Turistas desaparecen en los bosques del norte de California: 23 años después, una pista aterradora surge dentro de una secuoya gigante

En el corazón de un bosque milenario, donde el tiempo parece detenerse entre las sombras de los gigantes sequoias, un secreto terrible permaneció oculto durante más de dos décadas. Nadie imaginaba que dentro de uno de estos colosos, la naturaleza guardaba el testimonio de una tragedia humana. Cuatro personas, desaparecidas sin dejar rastro, yacían en silencio en el interior de un árbol que había sobrevivido siglos de tormentas y fuegos. Cuando el árbol finalmente reveló su secreto, el horror era tan profundo que solo generó más preguntas.

Era el 23 de agosto de 2020, en el Parque Nacional Sequoia, al norte de California. Dos guardabosques, Dave y Sarah, patrullaban la zona tras una violenta tormenta que había azotado la región días antes. Árboles caídos, ramas rotas, el olor a tierra mojada y agujas de pino llenaban el aire. Ambos conocían cada rincón del parque, pero ese día marcaría el final de sus antiguas vidas. Se desviaron del sendero principal y se adentraron en una parte del bosque rara vez visitada por turistas. Allí, entre la niebla, divisaron al “rey del bosque”, una sequoia de al menos dos mil años. Aunque la tormenta no la había derribado, estaba gravemente dañada: una grieta fresca a diez metros del suelo y, en la base, un gran trozo de corteza desprendido que exponía una oscura cavidad.

Las sequoias suelen estar huecas por dentro debido a incendios que consumen el núcleo, pero el árbol sigue viviendo. Era algo común, pero Dave y Sarah se acercaron para evaluar si el daño representaba peligro para los visitantes. Dave iluminó el hueco con su linterna. El espacio no era grande, apenas un metro de altura, húmedo y oscuro. De pronto, percibieron un olor extraño, no solo el habitual aroma a descomposición del bosque, sino algo más intenso y nauseabundo. Pensaron que quizá algún animal grande, tal vez un oso, había muerto allí. Dave pidió a Sarah que también iluminara el interior. Los haces de luz revelaron trapos viejos, basura y ramas. Pero entonces, la luz cayó sobre algo blanco, liso y demasiado regular: un cráneo humano.

Dave se quedó paralizado. Ordenó a Sarah que retrocediera y llamara al sheriff por radio. Permaneció junto al árbol, incapaz de apartar la mirada. A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, distinguió más detalles: huesos, muchos huesos, costillas, vértebras, huesos largos de brazos y piernas, mezclados con restos de ropa, una camisa de franela desteñida, un trozo de mezclilla, una bota podrida. Era evidente que había más de una persona allí. El pánico amenazaba con apoderarse de él, pero Dave, experimentado guardabosques, se obligó a mantener la calma. Sabía que estaba en una escena del crimen y que no debía tocar nada.

Una hora después, los primeros oficiales del sheriff del condado de Tari llegaron al lugar. Acordonaron la zona. La noticia del hallazgo llegó rápidamente a la administración del parque y luego al FBI, ya que el crimen se había cometido en terreno federal. El área se transformó en un enjambre de policías, agentes y forenses. El trabajo era arduo: extraer los restos del estrecho espacio dentro del árbol sin dañarlos ni destruir evidencias era casi imposible.

Los forenses trabajaron durante horas en posiciones incómodas, desmontando centímetro a centímetro el macabro contenido del gigante sequoia. Usaron herramientas especiales para sacar huesos y fragmentos de ropa. El proceso duró casi dos días. Cuando terminó, los resultados del examen preliminar dejaron a todos atónitos: dentro del árbol estaban los restos de cuatro personas. Cuatro. Habían sido metidos uno sobre otro. Los expertos determinaron que los restos eran antiguos; por la condición de los huesos y la ausencia total de tejido blando, llevaban allí no uno o dos años, sino mucho más: quizá diez, quince o hasta veinte años.

Los restos fueron enviados al laboratorio. Comenzó un largo y meticuloso proceso de identificación. Los antropólogos concluyeron que había dos hombres y dos mujeres, todos jóvenes, de aproximadamente 20 a 25 años. El siguiente paso era averiguar cómo murieron. La respuesta llegó pronto: tres cráneos mostraban claros signos de traumatismo por objeto contundente. El cuarto estaba más dañado, pero la naturaleza de las heridas era similar. No había duda: habían sido asesinados con golpes en la cabeza. No fue accidente, fue homicidio a sangre fría. Cuatro personas asesinadas y ocultas en el lugar más seguro e inimaginable, el corazón de un árbol milenario. El asesino debía conocer bien el bosque, saber de la existencia de esa sequoia hueca y que, en ese rincón remoto, probablemente nunca los encontrarían. Y casi tuvo razón.

