Perdió su entrevista por salvar a un anciano… y lo que vio la dejó sin aliento

—¿Lista para esto? —preguntó Zoe, mirando a Valerie en el pasillo.

Valerie respiró hondo y asintió. Le encantaba su nuevo vecindario en Logan Square: el departamento era pequeño pero acogedor, las tienditas de la esquina amigables y las calles llenas de árboles y vida. Chicago le parecía una bestia viva, llena de reglas no escritas que aún estaba aprendiendo. Solo necesitaba un poco de agallas y paciencia para hacer de ese lugar su hogar.

Metió la mano en el bolsillo del blazer y sintió el pequeño frasco de aceite de lavanda que había guardado ahí para calmarse. Faltaban dos horas para la entrevista. Quizá, solo quizá, hoy sería su día de suerte.

Los nervios de Valerie estaban a flor de piel. Ese trabajo no era solo para ella; también era para el futuro de Tessa. Tenía que superar el miedo y concentrarse.

—¿Y de qué es el trabajo? —preguntó Zoe, metiéndose un chicle a la boca.

—Asistente de gerente —respondió Valerie—. Es una empresa que surte abarrotes a las tiendas locales. Parece que están desesperados por ayuda, así que están contratando rápido.

—¿Y pagan bien? —preguntó Zoe. Ella no estaba buscando trabajo; sus papás todavía trabajaban y ayudaban con los gastos de ella y Parker.

—Dijeron que es suficiente para empezar —contestó Valerie, con un dejo de duda en la voz—. Si no suben el sueldo después, tendré que seguir buscando.

—No dejes de buscar —le aconsejó Zoe, tronando el chicle—. Siempre ten un plan B.

Valerie asintió, aunque odiaba la idea de estar saltando de trabajo antes de conseguir uno. Se sentía desleal, como si estuviera traicionando a un jefe que ni siquiera tenía aún.

Se agachó para amarrarse los tenis y luego le dio un beso a Tessa en la mejilla. Mirando a Zoe, sintió una oleada de gratitud.

—No sé qué haría sin ti —dijo Valerie sinceramente—. Eres mi salvavidas.

—Amiga, tú también me ayudas —sonrió Zoe, ofreciéndole un dulce de menta de su bolso.

Valerie guardó el dulce en el bolsillo del blazer, junto al aceite de lavanda: sus amuletos de la suerte para el día. La entrevista se cernía como un juego de alto riesgo, imposible de predecir.

En los últimos dos meses, había ido a una docena de entrevistas. Dos títulos, buena experiencia laboral y aún así… nada. Solo una empresa se tomó la molestia de llamarla, solo para decirle que no era la indicada. Cada rechazo le iba quitando esperanza y la iba llenando de pánico. Pero no podía dejar que el miedo ganara. Tenía que mantener la calma, por Tessa.

Quince minutos después, Valerie iba en un autobús de la CTA rumbo a la Blue Line. Diez minutos más y cambió de tren en Clark/Lake. La oficina estaba en el centro, pero el trayecto no le pesaba. Sacrificaría horas por la oportunidad de darle algo mejor a su hija. Sin fondo fiduciario, sin parientes ricos—solo su propio esfuerzo.

Revisó su reloj y se relajó un poco. Tenía tiempo suficiente para tomar algo rápido antes de la entrevista. Café no—la ponía demasiado nerviosa. Mejor un té.

En el tren, Valerie revisó su bolsa dos veces. Currículum, referencias, identificación—todo en orden. Suspiró, mirando a los demás pasajeros. Parecían tan relajados, viendo el celular, sin preocuparse por una entrevista que podía cambiarlo todo.

Media hora después, bajó en la estación Monroe y vio el moderno edificio de oficinas cruzando la calle. Con treinta minutos de sobra, se metió a un Starbucks cercano. Pidió un té de manzanilla y se sentó en una mesa de la esquina, mirando por la ventana. Chicago latía con energía—taxis tocando el claxon, peatones apurados, una ciudad a la que no le importaban sus problemas. En los meses que llevaba ahí, había aprendido una cosa: nadie te regala nada. Excepto Zoe. Gracias a Dios por Zoe.

Mientras sorbía su té, Valerie ensayó lo que iba a decir. Hablaría de los bonos por mejor desempeño en su antiguo trabajo en una cadena de abarrotes en Peoria y de los incentivos extra que había ganado por superar metas de ventas. Eso tenía que valer algo. Abrió los ojos, mirando afuera, y algo le llamó la atención. Al otro lado de la calle, en una sofocante tarde de agosto, el aire húmedo y pesado, un hombre mayor se llevó la mano al pecho y se dejó caer contra una pared de ladrillo.

Sin pensarlo, Valerie dejó unos billetes en la mesa y salió corriendo del café. Esquivando autos, llegó hasta el hombre, que claramente estaba mal. Los demás seguían caminando, ni siquiera volteaban a verlo. El corazón de Valerie se encogió ante la indiferencia de la ciudad.

—¿Se encuentra bien? —preguntó, arrodillándose junto a él. El hombre gimió suavemente, apretando una carpeta manila. Valerie la apartó con cuidado y le aflojó la corbata. Sacó una botella de agua de su bolsa y se la acercó a los labios.

El calor de agosto era brutal, el pavimento irradiando calor. No era de extrañar que se hubiera desmayado.

—Mis pastillas… en mi portafolio —alcanzó a decir con voz ronca.