían borrado cualquier aroma.

El hallazgo no significaba una respuesta definitiva, pero sí un punto fijo en la historia. La mochila y la camisa habían estado allí, enterradas bajo capas de tierra y raíces durante 14 años. ¿Cómo llegaron a ese punto? ¿Habían caído con la camioneta o alguien las había arrojado? Las preguntas se multiplicaban y la sierra, como siempre, ofrecía más espacio para la duda que para la certeza.

Las autoridades estatales inspeccionaron el barranco, pero la inestabilidad del terreno y la amenaza de nuevos deslaves limitaron la búsqueda. No hallaron restos de vehículo ni huesos, solo más barro y vegetación aplastada. El lugar parecía haber sido removido por la lluvia durante años.

La familia llevó la mochila y la camisa de regreso a Puebla. Las limpiaron lo justo para quitar el barro más grueso, pero no las restauraron. Querían conservarlas tal como habían aparecido, como evidencia y recordatorio. En la casa las colocaron sobre una mesa cubierta con mantel de ule junto a la fotografía de la pareja. Cada visitante que llegaba se detenía frente a esos objetos sin saber si ofrecer condolencias o preguntar qué vendría después.

La sierra siguió igual. El barranco donde apareció la mochila volvió a cubrirse de vegetación. Solo quienes conocían la historia podían señalar el punto exacto. El hallazgo trajo una sensación de avance mezclada con vacío. Por primera vez en 14 años había algo tangible, pero la ausencia de cualquier otro rastro obligaba a enfrentar una pregunta sin respuesta: ¿qué pasó entre la curva y el barranco?

Las autoridades prometieron retomar la búsqueda, pero no encontraron nada nuevo. El agua, la tierra y el tiempo habían hecho su trabajo y la montaña no parecía dispuesta a devolver más fragmentos. La familia revisó mentalmente cada detalle de aquel viaje de 1997. Algunos pensaban en accidente, otros en delito. Los rumores crecieron, pero ninguna versión pudo confirmarse. Lo único cierto era que 14 años después la sierra había entregado un pedazo de la historia y se había vuelto a cerrar.

Los colegas tianguistas organizaron un pequeño homenaje en una feria regional: una lona azul extendida, fotografías de ambos sonriendo, un espacio vacío simbolizando la mesa que no volvieron a instalar. Para la familia, estos gestos eran señal de que la historia no se perdería del todo. Tal vez nunca habría una respuesta definitiva, pero mientras hubiera gente que recordara sus nombres y su ruta, la desaparición no sería un borrón.