Ahora los investigadores debían resolver el mayor enigma: ¿quiénes eran esas cuatro personas? Revisaron todos los casos de desaparecidos en las últimas décadas. Fue una tarea titánica. Buscaron grupos de cuatro, dos hombres y dos mujeres desaparecidos en la zona. Pasaron semanas. Las pistas se agotaban una a una. Hasta que, tras casi dos meses de revisar archivos, un analista del FBI encontró un caso viejo y polvoriento: septiembre de 1997.

Cuatro amigos de San Francisco —Mark Williams (22), su novia Jennifer Davis (21), Eric Müller (23) y Khloe Banning (22)— habían ido de excursión de fin de semana al Parque Nacional Sequoia. Planeaban recorrer uno de los senderos populares y regresar el domingo por la noche. Nunca volvieron. El lunes, al no presentarse a trabajar ni contactar a sus familias, se dio la alarma. Se inició una búsqueda masiva: cientos de voluntarios, guardabosques, policías y helicópteros con cámaras térmicas rastrearon el bosque durante semanas. Lo único que encontraron fue su auto, un viejo Ford Explorer estacionado al inicio del sendero. Dentro había carteras, algo de comida, mapas, todo lo que no llevaron en la caminata. Esto indicaba que planeaban regresar, pero nunca lo hicieron. La búsqueda continuó meses, sin resultados. Ni tiendas, ni mochilas, ni rastro alguno.

Parecía que los cuatro se habían esfumado en medio del vasto bosque. Finalmente, la búsqueda se suspendió. El caso quedó como no resuelto. Los padres gastaron años y todos sus ahorros en detectives privados, pero sin éxito. Para el mundo, Mark, Jennifer, Eric y Khloe simplemente desaparecieron. Veintitrés años después, fueron encontrados.

Los investigadores solicitaron registros dentales y muestras de ADN de los padres envejecidos. El examen confirmó lo que todos sospechaban: los restos hallados en el tronco del árbol pertenecían a los cuatro amigos de San Francisco. El misterio de su desaparición estaba resuelto, pero surgía uno nuevo y aún más aterrador: ¿quién los mató y por qué? ¿Cómo logró el asesino ocultar los cuerpos tan ingeniosamente que nadie los encontró en más de veinte años?

La investigación, estancada desde 1997, comenzó de nuevo. Ahora tenían cuerpos y escena del crimen. Volvieron a entrevistar a todos los que pudieron haber visto o escuchado algo extraño esos días de septiembre. Revisaron antiguos informes, buscaron nombres de guardabosques y turistas registrados. Muchos ya estaban retirados o se habían mudado, pero los investigadores no se rendían.

Uno de los primeros en responder fue un ex guardabosques, supervisor en 1997 y parte de la búsqueda inicial. Recordó un detalle peculiar: esa semana, los animales estaban inquietos y mencionó a un empleado, un forestal solitario y reservado que vivía en una cabaña al borde del parque. Se llamaba Robert Hawkins. En 2020, los investigadores pidieron su expediente. Lo que hallaron confirmó sus sospechas.

Robert Hawkins tenía 48 años en 1997, contratado cinco años antes. Sus evaluaciones eran normales: eficiente, conocedor, prefería trabajar solo, sin problemas disciplinarios. Pero lo más interesante era la fecha de su desaparición. Hawkins no fue despedido, sino registrado como ausente sin permiso. Su último turno fue el viernes 12 de septiembre de 1997, justo cuando los cuatro amigos llegaron al parque y dejaron su auto. Debía presentarse el lunes siguiente, pero nunca lo hizo. Intentaron contactarlo por radio, sin respuesta. Dos días después, dos guardabosques fueron a su cabaña, ubicada en una zona remota. La puerta estaba abierta, todo parecía listo para su regreso: comida a medio comer, un libro abierto, ropa doblada en una silla, pero Hawkins no estaba. Su camioneta también había desaparecido, junto con su mochila, rifle de caza y ropa.

En 1997, la administración pensó que Hawkins, hombre extraño y solitario, simplemente había decidido marcharse sin despedirse. Su desaparición y la de los turistas no se relacionaron. Dos eventos separados en un bosque inmenso. Pero 23 años después, la coincidencia era demasiado siniestra.

El FBI investigó más a fondo. Hawkins era un fantasma: venido de Oregón, sin familia ni contactos, había servido en el Cuerpo de Ingenieros del Ejército durante dos periodos en Vietnam. Sus compañeros lo describían como temperamental, propenso a explosiones de ira, pero increíblemente frío bajo presión. Tras dejar el ejército, desapareció varios años, luego apareció en California y trabajó en el parque.

La nueva teoría era plausible: los cuatro jóvenes pudieron haber cruzado accidentalmente el territorio de Hawkins, provocando su furia. Con su experiencia militar y fuerza física, lidiar con cuatro turistas no sería difícil. Tras el crimen, ocultó los cuerpos en la sequoia hueca, regresó a su cabaña, recogió lo esencial y huyó en su camioneta. Nunca más se supo de él.

El FBI lo puso en la lista de los más buscados por cuatro asesinatos. Su foto de los años 90 fue enviada a todas las comisarías. Expertos crearon una imagen actualizada de cómo se vería en sus 70 años. La búsqueda se convirtió en una cacería humana. Investigadores regresaban una y otra vez al árbol, tratando de entender cómo ocurrió todo. ¿Dónde estaban las pertenencias de las víctimas? Probablemente Hawkins las quemó o enterró. Entrevistaron a turistas que estuvieron ese fin de semana. Muchos recordaban haber visto a los jóvenes, alegres y tomando fotos, pero nadie los vio con Hawkins ni escuchó gritos. El bosque guardó el secreto.

Un ex colega de Hawkins recordó su obsesión por el orden: odiaba la basura, el ruido, los turistas fuera de los senderos. Observaba a la gente desde lejos sin hablar, su mirada inquietaba. Consideraba el bosque suyo y a la gente, intrusos. ¿Podía algo tan insignificante como una lata vacía provocar tal furia? Para alguien con estrés postraumático e años de soledad, cualquier cosa podía ser el detonante. La versión más probable era simple coincidencia: cuatro amigos en el lugar equivocado, enfrentando a un hombre como una bomba de tiempo.

Los padres de las víctimas, tras años de agonía, finalmente supieron la verdad. Pero este conocimiento solo trajo nuevo dolor: sus hijos habían sido asesinados y el asesino seguía libre. Aparecieron en televisión, rogando por justicia, pidiendo que Hawkins fuera encontrado. Pasaron meses sin noticias. El FBI siguió cada pista, recibieron llamadas desde México, Canadá y Alaska, pero siempre resultaban falsas. La esperanza se desvanecía.

A principios de 2024, casi cuatro años después del hallazgo de los cuerpos, hubo un giro inesperado. La policía montada de Canadá recibió el reporte de un cazador en la Columbia Británica: un anciano solitario, parecido a Hawkins, vivía aislado. El FBI organizó una operación conjunta, rodearon la casa y detuvieron al hombre. Pero los análisis de huellas y ADN fueron negativos. No era Hawkins, solo otro hombre solitario.

El caso volvió a estancarse, el interés público disminuyó, parecía otro crimen sin resolver. Hasta que en otoño de 2024, la respuesta llegó de donde nadie esperaba. Dos jóvenes exploraban un cañón remoto en Nevada y encontraron una camioneta oxidada, casi oculta por arbustos. Al acercarse, hallaron huesos humanos bajo un árbol. El sheriff y su equipo identificaron el vehículo: era la Ford pickup de Robert Hawkins, fabricada en 1989. Los restos, junto con una hebilla, botones y un cuchillo viejo, apuntaban a él. El ADN confirmó que eran sus huesos.

Los forenses reconstruyeron la escena: probablemente, semanas después de los asesinatos, Hawkins huía por una carretera montañosa, perdió el control y cayó al abismo. Sobrevivió al accidente, pero herido y sin poder salir, murió solo en el mismo desierto donde cometió su crimen. El hombre que burló a la justicia fue encontrado por azar. El caso de los cuatro turistas asesinados en Sequoia se cerró oficialmente. El asesino estaba muerto. La justicia llegó, pero no en un tribunal. No hubo confesión, ni arrepentimiento, solo huesos en un cañón sin nombre.

El bosque, que guardó el secreto de sus víctimas por tanto tiempo, finalmente lo reclamó a él, enterrando con él la verdad de aquel fatídico septiembre.